Literatura
El diario literario: una cantera para el escritor
12 / 06 / 2017
¿Quién no ha acudido a un diario para plasmar todo lo que pasa en su día a día? ¿O las ideas que llegan de repente? Este texto reivindica al diario como medio de expresión y herramienta de trabajo para los escritores.
Una amalgama de imágenes, sentimientos, emociones y sensaciones te circundan. Es la vida que transita, que sabes efímera pero se asienta en forma de recuerdos. Y tú intentas detenerla, para mirarla más de cerca, palparla con lentitud, saborearla sin prisa. Intentas describir ese sabor, ese aroma. No importa lo que diga la química sobre la composición de una lágrima. Tú quieres sondear hasta lo más profundo para encontrar el manantial. ¿Qué herramienta usar?
Desde que reconocí las letras del alfabeto y aprendí a garabatearlas quedé hechizada. Era una delicia hacer las planas e ir repitiendo el sonido. El palito de la a, el punto de la i, la redondez de la o. Y luego, juntarlas para que aparecieran las cosas aunque no pudiera tocarlas con las manos. Las leía y las escribía. Copiaba las frases de la cartilla. Se las repetía a mi mamá en voz alta. Me aprendí el primer poema: «Manecita rosadita, muy experta yo te haré, para que hagas buena letra y no manches el papel.»
Y un día, mucho más tarde, cuando no me bastaron las explicaciones de mi madre, cuando empecé a dudar de las enseñanzas de mis maestras, me fui sola a la biblioteca y empecé a bucear entre los anaqueles intentando encontrar respuestas. No había un orden, ningún método, ninguna lista de recomendados. Encontraba personajes de Épocas lejanas y de países desconocidos, y empezaba a descubrir en ellos mis propias emociones que ya entraban en contienda con los preceptos morales y las normas establecidas. Si hoy me preguntaran cuáles eran los títulos, no podría repetirlo con exactitud. Tal vez Tom Sawyer y Huckleberry Finn estén en sitial de honor. Sus aventuras me ponían a soñar, qué tal viajar por un río inmenso y llegar a una isla, lejos de los ojos inquisidores de los mayores. Lo cierto es que esas lecturas aumentaban mi vocabulario y ensanchaban mi pensamiento. Hasta que fue necesario decir en secreto eso que parecía no coincidir con lo debido.
Al principio, bueno fue el cuaderno de matemáticas. En las últimas hojas escribí cuánto odiaba a esa niña de la escuela que se burlaba de mis melindres. Más tarde fue una bella libreta que tenía el nombre de Diario grabado en letras doradas. Tenía candado y llave para proteger mi tesoro. Me lo regaló mi mamá y creo que por eso mismo, ella se sintió en el derecho de violar ese santuario. A lo mejor la motivó el celo con el cual yo lo guardaba e intuyó que algo nuevo y poderoso podía robarme el tino. Tenía razón, me había enamorado, y era un amor imposible (ahora que lo pienso, el amor siempre entra en la categoría de lo imposible). Lo cierto es que escribía con vehemencia, allá quedaban expuestas mis heridas y mi ardoroso anhelo de vivir una de esas historias de amor que te conducen al extravío. Cuando supe que mi mamá lo había leído, no quedó otro remedio que arrancar las páginas escritas para que la siguiente vez que lo intentara se topara con el silencio.
Hasta ahí llegó ese ímpetu donde confluían mis quimeras y el gusto por las letras. Más tarde volví a escribir con la pretensión de hacer poesía, pero también un día, segura de que esos versos eran fango, los arrojé a la cañería para deshacerlos.
Y ahora, imbuida por el ánimo que nos transmite Ángel Galeano como coordinador del Grupo Literario El Aprendiz de Brujo, al cual me he unido hace unos años, ese ejercicio ha vuelto con vigor. Lo hago con una nueva perspectiva. Algunas veces para compartir mis visiones. Es lo espontaneo, aunque mantenga algo de recato en la forma, porque será leído. Pero otras, las ideas se escapan en tumulto, feroces e imparables, sin mirar atrás ni detenerse. Su destino proscrito, con suerte, podrá cambiarse y adquirir nuevo brío en una historia de ficción.
El diario se ha convertido en una cantera, rica en expresiones sobre lo que me habita. Hay allá materiales que no reconozco, inexplorados. Pero tenerlos a cielo abierto es una gran riqueza. Se alimenta de sueños, acontecimientos, lecturas, deducciones, anticipaciones. Y me reta a buscar nuevas maneras de juntar las palabras, pero también me libera de ellas, tan invasivas, hasta agobiantes y empalagosas si uno no les busca un cauce. Ahí están, garabateadas en un cuaderno, en una libreta, en una hoja, o digitadas y almacenadas en una nube. Me buscan en el momento menos esperado, se asoman cuando voy en el bus, cuando camino, a veces cuando alguien me habla, y resuenan hasta el momento en que las descargo, aunque al escribirlas toman una categoría distinta. Así son de traicioneras las palabras.