Literatura

Brevedad de los cigarrillos

18 / 06 / 2018

Un cigarrillo puede ser el preámbulo a una conversación, lo que una a dos desconocidos en una ciudad sórdida y difícil. Un cuento del autor barranquillero John Better.

Seré una oveja negra, pero mis pezuñas son de oro.

P.B. Jones (bajo los efectos de la gripe)

Dedicado a los del plan travesti

 

Sea un travesti pitando su húmedo Pielroja en alguna esquina del barrio Santa Fe, un mediano ejecutivo pidiendo con fingida decencia “por favor, un Marlboro”, o una niña precoz fumando a escondidas las colillas de su hermano el punk; los cigarrillos contienen la brevedad necesaria para contar una historia. No al estilo de Jim Jarmusch, donde éstos se acompañan con café tinto, y el blanco y negro de la pantalla acentúa un amargo encuentro entre Tom Waits e Iggy Pop. Más bien, ésta será una historia rara e incluso breve, la historia de alguien que empieza diciendo: “¿Fumas?” Y en esa pregunta está contenido un oscuro propósito.

Había una vez un hotel en pleno centro de Bogotá, pero también una biblioteca pública y un museo; lugares que solía frecuentar esos primeros días en una ciudad que es como una maqueta de césped y vidrio por un lado y, por el otro, una callejón infesto de orines y heces de una legión que subsiste bajo los ductos y las piezas de mala muerte del centro y sur de la urbe.

– ¿Fumas?– dice el sujeto que me ha venido siguiendo desde que salí del museo de arte moderno, luego de haber visto una precaria exposición de David Hockney. Basta con un leve movimiento de mi cabeza aceptando su invitación y ya estoy sentado en una de estas cafeterías del centro, con sus inmensos vidrios panorámicos, a través de los cuales uno ve desfilar a ese pastiche citadino, tan riguroso y afanado al mismo tiempo. “¿Hacia dónde se dirigirán?”, me pregunto. Cuando se habla con un desconocido, al menos en mi caso siempre empiezo mintiendo:

–Me llamo Alejandro… Sí, acabo de llegar a esta ciudad… No, no conozco a nadie… ¿Casa? No, amigo; un hotel aquí a unas cuantas cuadras… Uhmm, se llama La cuna de Venus… ¿Cuánto pago? Quince mil pesos diarios.

El café La Normanda es uno de los lugares del centro donde se puede hablar y, sobre todo, fumar con tranquilidad, desde que se puso en marcha aquella ley sobre fumar en recintos cerrados. Me siento cómodo realmente y este tipo me resulta agradable, al menos lleva puesto un buen traje, sin hilos sueltos ni remiendos; una bonita corbata de tono cobrizo y plateadas mancornas en los puños. Su rostro es saludable, luce como si acabara de tomar una ducha con agua caliente. Tiene unos cuarenta años aproximadamente, me dice que trabaja para gente importante, que tiene su auto aparcado aquí cerca, que le gusta el centro y su gente, bla, bla, bla. Que le gusta hacer amigos, bla, bla, bla. Que desde hace años anda buscando no sé qué cosa, bla, bla, bla.

–Bueno, mi amigo, aquí tienes lo que andabas buscando– le digo. El comentario le arranca una corta sonrisa que me permite ver sus dientes, largos y filosos; levemente manchados, pero pulcros.

– ¿Un trago?– pregunta.

El sabor del vodka, en un clima como el de aquí, cae de maravillas a cualquier hora; más cuando ya empieza a caer la tarde y los cerros se cubren de una gasa espesa, una cortina helada que desciende hasta las calles de Bogotá, haciéndolas lucir más tristes que de costumbre.

Luego de beber un par de tragos, esta charla se va haciendo más amena, al punto de tocar ciertas infidencias. W es un tipo realmente fascinante, tiene un agudo sentido del humor. Del otro lado del vidrio vemos pasar fugazmente a un curioso personaje: una vieja gloria del boxeo colombiano, un hombre negro vestido con una chaqueta de cuero que le llega un poco más abajo de la cintura, jeans desteñidos y un paraguas que luce raro sobre él.

–Ese sujeto tuvo el mundo en sus manos– comenta W –y no hay nada más peligroso que un boxeador con el mundo en sus manos. En cualquier momento lo pueden coger a golpes hasta no dejar nada.

–Algo hay que golpear en esta vida– le dije.

–Y dime Alejandro, ¿cuándo llegaste a Bogotá?

–El 9 de junio de 2004– contestó casi como un autómata, como repitiendo una frase que ha sido grabada mil veces a lo largo de una cinta, como si recitara mi nombre completo o el número de la cédula o la fecha de mi nacimiento. Pienso que uno no debería guardar registros exactos de nada, si acaso un agradable recuerdo de la infancia o la adolescencia. Pero el hecho de rememorar una fecha equis, poder reproducirla con tal exactitud hasta develar sus más íntimos detalles: la descripción metódica de aquel día, el clima que hacía, las nomenclaturas de edificios vistos, frías voces a través de citófonos diciendo “lo sentimos, no podemos ayudarlo”, “váyase, por favor, o llamaremos a la policía”, “el señor Hat salió de viaje esta misma tarde, deje su nombre y le daré su mensaje”, nos hace sentir más seguros.

Todas esas voces e imágenes indican que algo sucedió, que la cinta aún no se ha borrado, que algo muy dentro hizo ¡bang! Y ese eco todavía resuena. Que al igual que a una res, la vida te puso un atizador encendido en el cuero para que no se te olvidara nunca, y mi marca decía: “9 de junio de 2004”.

– ¿Te pasa algo, otro cigarrillo Alejandro?– dice W.

Al escucharlo hablar, al oír ese tono de preocupación en su voz, la forma en que me brinda fuego para encender mi cigarro, como diciéndome “caliéntate un poco”, me hace pensar que, si tal vez lo hubiese encontrado por accidente aquel día, si a lo mejor… ¡No! Bogotá ya me tenía preparada una inolvidable bienvenida, pero aún no es tiempo de contar esa historia, necesitaría una caja entera de largos y fuertes cigarrillos, e ir soltando muchas bocanadas de humo negro, igual que una chimenea en la cual quemáramos cartas y fotografías de alguien a quien realmente odiemos. Y mi odio tiene nombre propio, el nombre de un respetable señor de la literatura colombiana, un maldito hijo de puta que me dejó solo en las fauces de una ciudad que no logró engullirme por completo, una ciudad que me otorgó las oscuras credenciales para escribir un libro completo al que llamaré: “EL SUCIO SEÑOR HAT”.

–Cariño, dijiste que me ibas a contar una historia y apenas si has hablado desde que llegamos– dice W.

Los moteles bogotanos, al menos los del centro, son unas ratoneras inmundas. A través de una diminuta ventana en esta habitación veo claramente la Séptima, atestada como siempre. Es curioso, pero entre la multitud distingo un par de rostros conocidos. A diferencia de otros sujetos con los que me he tropezado una tarde lluviosa, W es el único a quien le he contado que escribo. Es un tipo sensible y, al menos, no huele mal. No carga ese olor a trapos mojados que llevan encima esos señores bogotanos, tacaños del diablo que se la pasan merodeando de un lado a otro del centro viendo qué se pillan por unas cuantas monedas.

– ¿Por qué preferiste venir a este lugar? Podríamos haber ido a otro más limpio– dice W.

Con la misma frecuencia con que iba a museos, iglesias o parques, mi curiosidad me condujo a todo tipo de antros: saunas, scorts, discotecas y los famosos (y no muy agradables) video-bares del centro, salones hediondos a desinfectantes y pequeños compartimentos de proyección de pornografía en donde te la maman por veinte mil pesos. Húmedos laberintos, tan oscuros como boca de lobo, templos del sexo rápido en una ciudad rápida y despiadada. Y en aquella felposa oscuridad, el agazapado rumor de una presencia: algún marica que suelta su vaho de animal sofocado y te dice “ven”. El video-bar es para eso, para “ir” cuando alguien dice “ven”, sin cruzar una palabra, sin decir absolutamente nada, porque en segundos tienes la boca atorada con el paquete dentro, bombeando su rigurosa marcha. “Ay, amor, pero quisiera ver tu rostro”. ¿Y para qué un rostro en un lugar como éste, en una ciudad como ésta, si desde que llegaste a Bogotá te has llamado Efraím, Alejandro, Fernando, y nunca te has molestado en dar las gracias cuando te extienden el billetito azulado o haces de tripas corazón y te llevas hasta el último peso que tienen en los bolsillos.

–Ven aquí conmigo, Alejandro– indica W, acariciando la cama.

Quince minutos más tarde:

–No has dicho nada, ¿estuve así de mal?

–Lo hiciste bien, W. No te preocupes, que tan solo pensaba– dije, mientras rozaba una húmeda mancha de semen sobre la sábana.

– ¿En qué pensabas?

–En aquella vez que estuve preso, un galpón asqueroso al que llaman la URI. Me pregunto si tú me hubieses ido a buscar, si me hubieses llevado algo de comer, si de pronto…

En pocos minutos, W se ha vestido y se despide algo nervioso, argumentando un asunto pendiente. Pude ver, por la pequeña ventana de la pieza, cómo se alejaba calle arriba un poco más tranquilo. Creo que no debí mencionar el asunto de la cárcel, pero ya era demasiado tarde, ¡y en verdad que lo era! Así que bajé y toqué el timbre de salida. La encargada del hostal, una mujer corpulenta con el rostro forrado en una gruesa bufanda de lana, me dice en una voz amortiguada:

–Su amigo dejó la habitación paga hasta mañana al mediodía, pero sólo hasta el mediodía– y siguió murmurando algo que no entendí, mientras abría la reja.

–Está bien– dije. –Sólo voy por cigarrillos, enseguida vuelvo–.

Pero no lo hice.

*Este cuento fue publicado originalmente en el libro Locas de felicidad (2009), de la editorial Iguana Ciega, y recientemente traducido al inglés por George Henson, profesor de la Universidad de Texas, para la revista Your Impossible Voice.

*La foto de perfil del autor fue tomada por Carlos Capella e intervenida por Andreina Ocampo.