Literatura

Carta al autor angustiado, parte I

9 / 04 / 2020

“Un comentario marginal, como diatriba, sobre la epidemia y sobre los eruditos que le temen al hecho mismo de temer”.

Parte II

Bismillāhi r-raḥmāni r-raḥīm.

Desde hace varios años, un manifiesto llamado La Sociedad del Cansancio (2010) ha estado en boga entre ciertos círculos contraculturales, algunos de liberales de clase media que aparentan empatizar con la clase trabajadora por mero modismo, y cierta parte de los autoayudistas. En la obra del filósofo surcoreano-alemán Byung-chul Han -mucho menos extensa que la mayoría de publicaciones de su género y cuya prosa se asemeja más a un ensayo con citas que a un tratado filosófico en el sentido prevalente desde el siglo pasado- se construye el caso para una contraculturalidad abstemia, en momentos coincidiendo con una especie de contrainteractividad a partir de una dicotomía moral que, si bien apela muy convincente y acertadamente a la pesadumbre provocada por la sobreexposición a los estímulos debido al hiperconsumo y autoexplotación propios de la ontología capitalista (para ponerlo en palabras de Mark Fisher); de todos modos resulta siendo demasiado esencialista, interpersonalmente conservador y tentativamente inflexible para una propuesta de lo revolucionario. O por lo menos “revolucionario” según lo afirma el mismo Han en su más reciente ensayo sobre la contingencia epidémica en la que estamos transcurriendo.

Hay que reconocer lo que se le debe reconocer: pese a su maniqueísmo conceptual (aunque las dicotomías de Han son muy idiosincráticas de su sistema de pensamiento, más allá de que parta de Nietzsche y Heidegger), es muy gratificante encontrar una filosofía de la parsimonia que no implique hacerle apología a una moralidad tradicional ni a un proyecto político autoritarista y/o totalitarista. El sentido positivo en extremo y últimamente extenuante (esa insistencia optimista de que siempre hay que hacer, siempre se puede hacer, siempre se tiene que hacer, siempre se puede lograr, siempre se tiene que lograr) que Han le da al cansancio de la sociedad disciplinaria (noción que, admitidamente, toma de Foucault) y la sociedad del éxito casi es reflejo de la enajenación y sus implicaciones de transformación crítica y sosegadora según Hegel, Marx y Heidegger.

Además, la crítica a la positividad excesiva y agotadora, a la que se nos induce en la sociedad del éxito como imperativo moral: positividad asumida convencionalmente como inmutable y moralmente idónea, y que acelera un proceso de anonadamiento de la creatividad y la vocacionalidad a cambio del remotamente posible (ni siquiera asegurable) incremento de tu particular capital económico, social y patrimonial que, a su vez, te permitiría costear experiencias más realizadoras (en el sentido autoayudístico) y exhibibles para el beneficio de tu reputación y autoestima. También es muy afín a la sustancialidad individual que Judith Butler le critica a la identitariedad y roles de género normativos de la moralidad dominante (que acá vendría siendo una crítica a la percepción del sujeto productivistamente idóneo como substancia incambiable, percepción a su vez diseminada viralmente mediante esa misma moralidad), y a la performatividad depleta de significado y compromiso recíproco -sin estrictas equivalencias- inherentes que Derrida le critica a la metafísica tradicional en gran parte de sus implicaciones de gnoseología de lo social.

Lo que trato de hacer aquí (y espero que de manera semánticamente asequible, aunque siendo plenamente consciente de la incomodidad argumental que esto podría provocar) con el sistema de análisis de Han es seguir, sin linealidad, esta “línea” de pensamiento en relación con su ensayo reciente y en contraposición a los sistemas de los autores mencionados y otros que creo pertinentes. Este, no obstante, no es un artículo filosófico en el sentido rígidamente secuencial de lo academicista; por tanto, acá dejo la advertencia para el lector que esperase justamente eso. Tiene más que ver con una reseña de ideas y obras relevantes para una contingencia muy delicada, articuladas de manera literaria y a modo de retahíla.

Decía, entonces, que el libro de Han se desenvuelve mediante varias dicotomías: cansancio positivo vs cansancio negativo; positividad vs negatividad; actividad utilitarista vs pasividad contemplativo-creativa; lo orgánicamente inmunológico y lo sociopolíticamente inmunológico (y etc.). Todo construido a partir de lo apolíneo y dionisiaco de Nietzsche, e implícitamente desde lo que Heidegger en su Ser y Tiempo considera como lo enajenador del colectivismo (o por lo menos, el colectivismo que él conoció; y teniendo en cuenta que el colectivismo aludido por Han en su ensayo es otro colectivismo) y el camino hacia lo adecuadamente esencial del “ser-en-el-mundo” (que, para fines éticos, vendría siendo una forma extrema y fundamentalista de las anteriores nociones nietzscheanas).

Es la dicotomía de lo inmunológico lo que resulta más prontamente conflictivo y discutible en el ensayo sobre la epidemia como desarrollo de la tesis en el libro: mientras el diagnóstico que Han hace del cansancio contemporáneo -el de la sociedad del éxito, sintetizando ambas ideas justamente en el nombre del libro- es el

provocado por la fundamentalista inmunización hacia lo social y políticamente diferente (cuestión que no es primicia de este momento histórico, pero que sí es exacerbada por su difusión en los medios de comunicación y a través de los aparatos estatales) a diferencia de la otrora inmunización hacia lo orgánicamente perjudicial para el sometimiento disciplinario.

El asunto es que la histeria y la profunda angustia, experienciados colectivamente en este momento, las suscita no una u otra categoría de sociabilidad problematizable sino a ambas. Y no de la manera formalmente retórica en que el chovinismo y el elitismo suelen tratar a la alteridad en la esfera del discurso público (aunque muy argüíblemente sí se ha tratado de taclear así, es exactamente en lo que consisten la xenofobia hacia la gente de origen lejanoasiático, el paranoico chovinismo hacia los venezolanos acá y hacia los refugiados ultramarítimos en España, Italia y Grecia; y la también paranoica matanza de murciélagos, discusión para el activismo animalista que merece su propio debate aparte), sino del modo más atemorizantemente penetrante y circular: una virosis en el aún irreductible interior de los procesos de experiencias sintomática y emocionalmente malestarizantes del otro (en la connotación médica del primer sentido, tal vez {y espero que así lo sea pronto} reductible en cuanto haya vacunas), viajando miles de kilómetros, dispersándose en el aire y sobre los objetos e impregnándonos impalpablemente; provocando que le temamos a esa alteridad y convirtamos sus características externas (color de tez, forma de los ojos, sociolecto, etc. -su constitución sociológica, más cambiante e irreificable de lo que popularmente se suele asumir-) y su irrupción dentro de nuestra rutina, en sinónimos de absoluta amenaza para el carácter asumidamente dual (interior – exterior) de nuestra persona, amenaza que debiera ser reprendida y oprimida a toda costa (avísenme cuando deje de verse tan parecido a la epidemia enceguecedora del libro de José Saramago que, por cierto, es una lectura recomendadísima para las actuales circunstancias).

Y desde nuestras reacciones a la enfermedad, tanto los síntomas orgánicos -aliento enrarecido y “contaminante”, tos, fiebre, dificultades para respirar, secreciones de la dermis, etc.- como los síntomas sociales -ese temor, esa agresiva fobia a la alteridad, a lo más inmediatamente vulnerador, irreductible y ralentizante para nuestra acostumbradamente productivista experiencia de mundo- del virus; el reinicio del proceso cíclico de contagio en nuevos organismos hospedantes. De nuevo: todas las formas de chovinismo y xenofobia que hemos visto durante la epidemia -análogos a la violencia y sometimientos emergidos de la epidemia enceguecedora de la obra de Saramago, y desnudando el pavor, la susceptibilidad, la indolencia e intransigencia de las almas como en la obra de Albert Camus, otra lectura recomendada para este tiempo- siendo los síntomas éticos y sociales de la misma enfermedad que provoca los síntomas del malestar orgánico, abordadas como fenómenos de masas, como cualidades contraídas (la fase pasiva de la enfermedad) y diseminadas (la fase activa de la enfermedad) colectivamente (conjunción que constituye la fase contemplativa de la enfermedad, porque la experiencia de la enfermedad siempre consiste en vos mismo contemplando los daños orgánicos y sociales que esta te provoca, y los efectos de la medicina para sosegar ambas dimensiones del padecimiento). La enajenación según Heidegger, incluyendo las opresivas consecuencias que él mismo pareció no prever al apoyar al nacionalsocialismo alemán.

Dicho de otra manera: si bien el argumento de la inmunización, en términos sociales, es congruente y consecuente con un intento de resignificación, de reconceptualización del conflicto societal, su propia terminología y las circunstancias en que debe desenvolverse la apropiación del ensayo sobre el COVID-19 como desarrollo de ese argumento no sólo sobrepasan su horizonte como herramienta de abordaje y análisis de la epidemia en términos sociales (lo cual no necesariamente le pone en duda), sino que también socavan (y acá sí se pone en duda) la manera prescriptiva en que Han caracterizó, como cosa del pasado (el pasado arcaizante que se encuentra en las grandes narrativas sobre el progreso), a la epidemia orgánica como causa de profundos traumas en las experiencias aglutinadas en el escenario de lo público y, por extensión, al hecho de lo epidémico como un algo inserto y propagado en la sucesión de la vida humana, de su registro y del inevitablemente intrincado y sincopado entramado de experiencias y conocimientos que propician su transcurso.

Y eso a su vez da paso a un desfase, un desajuste, una desafinación en clave de teleologización, de gran-narrativización del transcurrir societal, cosa muy propia del conocimiento de lo social en la modernidad: asumir que hay problemas que real, verificable y prescriptivamente se quedan sólo en el pasado, sin posibilidades de reemergencia; asumir que no ocurren junto con los emergidos de condiciones ecosistémicas y gnoseológicas aparecidas posteriormente y muchas veces entrelazados, diseminándose y transformándose a partir de ese entrelazamiento. Todavía hay brotes bubónicos, todavía hay esclavitud, todavía hay gente que muere de gripa, todavía hay ghettos, todavía hay tuberculosis, todavía hay incesto, todavía hay miseria, todavía hay enajenación (aunque no en el sentido maniqueamente supeditivo que Han da por sentado); por si hace falta decírselo a algún liberal embriagado de Ilustración y capitalismo.

Pero tal desafinación es necesaria. Es lo que impide la clausura de la construcción de sentidos en torno a la situación, en torno a todo lo que esta implica, en todas las ramificaciones de hacer experiencia de mundo y de hacer conocimientos partiendo de ello. Nos permite comprender la necesidad de exigir a nuestras propias facultades para navegar el mundo contínuamente (sea en constancia, sea en intermitencia, sea en pasividad, sea en contemplación, sea al paso en que se prefiera o se requiera pero que, por ser un contínuo que se asume activamente incluso cuando el principio activo sea la contemplación, ya pone en entredicho la dualidad) para desbordar la noción imperante y monolitizada del progreso como lo que toma lugar (que se inserta, que se incrusta en, que allana a nuestras facultades por equívocamente asumirle como predeterminante) mediante la producción de cosas por el mero hecho de la productividad, la abundancia y el consumo con inagotable antojo; a partir de la explotación de tales facultades y todo lo que ecosistémicamente las propicia.

Es aquí donde se socava otra de las dualidades de la tesis de Han: la actividad utilitarista (vita activa en el libro, por medio de Hannah Arendt), llevada al extremo y en detrimento de la experiencia del ser; en contraposición a la pasividad contemplativo-creativa (vita contemplativa en el libro, por medio de una apropiación reformulativa de la connotación que le dio Marco Tulio Cicerón), que Han asume como la disposición realmente provechosa del ser, ejemplarizándolo (mediante Maurice Merleau-Ponty) con el proceso de poiesis contemplativa detrás de la concepción de las pinturas de Paul Cézanne; para articular una disposición de profundo aburrimiento subvertido, un aburrimiento tan plenamente esclarecedor y creativo que acaba incomodando la noción popular y productivista del aburrimiento y el ocio. Y se socava porque, aunque el prospecto resulta muy comprehensivo y sosegador para con las condiciones depresiva y desesperanzada como patologías, su actualización en las condiciones de vida prevalentes, en este momento y estando vos inserto en las relaciones sociales de producción propias del capitalismo neoliberal, depende casi por completo de disponer privilegiadamente de los capitales económico, social y patrimonial para que toda esa cadena de relaciones de producción no te arroje a la miseria con la excusa de la improductividad.

Y todo esto, en “plata blanca”, lo que provoca no es que la gente se desarraigue de las relaciones de producción autoexplotadoras de la sociedad del rendimiento (del éxito, del cansancio) sino que, por el contrario (como en las relaciones de poder que, en La insoportable levedad del ser del checo Milan Kundera, novela en la que Sabina ejerce en extremo para experienciar su sexualidad sin ataduras conyugales en su intento por rehuir del arraigo, deviniendo efectivamente en su arraigamiento al desarraigo; otro autor y obra recomendados para el momento), que la gente se arraigue al apurador y consumista desarraigo de estas mientras contemplan la posibilidad de arraigarse en el desarraigo del aburrimiento creativo; todo lo cual resulta implausible desde una postura absolutamente pasiva y contemplativa, porque se requiere de oscilar activamente entre la vita activa y la vita contemplativa, exactamente igual que lo haría el proceso de una experiencia de desarraigo verdaderamente subversiva, una experiencia de desarraigo que realmente procure el cese y rotura de la autoexplotación y que sólo podría actualizarse mediante la conjunción de suficientes voluntades para contrarrestar esas relaciones de producción con relaciones de poder mutuamente articuladas, mediante el recíproco reconocimiento de lo que en común les someta a la autoexplotación.

Es decir: sí, la premisa de una contemplación subversiva como disposición emancipadora de facto es maravillosa. Es tan convincente cuando vos has experienciado en carne propia la angustia y la enajenación a la que nos conducen las cosificantes e instrumentalizadoras relaciones de producción del capitalismo, el afán por la eficiencia de la producción por el mero hecho de la producción y el rendimiento cuantificable sin importar los efectos de la explotación autónomamente decidida, ejercida y prolongada de tu persona, hábitos, necesidades, facultades y salud; que es difícil no empatizar (empatizar, ahora sí, de la manera más comprehensiva, transigente y vulnerante) con la crítica causa de Han. Pero la desafinación antes mencionada se expresa en este punto con lo tan planamente que Han emplea lo activo y lo contemplativo, puesto en tela de juicio por lo tan impregnadas y tan desinmunologizadas mutuamente que se encuentran ambas cualidades.