El Cronicario

Maradona, el relato de un pueblo

4 / 12 / 2020

A propósito del fallecimiento del futbolista Diego Armando Maradona, una reflexión sobre el relato de su vida, que refleja las contradicciones de un país y un continente, pero también sobre la falta en Colombia de un relato popular que nos una.

Viendo las imágenes del sepelio de Maradona (¿y dale otra vez con Maradona? Sí). El fervor dentro y fuera de la Casa Rosada que terminó en desmadre como la vida del 10; las largas filas de hinchas y curiosos a pesar del sol porteño para darle un último adiós entre lágrimas y cánticos; el duelo compartido por todos, desde Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner (quien le puso un rosario a su féretro); hasta las madres y abuelas de Plaza de Mayo y las feministas despidiéndolo con sus pañuelos verdes al aire. Viendo todo eso, una y otra vez, me hizo pensar que Maradona (como Gardel, El Che, Evita, Mafalda, Borges y hasta el papa Francisco) es el protagonista de un relato que no acaba con su muerte, que seguirá escribiéndose como símbolo de unidad del pueblo que en masa salió a despedirlo.

Maradona, rabiosamente argentino, tiene ese poder que sobrepasa las clases sociales, las ideologías y las religiones: el de congregar. En las páginas azarosas de su relato están las glorias y tragedias de un país, y leerlas (o leerse en ellas) puede ser un acto reivindicativo y cuestionador: reivindicativo en tanto se pueden tomar de él el empuje, el talento, la magia, la tenacidad, el carácter, la valentía, el compañerismo y otras cualidades que lo hicieron brillar dentro y fuera de las canchas; y cuestionador para zafarse del machismo, la soberbia, la violencia, los excesos y otras taras que fueron un traspiés para él y lo convirtieron en un triste espectáculo de sí mismo. Por eso los relatos son tan poderosos y necesarios, porque con ellos nos reconocemos en nuestras luces y sombras y podemos exorcizar los demonios que a diario nos agobian. Los relatos, a fin de cuentas, dan una identidad (con lo problemática que esta es), o al menos un asidero o un punto en común para no sentirnos tan solos.

El relato de Maradona trascendió la Argentina y desde hace rato en Latinoamérica capturó a millones, aunque en Colombia (el país desde donde escribo estas líneas) ha sido recibido entre la fascinación de unos y el desdén de otros. No ahondaré en el puritanismo y la hipocresía de los comentaristas deportivos colombianos, que en vida denostaron de Maradona y en muerte lo lloraron como si fuera de los suyos, pero sí me han causado bastante curiosidad los comentarios zalameros de muchos de mis compatriotas ante el fervor con que el pueblo argentino despidió a su ídolo. Es como si, de un momento a otro, las imágenes de la Argentina glamurosa y porteña, atrapada en la burbuja neoliberal de Menem, se borraran de su mente para ver a un país en su auténtico colorido y frenesí. El pueblo argentino, con su dolor y fervor, se tomó las calles y esa imagen de la pasión hecha caos es la que incomoda en estas tierras, lo cual, tristemente, es una constatación de que las elites criollas han hecho muy bien su trabajo en hacer sentir repulsa hacia lo popular.

Dicha repulsa, que más que un afán por guardar las formas es una táctica de dominación, ha impedido construir un relato con el que podamos unirnos y encontrarnos como pueblo. Salvo el gran relato de la violencia (en el que todos hemos sido protagonistas y narradores), en Colombia hay micro relatos, aunque muchos de estos nos unen en situaciones coyunturales y especificas: un artista que triunfa en los Grammy, un deportista que gana el oro en los Olímpicos, un actor que brilla en Hollywood. El fulgor de tales relatos (que parecen más bien una sucesión de anécdotas y de triunfos individuales), es intenso y corto, y muchas veces, no son utilizados con la intención de unir al pueblo y reivindicar sus valores, sino de hacerlo indiferente (por no decir ciego) a la realidad diaria y a las jugadas del poder.

No sólo en ello han tenido que ver los políticos (quienes irónicamente se hacen ver que son del pueblo cuando buscan votos), sino también algunos intelectuales que alzan la ceja ante las expresiones y las cotidianidades del pueblo. O, aun sabiendo de su poder, las minimizan como a cualquier bagatela, si es que no se apropian de ellas y las convierten en piezas de museo carentes de autenticidad y vitalidad. Además, la constante división y fragmentación que padecemos nos ha impedido construir un relato común, uno en el que además de ver reflejadas nuestras luces y sombras, nos empodere como pueblo.

Ha habido, sin embargo, contadas excepciones. Es el caso de las telenovelas y series, las cuales han narrado a Colombia desde las regiones, los ritos, los símbolos y las cotidianidades que la constituyen. Más que entretenernos, nos han dado la posibilidad de vernos en la pantalla, de resaltar lo positivo y cuestionar lo negativo, de comprender la complejidad del país que habitamos. El amor, la violencia, las diferencias sociales, las festividades, los vicios y las virtudes, todo aparece sin embelecos, con la fidelidad de esa tragicomedia que es la vida misma.  Yo y Tú, Don Chinche, Escalona, Café con aroma de mujer, Azúcar, La potra zaina, Tentaciones, La mujer del presidente, Las Juanas, Dios se lo pague, La madre, Yo soy Betty la fea, Hasta que la plata nos separe, La saga, negocio de familia, Pecados capitales, La ley del corazón, La venganza de Analía y tantas más, no sólo han hecho parte de nuestra educación sentimental, sino que también han contado ese país que no aparece en los libros de historia y que sobrepasa cualquier definición de diccionario.

Nada más democrático que el melodrama, más en un país como Colombia que, de drama en drama, trata de pasar sus vertiginosos días. Por eso las telenovelas y series, aun el auge de Netflix, la dictadura del algoritmo y las grabaciones suspendidas por la cuarentena (un escenario de precariedad en el que los actores, cesantes, no han recibido regalías por las telenovelas de antaño que los canales pasan de nuevo para no perder el esquivo rating y ante el que el Gobierno poco o nada ha hecho para auxiliarlos), siguen siendo ese relato que nos convoca, aunque las producciones más recientes han respondido más a la lógica del mercado y no a la necesidad natural de contarnos historias, sea al calor del fuego o el frío de las pantallas.

Otra de esas contadas excepciones es, precisamente, el fútbol. Se me vienen a la cabeza, como un recuerdo feliz, las calles de Medellín hechas una fiesta durante los Mundiales de Brasil y Rusia; los gritos, los canticos y las vuvuzelas como amuleto para conquistar la victoria; los estudiantes, oficinistas, obreros, niños, jóvenes y viejos, hombres y mujeres, todos, al pie de un televisor, celebrando la destreza de James Rodríguez, la técnica del “Tigre” Falcao, los reflejos de David Ospina, el arrojo de Juan Guillermo Cuadrado y la concentración de director de orquesta de José Néstor Pekerman.

Por 90 minutos el país de la guerra interminable y las diferencias irreconciliables cabía en una misma bandera, y el estruendoso gol que salía de los altoparlantes y las gargantas destempladas era el himno que muchos cantaron con alborozo. Y, sin embargo, cuando en Brasil la selección anfitriona goleó de muerte a la selección colombiana, cuando en Rusia no pudo contener la artillería inglesa durante la definición por penales tras un tenso partido, cuando sonaron los tres pitazos finales y había que regresar a casa después de que la gloria se fuera como agua entre los dedos, Colombia volvía a su normalidad insufrible y el país que se fundió en un solo abrazo pasaba a ser un recuerdo. La euforia de la victoria y la desazón de la derrota, esos sentimientos tan contrarios, nos describieron a la perfección durante esas semanas mundialistas en que todo se paralizó, aunque años después este país, que también vive de derrota en derrota, no ha aprendido a perder ni a manejar la frustración.

Pese a ello, el fútbol, el de los grandes equipos y también el de los barrios y los pueblos, ha servido para llenar de ilusiones, victorias y derrotas las páginas en blanco de ese relato que aún nos cuesta escribir. A pesar del azote de las mafias, la falta de escrúpulos de los dirigentes, lo comentarios insidiosos y belicosos de algunos comentaristas deportivos y el oportunismo de los políticos, no han logrado hacer del fútbol un motivo para dividir, aunque en ocasiones las canchas se conviertan en escenario de batalla.

El cuerpo de Maradona ya descansa de las patadas y los excesos que en vida sufrió. En Argentina decretaron tres días de luto nacional, los diarios siguen revelando pormenores de los últimos momentos del barrilete cósmico y las redes sociales se llenan de comentarios de pesar y otros que condenan la nada ejemplarizante vida de quien llevó el número diez como ningún otro.

Colombia, país donde Maradona también metió goles, fue aplaudido y abucheado, ya no está paralizada por su sorpresiva muerte, aunque aún quedan algunos opinadores de turno que, como botellas al agua, lanzan sus opiniones a favor o en contra del ídolo argentino. Sigue inquietándome, además del tono inquisidor con que señalan sus adicciones —aun cuando en este país el narcotráfico ha puesto congresistas y presidentes—, el tufillo clasista de quienes reaccionaron ante su multitudinario funeral y denigraron de Maradona (y del fútbol en general) por su supuesta ordinariez, por darse la mano con Fidel, Chávez y Maduro, o por llevar tatuado el Che en un brazo mientras lucía relojes de alta gama. La muerte del 10, incluso, fue excusa para que los guardianes del buen gusto, parados en su ridícula superioridad moral y con esnobismo ramplón, culparan al deporte de las desgracias nacionales y de anestesiar al pueblo frente a estas, aun cuando ellos nada hacen para solucionarlas.

¿Qué habría pasado si Maradona no hubiera sido argentino, sino colombiano? ¿Qué relato se habría construido alrededor de las luces y sombras de su vida? ¿Habría sido un relato que, como pueblo, nos congregaría para celebrar sus gestas, pero también para revisar sus errores, que son producto de una sociedad machista y desigual? ¿Habríamos enmendado esos errores para que otros no volvieran a repetirlos? ¿Habríamos visto en las acciones, las palabras y los silencios de Maradona aquello que como país nos enorgullece y avergüenza? Con la falta de relatos que nos unan como país, con la repulsa hacia lo popular inculcada por las elites, con la doble moral que impide reconocernos y con la apatía a relatarnos desde nuestras cotidianidades y expresiones, creo que repasar la figura de Maradona no habría pasado de un simple ejercicio moralizante y maniqueo.

Si en este país Gabriel García Márquez genera divisiones, aun cuando relató magistralmente nuestros delirios y es de los colombianos más universales, Maradona habría corrido con la suerte de ser absorbido por el relato oficial y las vicisitudes de su vida habrían sido consignadas en el anecdotario del olvido. Porque el olvido, justamente, es el relato que quieren imponernos a como dé lugar (miren, por ejemplo, quién está al frente del Centro Nacional de Memoria Histórica, sus omisiones y manipulaciones), y mientras los poderosos se frotan las manos al vernos divididos y despreciando lo que somos, cada día que pasa es una oportunidad perdida para construir ese relato que, como en la Argentina de Maradona, Gardel, El Che, Evita, Mafalda, Borges y Francisco, nos permitiría narrarnos, mirarnos y escucharnos a nosotros mismos, con lo nada fácil que es, con lo doloroso y sanador que puede llegar a ser.

Medellín, barrio Castilla, 27 de noviembre de 2020