Literatura

Descatalogado por destrucción

15 / 06 / 2017

Una visita a la Biblioteca Infantil de Santa Elena terminó convertida en un viaje al tiempo, y todo gracias a un volumen de la Biblioteca Fantástica.

…lo malo es que justamente a esa altura, cuando casi nadie ha aprendido a remontar la piedrecita hasta el Cielo, se acaba de golpe la infancia y se cae en las novelas, en la angustia al divino cohete, en la especulación de otro Cielo al que también hay que aprender a llegar. Y porque se ha salido de la infancia se olvida que para llegar al Cielo se necesitan, como ingredientes, una piedrecita y la punta de un zapato”. Rayuela, Capítulo 36. Julio Cortázar. 

Siempre me acuerdo de Rayuela y la necesidad urgente de jugar y no crecer como nos pide el mundo. De ser por siempre locos bajitos. Lo que pretendía esa tarde de domingo en la Biblioteca Infantil de Santa Elena era salir a lo sumo con tres libros: uno de monstruos, otro de unicornios y otro de animales. Se me olvida a ratos que lo que nunca aprendí en la vida es “ir ligera de equipaje”. En la escuela, desde que aprendí a leer, cargaba el diccionario, los colores, los marcadores, los 12 cuadernos de las seguras doce clases del día, pero si tocaba clase de ciencias naturales, entonces debía llevar además de los colores, los libros que pedía la escuela más el tomo sorprendente de mi Enciclopedia Ilustrada para enseñarle a mi amiga Oriana lo sorprendentes que eran los elefantes. Nunca aprendí a ir ligera.

Por eso ese domingo salí de la Biblioteca con nueve libros ilustrados sobre monstruos, animales y unicornios… pero también con un bonito recuerdo.

Para empezar el ritual de revisar los libros que alimentarían mi universo visual de amigurumista (Amigurumi es un arte japonés que consiste en hacer unos muñequitos tejidos en crochet. El amigurumi ha hecho de mí una mujer reposada y meditativa), me senté en la sala de cómputo a digitar palabras como monstruo, unicornio y animales. Cuando se llegó el momento de los animales miré con entusiasmo los títulos tan maravillosos como los animales mismos. Hubo un libro, Animales de la selva, que quise revisar. Sin embargo, éste título tenía la siguiente descripción: “Descatalogado por destrucción”. Me causó simpatía lo catastrófico de la descripción y continué con la búsqueda.

Mientras escarbaba la sorprendente Biblioteca Infantil de Santa Elena — porque todo hay que decirlo, Santa Elena tiene una biblioteca muy bien dotada y sustanciosa —, me encontré con el Patito Feo de la Biblioteca Fantástica. Al adelantar la vista en la sección, recorrí el sorprendente tapete de color azul que guiaba mi mirada a un sentimiento conocido y precioso: la infancia. Recordé la Biblioteca de Comfama de Pedregal y las mañanas de sábado con papá cuando lo seguía insistente para que me trajera los tres libros de la Biblioteca Fantástica de Costumbre, que por supuesto llevaba también a la escuela en mi maleta de Minnie Mouse con rueditas. “Tocó así, o sino esta muchacha se va a partir la espalda”, decía la madre.

Los sábados en la mañana, como ya sabía dónde estaban los libros, iba por ellos y me los tragaba. Los tragaba ávidamente. Aquel domingo no fue la excepción, me senté a un extremo de la Biblioteca Infantil en una sillita amarilla, con otros niños que estaban allí destruyendo libros, pues volví a ser una más, y me dejé llevar de nuevo por Ali Babá y los cuarenta ladrones, volví a emocionarme con la expresividad de los rostros ilustrados del cuento El zar Soltán, volví a la Isla del Tabaco, a los cuentos mayas, a los cuentos de los Hermanos Grimm, a los cuentos tradicionales, volví a la Biblioteca Fantástica con los ojos llenos más de infancia que de análisis.

Estuve muy emocionada aproximadamente treinta minutos. Cuando torné la vista a mis compañeritos de sala, ésos locos bajitos, que pasaban estruendosamente las páginas de los libros que los envolvía en ese justo instante, recordé la descripción que hizo la introducción a mi búsqueda: “descatalogado por destrucción”.

Los niños no comprendemos de destrucción, solo sabemos, como escribió Cortázar, de una piedrecita y la punta de un zapato. Se creen los adultos que domesticar a los niños es enseñarles a pasar las páginas de los libros. Se creen los adultos que hay que enseñar a los niños a leer, cuando en realidad lo que hacen los adultos es mostrar las letras, pero ellos solos aprenden que las mismas letras que les muestran los adultos son puertas y ventanas. Nadie me dijo a mí de niña lo grandiosa que sería la Biblioteca Fantástica a mis treinta años, al convertirse en una máquina del tiempo.

Empecé a despertar de mi ensueño literario guiado por el recuerdo; poco a poco, con nostalgia, volví a mi cuerpo de adulta. La loca bajita que estaba en frente de mí, sentada en un cojín morado, me dijo resuelta para rematar mi ensoñación: “Usted está muy grande para leer cuentos”, y se sonrió con su vecina enana. Yo desperté del todo y repliqué: “Ay, sí. Qué tristeza. Tú no crezcas nunca”. Y sonreí.

Miré a mi alrededor. Había allí ocho niños concentrados. Pensé que es un muy buen número lector para un domingo. Y les envié a esos chiquiticos un mensaje de batalla desde la dimensión de mi pensamiento: ¡Vamos chicos, destruyan todos estos libros!