Literatura

El revuelvis

5 / 06 / 2021

Una salida a fumar marihuana, en plena cuarentena, termina en una particular amistad entre un diseñador y un hombre venido a menos.

No me gusta el trago en exceso, nunca me tomo más de tres copas de un buen vino tinto y no paso de dos vasos de whisky. Odio las transformaciones que obran en los cerebros y en los comportamientos de las personas que no saben controlar el consumo de licor. Me repugna esa sobadera, esa hipocresía contenida, ese humor tonto y ramplón, esa sinceridad forzada e hiriente que hace sentirse a los malos borrachos con derecho a ofender a los demás, esos aires de cretinismo que lleva a muchos machos maldotados a creerse hermosos, deseables, apetecibles, cuando no son más que unos mantecos ordinarios y ramplones. Vicios secos tampoco tengo. Lo único que me gusta es fumarme un porro pequeño antes de acostarme. Lo hago desde que tengo memoria. Me relaja, me regula el sueño, me baja los niveles de ansiedad y hasta la jaqueca que me ocasiona estar tantas horas ante la pantalla de un computador. No me afecta mis relaciones con los demás (de por sí escasas), no le causo daño a nadie con esa costumbre y en justicia, creo que a nadie le importa, ninguna persona me ha tenido que pagar ni una dosis. Además, es una costumbre barata, ecológica y ya está legalizada la dosis personal. Tiene que estar uno muy de malas para que a uno lo joda un policía tratando de redondearse la quincena.

Ilustración del libro Un hombre solo y mal acompañado realizada por Carlos Marín. 

Desde que estamos confinados y para no ahumar los muebles y cortinas de mi apartamento, me acostumbré a bajar en las noches al parquecito a fumarme el cigarrillo de la merienda. A esa hora está muy solo y nadie parece reparar en uno con moralismos y reproches, pues en ese momento de la noche los biempensantes ya están encerrados y el resto está en lo mismo que uno.

En ese escenario fue que conocí a don Bernardo, un señor que pasó parte de la cuarentena en mi unidad, en el apartamento de los hijos, todo un personajón.

Inicialmente empecé a notar que todas las noches, un muchacho bajaba con su padre ya setentón, lo dejaba allí tranquilo mientras el viejo se fumaba su cigarrillo y lo recogía a los 20 minutos. Era una rutina milimétrica que no se salía del libreto, como si lo cuidaran mucho, pero de manera más mecánica que afectiva. Al principio el vejete era callado, su cuerpo era rígido y se movilizaba como en bloque, parecía que le costaba andar; hablaba con voz gangosa, la lengua era pesada y arrastrada y parecía estar bajo el efecto de algún medicamento. No socializaba, apenas el saludo, unos cuantos comentarios sobre el clima, el virus y la cuarentena. Cada uno continuábamos en lo nuestro sin apenas prestarle atención al otro.

Pero una noche, después de darle una calada a su cigarro, le sobrevino un ataque de tos que lo hizo parar de la piedra en que se encontraba recostado, y empezó a tener dificultad respiratoria. No había mucha luz, pero parecía tener una tonalidad morada en sus labios y cuando menos pensé, estaba en el suelo, consciente aún, pero como sufriendo una especie de síncope.

De inmediato procedí a auxiliarlo, ayudándolo a levantarse y tratando de determinar si había tenido alguna lesión durante el desvanecimiento. Lo que más me preocupaba era que hubiera sufrido un infarto, un derrame, una convulsión o algún evento parecido. Y ni siquiera sabía de qué apartamento era. Pensé que tenía que acudir a alguno de los vigilantes, pero al mirar para pedir ayuda, no había ninguno por esos lados. Preferían hacerse los locos para no decirme nada por estar fumando bareta, o eso era lo que me parecía y me sentía cómodo con su actitud.

-Señor, señor, ¿cómo se siente? ¿Puede respirar? ¿Le duele el pecho o sufre del corazón o es epiléptico? Dígame como le ayudo.

-Tranquilo, tranquilo. Ya se me va a pasar. No me aprete tan duro, déjeme respirar, home. Cof, cof. Últimamente sufro ataques de tos por una droga que me tomo para la presión, pero se me pasa rápido. No es nada grave. Me da cada nunca, cuando aspiro muy hondo el humo del cigarrillo, me agarra una tos muy espesa, me alcanzo del pecho para respirar y si me descuido, me voy de culos para el piso.

-Pero, ¿no se quebró nada en la caída? ¿puede mover todo?

-Fresco, señor. No me pasó nada, ni siquiera un raspón, la caída fue como despaciosa y no alcancé a perder del todo el sentido, entonces logré medio apoyarme. Muchas gracias. Déjeme me acomodo.

El hombre parecía controlar la situación, se recuperó muy fácil, como si no fuera la primera vez que le ocurría.

-Un favor, amigazo −dijo mirando para todos los lados para comprobar que nadie lo había visto−. No le vaya decir nada de esto a mi hijo. Me muelen a cantaleta y de pronto vuelven y me encierran en la casa o no me dejan fumar mi puchito y es de la única forma como me dejan salir un rato.

-No se preocupe señor. No me meto en los asuntos de nadie. Por mí, quédese tranquilo, ni siquiera sé en qué torre vive.

En ese preciso momento llegó el hijo y sin apenas mirarme, lo tomó del brazo y se lo llevó. Noté que ya caminaba con más dificultad, movía con menos facilidad su cuerpo, pero me dio la impresión de que se esforzaba por parecer más limitado de lo que era, o por lo menos aquello fue en lo que pensé entonces.

Durante los días que siguieron, el hijo no lo dejó solo, se quedó rondando por los lados del gimnasio, mientras hacía unas llamadas por el celular, pero el viejo me saludó amable, como con ganas de conversar, pero haciéndome entender que no quería ganarse los reproches del hijo ni hacer nada que pusiera en peligro su salida de todas las noches. Como si hubiera sido un privilegio duramente ganado a pulso.

A la semana siguiente, todo volvió a la normalidad, el hijo lo acompañaba y lo dejaba. Se veía tranquilo y no se obstinó en acompañarlo.

– ¿Cómo le va amigazo, qué hay de sus cosas?

– Muy bien don Bernardo. ¿Cuénteme, cómo va su salud? −le pregunté de manera genuina. Por alguna razón de codificación interna de mi cerebro, el tipo me caía bien, no me sentía encartado con su presencia ni con su charla. No hice nada por repelerlo, ni por alejarme.

Y así seguimos varios días, algún saludo, cada cual en lo suyo, pero sin profundizar en los terrenos del otro, entendiendo muy bien que cada cual tenía su espacio y sin mostrar ningún interés en violentarlo. Me parecía bien y me hacía sentir cómodo.

Ilustración del libro Un hombre solo y mal acompañado realizada por Carlos Marín

Una noche, apenas al llegar, me disparó sin rodeos:

-Amigazo, le pido encarecidamente un favor. Deme un porrito de los suyos. Le digo la verdad, no la vengo consumiendo, pero me ha gustado. Le tengo mucho cariño, pero en la casa no lo saben. Le cogí la buena a la bareta cuando sufrí el linfoma, superé las quimioterapias y me di cuenta de que me servía mucho para las náuseas. Estaba que le decía, pero no encontraba la forma, hasta que me decidí…

-No se preocupe, don Bernardo, tome tranquilo −saqué mi tabaquera y le extendí un cigarrillo pequeño, bien compactado. Se sonrió, y se pegó de una de él, como un canero viejo, chupando como un murciélago veterano y curtido en esos menesteres.

-Me tiene jodido este puto confinamiento, amigazo. El presidente nos encerró. Mis hijos no me dejan salir, pero ellos sí pueden entrar y salir con sus novias y amigos como les da la gana, y sabiendo que viven en otros barrios. Será que los bichos de ellos no se pegan. Pero yo salgo media hora, y me tengo que empapar en alcohol y hasta bañarme. No es justo, pero ni forma de hablar. Ya uno como viejo no tiene ni voz ni voto. Lo que ellos digan y piche caliche, y uno encerrado como una güeva…

-Será por su edad y sus enfermedades, don Bernardo. Me imagino que es por cuidarlo.

-Que cuidarlo ni qué nada, home. ¡Es un asunto de poder! Es por mostrar quién es el que manda, y yo ya no mando. Es por ver quién es el que la tiene más grande y avanza más el chorro, y yo ya orino sentado. Mi tiempo pasó, amigazo, y míreme, recogido y arrimado en la casa de mis hijos. A merced de lo que ellos quieran hacer conmigo, obligado a hacer lo que ellos consideran conveniente.

-Así se ponen a veces las cosas −respondí como por decir algo, pero ya con ganas de encerrarme. En ese punto comprendí que le había dado confianza al viejo, y me estaba usando para desahogarse, para hacer catarsis conmigo. Y eso ya no me estaba pareciendo simpático.

-Es que antes yo era el que mandaba la parada, era el del billete. Conseguí mucha y la boté toda. Les enseñé a ser independientes, a no depender de nadie y parece que aprendieron muy bien. Ahora, ya viejo y enfermo, me toca hacer lo que digan, amigazo. Pero le confieso, no es que esté muy contento que digamos.

-Las cosas cambian, y no siempre hay forma de tener el control. Por eso vivo solo, para no rendirle cuentas a nadie…

-Yo también vivía solo desde que murió mi esposa. Me conseguí muchas viejas, pero todas eran por sacarme plata. Eso es claro: si una mujer sale con un vejestorio como yo, es para ruñírselo. ¡Quién le va a dar besos a uno si no es por puro interés! Y para eso las mujeres son unas expertas. Al que pueda se lo escurren.

-¿Y por qué no vive independiente?

-Qué va, me quebré, me quedé sin un peso, y luego me enfermé. Y ya no tengo forma de rebuscarme. Antes hacia los negocios que fuera, y en todos me iba bien. Y ya ni siquiera le puedo dar al “revuelvis”, ya no hay con quién.

-¿Al revuelvis?

-Si home, a la mezcla, al revuelvis, que es como todos los ricos de este país consiguen plata. Usted sabe que detrás de todo negocio legal, hay uno sucio. Por encima le damos a la propiedad raíz, y por debajo a los mandados. Por encima al ganado y a las fincas, por debajo a los apuntados. Por encima al comercio y por debajito al lavado. Eso no es pecado, todo el mundo lo hace, en este pueblo no hay fortuna limpia, a mí que me la muestren. Todos se han untado. Ese es el “revuelvis”, viene de revolver, ¿me “entiendis”?

-Hombre don Bernardo, yo estaba sano de todo eso.

-Por eso es que no ha conseguido plata, amigazo. Yo conseguí la que usted se imagine, y se me evaporó. En este punto no tengo un peso. Antes me sobraban las hembras, y ahora, para sonsacar una sirvienta, me toca pagarle a un muchacho para que me deje entrar al cuarto útil de los sótanos, para que le haga un cariñito a uno.

-¿En el cuarto útil? ¿Aquí, en la unidad?

-Por plata baila el perro, amigazo. Los pelaos no tienen moral, bueno, no es que yo tuviera mucha, pero ahora por veinte mil pesos alquilan los cuartos útiles a las parejas de noviecitos. Yo me pillé a un muchacho que lo hacía y le dije que, si no me lo alquilaba a mí para ir con una muchacha que tenía conversada, lo iba a aventar con los papás. Le cuento más, me lo prestó gratis, se cagó del miedo, pero a la muchacha no la volví a ver, como que en la casa le preguntaron que quién era ese viejo que la llamaba, les entró desconfianza y como que la echaron con la disculpa de la cuarentena.

-¿En serio, don Bernardo? ¿Usted hace todas esas cosas?

-Pues ganas no me faltan, pero estas drogas me afectan mucho, pues me producen muchos efectos secundarios, usted me entiende. Y las voladas, un problema. Eso bien difícil que está, con los hijos marcándolo a uno, llenos de desconfianza con uno, a toda hora pensando lo peor de uno, ni los culpo, como me dicen a cada rato que le di tan mala vida a la mamá, hasta razón tendrán…

-¿Y cómo maneja los asuntos, con esos medicamentos, sin plata…?

-La droga casi no me la tomo, eso hace mucho daño, lo emboba a uno, le tumba el pájaro, le mata la naturaleza a uno y lo deja a uno sin ilusiones, casi sin alegrías. Hago como si me la tomara, pero no, la boto al baño, les hago creer que estoy juicioso. Llevo ya una semana así. El problema es que lo va cogiendo a uno el insomnio y las ganas de andar la calle, en medio de este encierro tan condenado, pero qué se le va a hacer, unas por otras…

En ese preciso instante llegó el hijo a recogerlo, tuvo que suspender su discurso y partió con él sin ofrecer repulsa. Mientras se despedía, me mató el ojo y me dijo que “mañana hablábamos”.

En ese momento me reconocí a mí mismo que me caía bien tamaño personaje. No me disgustaba su cháchara y, por el contrario, me estaba haciendo un “efecto Sherezada”, pues esperaba volvérmelo a encontrar para que me siguiera contando sus anécdotas. Y me hacía sentir como en la crónica de Truman Capote, cuando se trababa con la mucama para que le contara historias y salían a andar por New York cagados de la risa.

Durante varios días bajó al parque, pero lo acompañaba una hija que no se le despegaba. No hablaba mucho, se mantenía haciendo una especie de curso de inglés en una tableta y era pendiente de lo que me decía don Bernardo, quien por supuesto, en su astucia de perro viejo no decía nada, ni pedía un chutecito del bareto que tanto le gustaba, ni siquiera yo pude hacerlo delante de ella, mejor esperé hasta más tarde para hacerlo cuando se fueran, para no darle motivos de que le prohibieran los encuentros con este vecino−mala−compañía en que yo me había convertido.

Cuando ya pudo por fin quedarse solo conmigo, estaba ávido de trabarse, lo noté ansioso y mucho más suelto que las primeras veces.

    − Estoy tristón, amigazo. Me he acordado mucho de mi papá, que en estos días ajustó años de muerto. Ese sí que era todo un varón, siquiera no alcanzó a conocer muchas cosas mías, para no hacerle pasar vergüenzas, como se las he hecho pasar a mis hijos. Ese hombre sí que era correcto, era un riel, no se torcía para nada.

− ¿Y se murió hace muchos años? −pregunté por darle continuidad a la charla que había iniciado.

− Hace como treinta o treinta y cinco años, se murió en una rabia, de pie y dando guerra, cuando lo iban a secuestrar. Decía que a él le iba a pasar como su amigo Berto, que lo mató la guerrilla al momento de secuestrarlo, que él tampoco se iba a dejar. Era un momento en que a todo el que tenía plata la chusma, política o delincuencia común, se lo llevaba para quitarle el patrimonio, los ricos no estaban tranquilos, pero al momento de caerle a la finca, cuando iba a sacar la automática para encenderse a plomo con esos bandidos, le vino un infarto fulminante que le partió el corazón en pedacitos. No alcanzó a disparar ni se dejó asesinar. El obispo dijo en el entierro que lo había matado la indignación, que se murió en un ataque de “ira−justa”, lo que daba el derecho inmediato al cielo. Yo de teología no entiendo, pero me parece muy acertado.

− Juepucha, era como agrio el cucho.

− Ese lo que tenía era los pantalones muy bien puestos. Su amigo Berto, el que él citaba, sí le hacía al “revuelvis”, y era muy amigo de los traquetos y enredaba negocios de todo tipo con ellos, pero mi papá sí que le reprochaba eso. Nunca estuvo de acuerdo con sus extravagancias ni con sus excesos ni con la farándula de tener avioneta y helicóptero y mostrarse ante todo mundo montando bestias caras y el billete y el rejoneo y las muchachas. Al mío le encantaba la plata, eso sí, pero camellando por lo legal.

− ¿Y murió muy joven?

   − Si acaso de cuarenta añitos, home. Era prácticamente un bebé. Él se hizo muy conocido allí en el barrio Laureles, porque fue el último que retó a un contrincante a duelo, con todas las de la ley. Nada de mandarle sicarios, pura cuestión de honor. Pregunte y verá.

− ¿Y cómo fue eso don Bernardo?

− Una vez hizo un negocio de ganado a utilidades, en compañía de un tío de su misma edad, que era su mejor amigo, prácticamente como si fuera un hermano. Pero eso es como así, los que le roban a uno son los más cercanos, los de más confianza, lo cierto fue que hicieron un negocio de palabra con unas reses, y como que las que se morían eran siempre las de mi papá. El tío se mantenía en la finca y mi cucho en Medellín, manejando la vuelta por teléfono. Y así, lo de siempre, se descuadraron en varios millones, el negocio nunca dio, el tío decía que las cuentas estaban mal hechas, que los gastos, que los cuatreros, que la aftosa, en fin, lo cierto fue que al liquidar no dieron ganancia y mi papá estaba debiendo harta plata. Quedaron mal a mucha gente de la ciudad que los conocía y que confiaban en ellos. Pero el tío no les dio la cara y a mi papá le tocó frentiar todo ese mundo de acreedores

−  Y, ¿entonces?

   −Nada, lo llamó, lo confrontó, le dijo “vea hombre. Usted y yo somos familia. Eso no se le hace ni al peor enemigo. Yo no le robé, usted dice que no me robó. Entonces esto no es una cuestión de robarle al otro, porque los dos resultamos dizque los más honrados del mundo. Entonces es una cuestión de honor y la única forma de arreglarlo es con honor. Entonces no hay de otra. Veámonos en donde usted diga, con las armas que usted disponga. Y nos partimos a bala o nos picamos a machete o nos molemos a garrote. Traiga sus testigos y yo los míos. Voy a citar a la gente de la Feria de Ganados, que nos acompañen como refrendatarios, que vean cómo es la cosa. Y el que quede de pie, se queda con el ganado que quedó vivo y con la buena fama y entierra al otro con la dignidad de haber asumido el compromiso como un verdadero hombre, sin preguntas y sin dudas”

− ¿En serio? Eso parece de una película de vaqueros.

− Qué película ni qué cuartos, home. Palabrita pa´mi Dios que es como se lo cuento o que me caiga un rayo si digo embustes.

− Pero así no fue como murió su papá, según me dijo.

   − Claro que no, home. A él le dio un infarto, así como le conté. Póngame cuidado, le sigo contando.  Nada, mi papá se presentó con testigos, con padrinos, con todas las armas para que el tío escogiera. Muy madrugado lo esperó en el segundo parque de Laureles. Eso estaba lleno de patos, ni que estuvieran repartiendo plata. Luego de 2 horas, el tipo nunca apareció. Le dio cutupeto, puro culillo. Quedó como un cobarde. Mi papá tenía la conciencia limpia y sabía para dónde iba, afrontó todo con valor, él sabía que nada debía y nada temía. Quedó como un príncipe con los amigos, como el señorazo que era. Todos lo apoyaron y nunca dudaron de él ni le perdieron el respeto. A las 10 de la mañana ya estaban todos borrachos y cantando abrazados y cargando en hombros a mi papá en reconocimiento a sus cojones. Al tío nunca se le quitó la fama de pícaro, perdió el prestigio, nadie le volvió a dar crédito y murió rechazado por todos y alcoholizado en la finca. Hasta su mujer lo dejó por miserable y muerto de hambre. Lo mordió una culebra y murió desangrado. Para resumirle, ese era un bobo−hijueputa.

Y de nuevo, como en las mil y una noches, llegó el hijo y se lo llevó para la casa. Parecía como con el tiempo medido, no le daban tregua. “Mañana vuelvo, para contarle otras cositas”, me susurró. El hijo pareció oírlo, y lo apresuró asiéndolo por el codo.

Al otro día me cumplió la cita, la que sin acordarlo, quizá los dos ya estábamos esperando que fuera de las últimas. Estaba extrañamente fluido, parecía atacado por las ganas de hablar. Tenía un brillo nuevo en sus ojos, inyectados de un soplo de vida. No sé por qué, pero lo asocié a que no se estaba tomando la droga y que había encontrado en mí a un interlocutor que le permitía soltar todo ese voltaje que llevaba adentro. Supuse que me estaba esperando durante todo el día para echarme el rollo, sin apenas saludarme:

“Esto que le voy a contar, nadie lo sabe, casi ni mi familia, pero yo fui quien salvó a Hidrohituango de la tragedia. Cuando era inminente que el río iba a arrasar con todos esos pueblos, recibí una razón. Yo ya vivía en Caucasia, andaba muy restiado de plata y ya era un buen viviente, no le digo que un santo, pero andaba en cosas buenas, mucha pensadera en la gente y tratando de hacer obras de caridad para compensar tanta cagada que había hecho por tanto tiempo. Un taita de Tarazá, con poder de sanación, dijo que me necesitaba; no sé de dónde se averiguó, pero sabía que yo tenía la energía que él precisaba, que yo, como él, era uno de los elegidos y debía acompañarlo, pues no se sentía capaz de hacerlo solo, me requería y mandó por mí para complementarlo en su labor. Era anciano y entre su hijo y yo lo llevamos cargado al monte, a una especie de santuario en la roca y rezamos tres jornadas seguidas. No sentíamos ni hambre ni sed, apenas dormíamos y nos sosteníamos con agua y troncos de panela. Al final, el conjuro funcionó, las aguas se calmaron y volvimos exhaustos al pueblo. Tuve una semana de fiebres malignas y supe que el viejo murió a los días. Pero valió la pena: miles de personas, animales, cosechas y casas se salvaron. Cuando era inminente la tragedia, el Señor nos escogió como vehículo−de−su−misericordia y hoy pueden contar el cuento. Yo no hice aspavientos, pero tuve que contarle a mi familia cuando me perdí esos días, pues las hijas fueron a buscarme al hospital y hasta en la morgue y pusieron el denuncio y todo. No estaban para nada contentos porque me fui sin avisar, me pidieron que no le dijera a nadie, pero saben que fue por una buena causa.”

Me lo contaba con absoluta seriedad y coherencia, convencido y reafirmado en cada una de sus palabras. Cuando el hijo bajó, se calló de inmediato y se fue sin despedirse, como si no quisiera que se enterara de que estaba hablando conmigo de ese tema. Disimuló como cuando un niño no quiere que se sepa que está haciendo algo prohibido.

Al otro día volvió, y tenía la misma ansiedad de contarme su historia, otra distinta: “La humanidad no quiere verlo, pero la cura del COVID−19 está ahí desde siempre. Es la Ivermectina, una droga veterinaria. Yo he hecho milagros con ella, llevo más de 20 años curando casos desahuciados por la ciencia. Lo aprendí de un indio cuando manejaba ganado con los Ochoa en el Cauca. Empecé dándoselo a los peones y a sus hijos y a sus mujeres. Todos se curaban, incluso de ataques epilépticos, de disenterías y hasta de apendicitis, que por allá lo llaman cólico miserere. De todas partes me buscaban. No falla. El pueblo me cree, pero en los hospitales y en el gobierno nadie me paró bolas. Por envidia.  He levantado gente y animales prácticamente muertos. Es una maravilla. Pero a los laboratorios no les conviene, por eso me tienen bloqueado”

En esas bajó su hijo, esta vez acompañado de la muchacha de la otra noche; se veía que ella estaba llorando, y don Bernardo volvió a callarse. Tuve el pálpito de que estaban escuchando todo detrás de la columna de un parqueadero, pero no lo podría asegurar sin equivocarme. Eso me pareció. Lo acompañaron a irse. Fue la última vez que lo vi.

Un rondero me dijo que lo habían hospitalizado. Que cuando se lo llevaban en la ambulancia, cantaba en un idioma extraño, que el doctor Oscar que es profesor de la Nacional y también lo vio salir, le dijo que era o en sánscrito o en arameo. Una señora del servicio con la cual me encontraba en las mañanas me dijo que creía haber escuchado que se había muerto por el virus de la “herpidemia”.

No he vuelto a saber de él.

Mis noches volvieron a la tranquilidad del humo y la levedad, un poco silenciosas y solitarias. De todas maneras, estoy tomando Ivermectina… por si las moscas…

Caratula del libro Un hombre solo y mal acompañado, del que hace parte el cuento El revuelvis. Este libro fue ganador de los Estímulos al Talento Creativo, modalidad Literatura, Municipio de Envigado 2020 y fue publicado por Grammata Ediciones. 

*Cuento perteneciente al libro Un hombre solo y mal acompañado, Proyecto ganador de los Estímulos al Talento Creativo Modalidad Literatura “Narrativas en tiempos de pandemia” Municipio de Envigado 2020. Publicado por Grammata Ediciones en 2021. También fue incluido en la Antología latinoamericana de relatos Eso es… puro cuento, de la Editorial Libros para Pensar, publicada en 2021.