El Cronicario

Un ratón

22 / 09 / 2019

¿Acaso era el momento para descubrir que el ratón con el que se había escrito durante años era pura ficción?

Desde que se le cayó el primer diente la alenté para que le escribiera al Ratón Pérez. Se me ocurrió responderle la carta que había dejado sobre su mesita de noche hablándole de ella y un poco acerca de mí y mi trabajo como ratón especialista en recoger dientes.

Lo que para mí era un juego, para ella se convirtió en un ritual que la desbordaba de emoción: esas mañanas daba gritos y saltos de alegría porque el ratón le había dejado un mensaje.

—Quiero verlo mami, —me dijo una vez.

—Lo voy a esperar despierta—

— Ni se te ocurra. Si haces eso, no viene—

A veces me parecía que me tomaba el pelo, que en el fondo sabía que no era cierto, pero en sus ojos se veía ese brillo que sólo podía ser de fe.

Los dientes se aflojaban y con ellos llegaba otra oportunidad. Me moría de risa con las ocurrencias de las cartas que le escribía, en las que le contaba con lujo de detalles cómo se había aflojado el diente y cómo finalmente se había caído, si se lo había sacado una profe que era experta o alguno de nosotros con la ayuda del hilo dental y un poco de torpeza. Acompañaba los mensajes con dibujos del ratón, lo imaginaba con orejas largas y dientes grandes, quizá de forma inconsciente creía que el ratón que se dedicaba a recogerlos, tenía que tener unos muy finos.

Una de esas mañanas me dijo:

—Mami esta parece tu letra

—¡Pero cómo se te ocurre! —le dije, explicándole que yo no podía tener esa letra tan fea y temblorosa (la que me salía de mi mano derecha titubeante).

Pareció quedarse tranquila y siguió en lo suyo, contenta además porque el ratón, junto a la carta, le dejaba algún billete de baja denominación con el que podía comprarse dulces en la tienda del colegio.

Una tarde, en que estaba buscando algo, abrió uno de los cajones de la vieja máquina de coser. Ahí había puesto yo un pequeño ratón de plástico en el que guardaba los dientecitos. —Mami ¿qué es esto? ¿Entonces el ratón Pérez no existe?  —Miré ese ratón y vi su cara, sin saber cómo sostener el hechizo que se rompía.

Y le solté: —Hija, es que el ratón devuelve a veces los dientes, sólo a veces, —dije. —Volví a mirarla, con tanta convicción que ella con una voz más suave, dijo —¿Ahh sí? ¿Y por qué? —Pues porque él se los lleva y en su gran fábrica, intenta sacar moldes de los dientes, y si lo logra, devuelve los originales. Guardó silencio y se fue a su cuarto sin decir una palabra.

Los dientes siguieron cayendo. Una vez le dejó un vasito de leche con galletas, además de la respectiva carta. Me di cuenta de que a pesar del accidente pasado, su ilusión seguía intacta, o al menos así me lo hacía creer a mí.

***

Los años han pasado y a veces me parece que mi hija va a mil por la vida. No se le escapa una, agarra al vuelo conversaciones de adultos y termina dándose cuenta de todo. En la radio suenan coros de “nalga y tetita”, y a veces canta “nadie te lo hace mejor que yo”, pero quien creyera, su amistad con el R.P. todavía está viva. Hace un tiempo se le cayó una muela en el colegio y ese día la olvidó dentro de su pupitre. Estaba angustiada porque el ratón no iba a venir, le dije que podía traerlo al día siguiente y él seguro vendría después, que no se preocupara. Esa noche le dejó la carta. Cuando se despertó, encontró todo en su lugar: la carta y la muela; no había rastro del ratón por ninguna parte. Le dije que posiblemente estaba confundido por el olvido de la muela en el colegio (mientras me reprochaba mentalmente mi descuido). Le sugerí que le diera otra oportunidad. Esa noche hizo lo mismo y se durmió tan tarde que no pudimos dejarle nada antes de acostarnos. Al amanecer me fui a escribir la carta, haciendo la letra muy pequeña y torpe, agradeciéndole por la muela y felicitándola porque era una niña muy querida. Esa mañana me fui temprano y se la dejé con un billete en su mesita. A mi regreso la encontré feliz, el ratón había vuelto a aparecer, el hechizo todavía resistía.

Pero esta mañana le pedí que recogiera su desorden, y un rato después vino cabizbaja.

—Mami mira, encontré esto en un estante. Se parece mucho a tu letra, entonces el ratón no existe.

Era una carta vieja que le había dejado el ratón con un mensaje en el que le agradecía, todo en mayúsculas. La miré a los ojos, pero esta vez no pude decirle nada. ¿Acaso era el momento de que descubriera que el ratón con el que se había escrito durante años era pura ficción?

Mi hija bajó la mirada y con un gesto de decepción se fue a su cuarto. Yo me entristecí por ella, por su ilusión perdida. Recordé la historia de Kafka y la niña con la que se había topado un día, y que estaba desconsolada porque había perdido a su muñeca. Él le prometió buscarla pero no lo consiguió. Y tuvo una idea: escribió una carta escrita por la muñeca en la que le decía que no estuviera triste, que había partido de viaje en busca de aventuras. Así, el escritor continuó una correspondencia secreta hasta que llegó el momento de regresar. En vez de una carta, Kafka le entregó una muñeca, que por supuesto, no era igual a la original. En un mensaje estaba escrito: “Mis viajes me han cambiado”. De algún modo había logrado mantener vivo el hechizo y crear en la mente de su amiga una fantasía que le permitía seguir haciendo frente a la sucesión de los días.

Hace un rato leí el tuit de alguien que decía que cuando una relación terminaba, se moría también todo un idioma que era fruto de la vida que dos personas tenían en común. Un sinfín de códigos, gestos, palabras inventadas, jerigonzas, apodos, mil maneras de nombrar la historia compartida. Me pregunté si no se trataba de eso la vida: un constante saludar y despedirse, puertas que se cierran y ventanas que se abren, muertes y renaceres. Si todo esfuerzo que hacemos, la ilusión de una amistad, un amor, un proyecto, no es un inventarnos una realidad, una manera de ver el mundo con la que podamos sentirnos más cómodos, más a gusto y más libres, ese anhelo hondo de jugar a ser otros, de tentar al destino, aunque al final las cosas no resulten como esperamos y venga la desilusión y el hechizo termine.

Pienso en lo paradójico de la relación con los padres. Son ellos quienes nos cuidan, nos muestran el mundo, nos preparan para vivir. Son ellos los que alimentan nuestras primeras ilusiones, nos llenan de valor, nos enseñan a creer. Tal vez por eso nos cuesta tanto aceptar descubrir que esos héroes no son más que seres de carne y hueso; que en el fondo están tan desamparados como nosotros, aterrados por no poder estar a la altura de las circunstancias. Y tardamos un tiempo en comprender que es hora de llenarnos de nuevas ficciones para seguir vivos, para seguir creyendo.

No sé si mi hija ha dejado de creer en el Ratón Pérez. Si ese pequeño ser imaginario se ha desintegrado del todo en su consciencia y ahora deba comprender que la vida la vamos tejiendo un poco así: de historias, emociones propias y ajenas, sueños, dolores y melancolías, y que todo eso va caminando con nosotros, a veces en forma de sombra y a veces en forma de luz.