Fiesta del libro

Cruzar un puente de raíces vivas

10 / 10 / 2020

Estamos constituidos por recuerdos y estos no siempre corresponden a nuestras vivencias, las experiencias de nuestros padres y antepasados son también nuestra historia. De ahí que el desarraigo de los míos sea para mí materia de exploración.

Siempre soñé con el regreso. Ha de ser esta necesidad de palpar los recuerdos. Escuchar el resuello de las montañas y batirme a duelo con los vientos helados de sus cumbres. Este suelo no es apto para echar raíces, apenas si he podido mantenerme a resguardo de los depredadores, apenas si he conservado mi nombre. Vivo en tránsito, recorriendo los estrechos caminos de mi pueblo, aunque ruede sobre el asfalto.

 

Advierto que esas no son sus palabras, son las mías, pero parece que la escucho mientras tomamos un café sentadas en la cocina. Sus remembranzas son materia de un universo que exploro, suplantando su anhelo de volver, intrigada por conocer el destino de quienes quedaron allí.

Así me lo contó:

Cuando llegamos, vi un mundo triste. La lluvia lavaba las ventanas del carro y por la calle bajaban arroyos fangosos. El taxi nos dejó donde terminaba el pavimento y tuvimos que caminar un buen trecho por un improvisado sendero de piedra. La casa estaba colgada en un terreno faldudo y era de ladrillos a la vista, con ventanas de madera. Más allá se veían otras viviendas formando una fila que terminaba en una especie de potrero donde había dos caballos pastando.

Nos recibieron con un caldo caliente, arepa con quesito y aguapanela. Era la primera vez que veía a mis primas, y a la tía apenas la recordaba. Nos había visitado una vez en la finca. Después de las preguntas de rigor sobre mi familia y cómo había sido el viaje, mi tía nos entregó la llave para que nos acomodáramos en el piso de arriba.

No era más que un cuarto con una cama, una mesa, dos taburetes y un mesón donde había un fogón, varias ollas y alguna loza apilada. El piso era de cemento y las paredes no tenían estuco. Ni siquiera había una poceta. Me dijeron que por el momento tendríamos que cargar el agua en un balde. El baño estaba afuera, encerrado entre listones de madera. Miré a mi alrededor. Una luz escasa entraba por una ventana a medio abrir y apenas entibiaba el ambiente. Me senté en la cama tratando de habituarme a ese espacio reducido, y la desolación me acometió. No había naranjos, ni jardín, no se escuchaba el murmullo de la quebrada, no podría sumergir mis pies en sus aguas verdosas. No estaba mi cuarto ni el espejo de cuerpo entero donde miraba a mi antojo cada detalle de mi atuendo. Comprendí que había perdido el cielo. Desaparecía todo lo que era mío y de ahí en adelante solo me quedaba colonizar esa pequeña área hasta convertirla en nuestro hogar.

Puse la maleta sobre la cama y empecé a sacar la ropa para apilarla sobre uno de los taburetes. Qué lejos estaba el ideal de tener una casa de verdad, adornada con mis carpetas de crochet y manteles bordados en punto de cruz. Tendría que pasar el día entero asomada por la ventana, tratando de comprender una ciudad ajena. Y era un intento frustrado. Parecía que me marchitaba con el cambio de aire y de temperatura. La ciudad me ahogaba sólo con mirarla desde arriba, encajonada y apiñada, lista a tragarme si no aprendía mecanismos de defensa.

Pensaba en ellos, en mis padres, a merced de las amenazas. En mi madre tarareando una canción en la cocina, ahogando las lágrimas en ese canto, y a mi padre con la respiración contenida cada que alguien asomaba por el camino de acceso a la casa. El miedo iba de boca en boca, la desconfianza ardía en los ojos de los vecinos que temían ser señalados como de un bando o del otro. Los recuerdos se movían entre las llamas que consumieron las paredes de la escuela y los gritos de pavor de las mujeres que vieron cómo se llevaban a sus esposos a rastras y previeron su destino en una fosa.

Era menester salir de allí. Mi padre se resistía. Mi madre le rogaba que no lo aplazara más. Mis hermanos menores seguían engañados en sus juegos de niños. Y a mí se me presentó la oportunidad de irme del brazo de un hombre bueno que decidió zafarse de las garras del odio partidista y prometió encontrar un lugar seguro para los dos, aunque no fuera fácil.

 

Y no lo fue. Tuvieron que arañarle a la ciudad los pocos recursos que les brindó para vivir dignamente. Construyeron una casa, lograron enviarnos a la universidad, nunca nos faltó alimento. Pero para lograrlo, dejaron jirones de piel en largas jornadas de trabajo pesado y mal remunerado. No les fue posible abandonar su vocación campesina. Ella insistía en criar gallinas en la terraza de la casa y él cultivó una huerta en el antejardín. Mi madre usaba los tarros de las galletas para plantar flores y mi padre no encontraba mayor placer que andar descalzo. Conocí su pueblo a través de sus relatos. Tantas veces nos narraron sus paseos a caballo, las refrescantes zambullidas en la quebrada, las fiestas a ritmo de tiple y guitarra, y el deleite de contemplar un paisaje verde oscuro, verde claro, verde amarillo. Verde verde. Los gajos de los árboles vencidos por el peso de las naranjas y los mangos a su alcance, y la casa resguardada bajo enormes nogales que se mecían con el viento y dejaban pasar, caprichosamente, los rayos del sol formando sobre el piso rústico todo un mosaico de luces y sombras.

Ese fue el paraíso que perdieron.