Literatura

Carta al autor angustiado, parte III

20 / 04 / 2020

“Un comentario marginal, como diatriba, sobre la epidemia y sobre los eruditos que le temen al hecho mismo de temer”.

Parte I

Parte II

Al comienzo de esta retahíla, mencioné un par de afinidades conceptuales que creo que la tesis en el libro de Han comparte con los sistemas de pensamiento de Judith Butler y Jacques Derrida. Y lo mencioné porque las implicaciones de la interrelación entre la restricción de la agencia de las personas en los países asiáticos de la que habla Han en su ensayo, y las dicotomías mediante las que desarrolla su manifiesto contemplativo, apuntan a esencializar la disposición y la comprensión de esas personas sobre su propia realidad social, de una manera que socava la idoneidad de la vita contemplativa de modo que, aunque se mantiene la similitud entre su abandonamiento y negación de la positividad extenuante de la sociedad del éxito con respecto (1) a la crítica que Butler le hace a la asumidamente esencial sustancialidad del sujeto político idóneo de la moralidad normativa (en el campo de los estudios de género, pero muy relevante para esto de todos modos); y (2) a la crítica que Derrida le hace a la asunción de que todo acto está socialmente significado y legitimado de manera predeterminadamente inherente, propia de la metafísica occidental tradicional.

Adicionalmente, las presunciones de Han sobre las personas europeas y asiáticas también me recuerdan la connotación gnoseológica y procesalmente genealógica que Derrida usó en la palabra “rastro”, en su apofático sistema de pensamiento, así como al espectro de su hauntología/fantología (su espectro, su fantasma logicizado es nada más y nada menos que Marx. Pero entre esa connotación y la eventual reapropiación del término en los campos de la crítica cultural y la estética, en que figura el también ya mencionado posmarxista Mark Fisher, se le puede construir aperturantemente otro vector al horizonte de sentidos de esta crítica).

Aunque la tesis del libro no tiene implicaciones explícitas sobre la construcción y configuración de un sujeto político (que sí la tienen otras de sus obras, más centradas en la cuestión del poder), sus dicotomías como herramientas de interpelación del cansancio sí permiten bosquejar al sujeto político por el que el autor aboga: uno que, si bien puede reconstruirse a sí mismo partiendo de la negación a la extenuante positividad en extremo, de todos modos sólo cuenta con dos vectores de construcción en su horizonte de sentidos, que serían alguna de las dicotomías. Y dado que, en el ensayo sobre la epidemia, también introdujo el problema de la soberanía y una dicotomía sociológica tan esencializante como excluyente (en su cartografía no aparecemos los latinoamericanos, no aparecen los africanos, y ciertamente no aparecen los asiáticos que él no podría supeditar a las experiencias de mundo “confucianistas”; por lo que el hombre no entiende que las cuarentenas a nivel nacional y las restricciones aéreas no son mera cuestión de soberanía, sino una necesidad ante la prolongada negligencia de los mismos gobiernos al no proveer sistemas de salud con cobertura universal e inalienable), el asunto me remitió casi de inmediato a las identidades binarias que Butler, tan contundente y prolíficamente, se ha encargado de criticar para igualmente ampliar ese horizonte de sentidos, y que tienen todo que ver con las generalizaciones de las que Han hace uso.

En las dicotomías activo-contemplativa y positivo-negativa (de las que bien pudo haber echado mano Han porque, incluso en lo deterministas y tentativamente conservadoras, en el plano ético, serían menos inadecuadas que el prejuicio orientalista), el sujeto político lejanoasiático del ensayo aparece en el lado activo-positivo mediante la intervención de las tradiciones en torno a Confucio que promueven un respeto reverencial y subordinante ante la autoridad y la ley (como era, según los relatos sobre la vida de Confucio, “su sueño” ser consejero de un gran y poderoso jerarca): un consumo austero, una modestia inquebrantable, y una contemplatividad que reúna irreflexiva y activamente todas estas actitudes con el fin de preservar y perpetuar una armonía holística en las relaciones de poder prevalentes, las que por esa misma razón no deberían dejar de proveerle bienes y servicios a su sujeto político idóneo.

Haciendo de cuenta que Han “tiene la razón”, la compulsoriedad de este orden moral “confucianista” es justamente donde aparece el rol de lo comportamental, de lo repetitivamente performativo (como en las caracterizaciones de género que Butler socava) que, desde las relaciones de poder prevalentes -relaciones de poder a partir de las que se constituye ese sentido de idoneidad que el gran relato procuraría mantener como dispositivo de disciplinamiento-, se asume como la única legalidad y moralidad posible mediante una especie de metafísica de la presencia (y acá ya entra mi apropiación del lente de Derrida) de lo legal, de una asunción eminentemente nomianista porque iguala a la expectativa legal prevalente con lo coercitivamente omnisciente (palabras omniscientes, rollos omniscientes, grafemas omniscientes, logos omniscientes sin ninguna mano directamente ejerzora más que la espectralidad de “la tradición”), con lo único moralmente posible y con lo único posiblemente posible, lo único que posiblemente puede jamás ejercer cualquier juicio aprobador y protector porque a priori, mediante la vigilancia y consulta a los ancestros (otro de los componentes de la ética de la tradición en torno a Confucio, al menos sobre el papel) se da fe de su adecuabilidad, de su predestinamiento en un orden infalible.

Pero, ¿y qué? ¿Qué nos puede decir, sobre la preparación ante las contingencias masivas y la funcionalidad de los sistemas de salud con cobertura total y debidamente financiada a nivel nacional, el socavamiento de una hipotética rigidez metafísica? ¿Y qué nos puede decir el asumir esa preparación sin sospecha, sin socavamiento alguno? Porque, sí, hay un montón de cosas ética, moral y políticamente reprobables en la sobreconfianza y sobredependencia de las personas de a pie en las compañías que prestan sus recursos para que los gobiernos ejerzan vigilancia casi absoluta sobre todos sus gobernados, sólo por el mero hecho de que sean las mismas compañías que permiten el exceso de comunicación e información que Han también critica en su libro. Pero casi nada de eso se debe a un supuesto “confucianismo” monolítico y, por el contrario, otros aspectos de la ética de la tradición en torno a Confucio, como el respeto por las leyes en tierra extranjera y la despreocupación hacia las cuestiones de ultratumba, servirían para socavar -por ejemplo- los prejuicios que han motivado la opresión del gobierno de la república popular hacia los musulmanes uigures (teniendo en cuenta que Xinjiang es parte de la república popular porque, al igual que al Tibet, lo invadieron como parte de la revolución y conformación territorial que ahora tienen) y la actitud obstinadamente rezandera de los surcoreanos evangélicos que ayudó a propagar el COVID-19 en la ciudad de Daegu hasta tal punto que la convirtieron en el principal foco de la epidemia, por fuera de la república popular en ese lado del mundo (¿quién se imaginaría que una actitud tan simple y deliberadamente contemplativa pudiera provocar tanto daño? ¿Quién? ¿Pero quién?).

¿No serían más bien -y trayendo a colación al Marx escatológico de Derrida- los espectros de todas las catástrofes naturales y “naturales” que históricamente también han influído ineludiblemente a la moralidad y el imaginario de lo público (los espectros de todas las veces en que la sobreexigencia de la posibilidad y el lograr se actualizó como el socavamiento del ideal y de la idoneidad que se supone que el orden ético imperante debía ayudar a eludir, los espectros de todas las veces en que la irreductible homogeneidad de las agencias aglutinadas en lo ecosistémico se coló entre las grietas del monolito ideológico para erosionarlo, todas las veces en que el imperativo moral del partido, la empresa, el capital y/o la nación no condujo a una realización progresivamente utópica sino, por el contrario, a enfermedades, agotamiento, pesadumbre y muerte; como el liberalismo desde el que Francis Fukuyama declaró el final de la historia humana, en contraste con el horizonte de posibilidades a través de la distensión de la emancipación en clave marxista, de su reformulación y resignificación para quitarle, al leninismo y al estalinismo (y, sobre todo en este caso, al híbrido estalino-mercantilista de la República Popular),  su duopolio sobre el proyecto sociopolítico contracapitalista) y que, a su vez, gradualmente se han transformado en los motivos del agotamiento crónico y extremo aislamiento que tanto preocupan a los gobiernos de aquellos países?

La realidad del sujeto político que Han afirma para los países en cuestión, casi a modo de arquetipos, depende de realidades históricas tan determinantes como indeterminables por el paradigma confucianista por sí solo, que al hacer caso omiso de ellas resulta tan cómplice del supremacismo “occidental” como también lo sería afirmar que ese “soft power”, esas relaciones de poder sutiles y graduales mediante las que se les ha colonizado, no han tenido consecuencias graves. La transición hacia las relaciones de producción propias de la sociedad disciplinaria requirió que los gobiernos locales manipularan y/o reprimieran en gran medida aquellas costumbres y ritos arraigados colectivamente que sabotearan las posibilidades de producir bienes y servicios a la supermasiva escala a la que eventualmente se llegó: en Japón, los ritos del Shinto fueron un imperativo nacional en varios momentos a lo largo de la primera mitad del siglo XX porque le permitían a los gobiernos promover sus intereses en forma de espiritualidad; en Corea del Sur, se redujo la cantidad de practicantes de la tradición nacional y el budismo para favorecer la evangelización que ahora lo tiene como el país en el mundo con la iglesia pentecostal con mayor cantidad de seguidores en proporción a su total de habitantes; y ni qué decir de la Revolución Cultural en la República Popular.

Además, se evidencia una urgente necesidad de establecer un orden sociopolítico estable y normalizable que motivara a la gente a trabajar y también les disociara de las traumáticas experiencias de la colonización y la guerra que tuvieron lugar, para promover la certidumbre y confianza hacia las instituciones gubernamentales y sus funcionarios: en el caso de China, ante el Imperio Británico, luego ante Japón, y luego ante la Unión Soviética; en el caso de Corea del Sur, ante Japón, luego debido a la guerra civil en gran medida con complicidad de la China maoísta, y luego ante Estados Unidos en la posguerra (de lo que emergió una “gringofilia” de la que los mismos surcoreanos se burlan, como bien puede uno notar viendo el filme Parasite), junto con Japón ahora como colonizados culturalmente y en relaciones internacionales; todo lo cual sugiere un panorama de experiencias de mundo más complejo y tenso de lo que Han hace parecer, incluso sólo desde un vistazo superficial.

Contemplar un orden hegemónico al permitirse el sometimiento a la autoexplotación. En nombre del partido, en nombre de la compañía, en nombre de lo correcto, en nombre de lo moralmente adecuado, en nombre de la nación; pero retraerse, negarse a una vida distinta a la instrumentalizante productividad del mundo laboral capitalista, y hacerlo a modo de activamente contemplar el orden correcto de las cosas, las ganancias de la empresa y el porvenir de la nación. En serio, ¿cómo es a que Byung-chul Han, habiendo leído todo lo que se pueda leer de Hegel, Heidegger y Foucault, y habiendo escrito semejante propuesta de rehusamiento irrefrenable a la Marcuse viviendo en la era digital; no usó su ya elaborada franja conceptual para, al menos, tratar de escribir algo no tan desinformado, no tan paranoico, no tan negrero, no tan subalternista, no tan orientalista, no tan obviamente blanco y eurocéntrico?

En 1878, varios años después de que la monarquía francesa la exilió a la colonia penal de Nueva Caledonia, junto con muchos otros insurrectos que hicieron parte de la Comuna de París, Louise Michel se encontró en medio de otra insurrección. No una para emancipar al pueblo francés en este caso, sino una de los kanaks -habitantes nativos de la isla- contra los colonizadores franceses. La mayoría de los otrora insurrectos parisinos, indignados visceralmente como lo estuvieron contra la opresión monárquica, defendieron al gobierno colonizador local. Razón por encima de barbarie, libertad por encima de ignorancia, modernidad por encima del salvajismo, Europa por encima del resto. Excepto para Michel, que no se había vuelto anarquista por mera canalización de sus más urgentes impulsos libidinales, sino porque había sufrido lo suficiente para comprender que cada pueblo merece autodeterminarse. Y no autodeterminarse en el sentido “me construyo” individualista de Max Stirner, ni en el sentido elitizantemente academicista de leer cuanto sea necesario para someter y determinar todo el mundo por mí mismo; sino en el sentido de ayudarse a uno mismo ayudando a los que me permiten articular el ayudarme a mí mismo como agente que vive en un ecosistema que tiene muchos más agentes, en el sentido de ayudarse mutuamente entre quienes reconocen agenciadamente la instrumentalización y explotación del ecosistema que les permite el mero hecho mismo de vivir.

En una isla del pacífico, con la más cruda precariedad encima y con todas las posibles razones para ser egoísta e indolente, Louise Michel entendió; mejor que el cosmopolita recontraleído y acomodado en el estilo de vida de la burguesía citadina, que ser empático y solidario con el otro no es defender los privilegios de la colonización y el capitalismo; sino que es realmente ser empático y solidario con el otro, que hace falta comprehender y compadecerse del sufrimiento, las carencias y la desesperanza en que transcurre la precariedad del oprimido para contrariarlas.

Insha’Allah, Han no tenga que pasar por todo eso -ni por todo esto- para negarse al activo hermetismo de su experiencia de mundo y contemplar la gravedad de lo que está ocurriendo y lo tan necesario que es resignificar a la producción de conocimiento crítico.