Literatura
Grata visita de los testigos de Jehová
12 / 04 / 2019
Unas visitantes inesperadas de los testigos de Jehová con quienes se desarrolla una inquietante historia que nos detiene en el tiempo
Domingo por la mañana: el poeta Wallace Stevens murió hace 53 años, ya nunca más sabrá de domingos tristes ni resacas.
La casa está vacía, así ella duerma en uno de los cuartos y sus ronquidos lleguen hasta mis oídos como el sonido de un cachivache descompuesto.
La luz entra a la sala con plenitud. En la televisión, El Chapulín Colorado se ha tomado una pastilla de chiquitolina y se esconde dentro de una cajetilla de fósforos. Al rato, vuelve a su tamaño normal y activa su chicharra paralizadora contra un malhechor conocido como el Cuajinais. Un chicharrazo, paraliza; dos, desparalizan. El teléfono timbra una, dos, tres veces:
-¿Alo?
-Mi amor
-Sí…
-Lo he pensado bien, y sí, estoy dispuesta a hacerlo.
-Me alegra, siempre has sido una mujer de decisiones.
-No tengo dudas, ni miedo, no siento nada. Hoy mismo me deshago de ese hijo de puta, ya tengo el arma.
-Te apoyo, amor. Sentir nada es llegar a un punto concreto, métele un tiro en la nuca de primerazo.
-Te oigo la voz rara.
-Tengo algo de gripe.
-No, no, no. Algo está mal aquí, ¿quién demonios eres? ¡PÁSAME A DERBY!
Lo mejor fue desconectar el teléfono antes de decirle que marcó un número equivocado, al parecer hay gente que tiene peores domingos que uno. Al Cuajinais no le fue mejor, le explotó un barril lleno de dinamita en la cara.
Dos mujeres aparecieron en mi puerta: un par de primorosas testigos de Jehová.
-Buen día-, dijo la mujer mayor. Debía tener unos cincuenta y pico de años, traía puesto un delicado sombrero de paja y un bonito vestido estampado con mariposas. La acompañaba una veinteañera con el pelo rubio hasta la cintura. Ambas llevaban unos enormes bolsos de cuero. Las invité a pasar y ofrecí disculpas por las colillas de cigarrillo en el piso, por el gato durmiendo boca arriba con las pelotas al aire en mitad de la sala, por el olor a licor en el ambiente, por los ronquidos de Sandy que yace durmiendo en el cuarto y que hacen vibrar los cristales de la ventana,
-¡Perdón, perdón! ¡Excúsenme, mis damas!
Ellas me dijeron que no me preocupara, que tan solo venían a traer un hermoso mensaje. Las senté en un par de sillas plásticas, pedí permiso por un momento: entré al cuarto y, con la punta del pie, moví a Sandy para que cocinara. Abrí la nevera, extraje la botella de aguardiente, me la empiné; fui al baño, me eché Colgate en el dedo y me lo comí.
Regresé a la sala con el estómago caliente y lleno de una repentina euforia, algo de optimismo y felicidad que los ronquidos imparables de Sandy no lograron apaciguar.
-Soy todo oídos- Dije.
-Disculpe, ¿cuál es su nombre?
-Wallace Stevens, para servirles.
La chica rubia sacó un ruple de revistas de su bolso y se las pasó a su compañera.
-Señor Wallace, ¿le gustaría a usted vivir en este lugar?- , señalando la portada de una de las revistas.
De niño tuve el libro de Mis historias bíblicas. Era un libro pequeño de tapa dura, color mostaza y letras rojas en su título. Sus imágenes sobre el paraíso eran fascinantes, y los dibujos sobre el Apocalipsis, perturbadores. La revista Atalaya reproducía estos dibujos, su visión de un Edén interracial con verdes valles y praderas, donde se servía un fantástico banquete y se planteaban utópicas uniones entre leones y corderos; era un destino turístico de gran atractivo. Resucitar en un lugar así y poder reencontrarte con todos tus muertos amados, era la gloria. Siempre me cayeron bien los testigos de Jehová, me agradaban sus vistosas vestimentas de domingo, el modo en que sus mujeres hablan calmadamente y sus adolescentes en flor.
-¿Podría leer este versículo, señor Wallace?- Dijo la chica rubia pasándome la Biblia, en el libro de Mateo.
Bajé todo el volumen al televisor. Biscuit, mi gato, despertó; se estiró largamente y nos miró con desprecio. Luego, roció un shot de orín sobre la silla donde reposaba la mujer mayor y salió a la calle.
-¡Oh, qué vergüenza! Este gato es un maleducado- Dije.
-Tranquilo, Wallace- Respondió la chica rubia.
Leí el versículo trastabillando un poco, pero logré finalizarlo.
-¿Qué entendió?- Indagó la mujer mayor.
Nunca he sido muy bueno interpretando lo que leo, pero muy seguro dije:
-Que Dios es bueno.
-Así es, Señor Wallace- Susurró la chica rubia, que ahora tenía las piernas cruzadas y su falda se recogió un poco más arriba de las rodillas.
-Dios es el alfa y el omega, el principio y el fin- Añadió la mujer mayor.
Tras la pantalla del televisor, el Chapulín Colorado evitaba, con su chicharra paralizadora, que un florero se hiciera trizas al caer desde una mesa. Ambas mujeres esbozaron una sonrisa ante las ocurrencias del torpe superhéroe.
Pedí excusas un momento y volví a la cocina. Saqué la botella de la nevera nuevamente y me empiné otro chorro largo de aguardiente, que me aguó los ojos. Al volver a la sala, las mujeres seguían sonriendo, mirando al televisor en donde la imagen de un florero suspendido en el aire permanecía fija.
-Parece que se dañó el canal- Sugerí.
No obtuve respuesta alguna. Me acerqué hasta ellas, ambas estaban rígidas como dos muñecas de yeso. Biscuit estaba en mitad de la sala, también tieso como una pieza de taxidermia y con una mediana rata en su boca. El reloj de pared estaba estático en una hora: 9: 15 a.m.; el minutero y el segundero, parados. Los ronquidos de Sandy habían cesado. Todo se había detenido. Entré en pánico, conté hasta cincuenta. -Es una tonta pesadilla-, me dije en mi interior. Solo es cuestión de tiempo, de tiempo, de tiempo…
Me puse una camiseta y salí a la calle. Todo igual, todo detenido. Llegué hasta la tienda, al tendero lo sorprendió el fenómeno destazando un pollo, la tendera entregaba el pago de la venta de cerveza a un sujeto uniformado de rojo. Me hice paso al interior de la tienda, tomé una botella de whisky y algunos pasabocas.
En el camino de regreso a casa, vi a más gente paralizada: una mujer regando su jardín, un niño aventando su pelota al aire, mi vecino subiendo los escalones para entrar a su casa.
Al interior de la mía, todo seguía igual. Me acerqué a la chica rubia y le puse una tiara que Sandy había usado en la hora loca de la fiesta en que estuvimos anoche. Destapé el whisky, me serví medio vaso y lo bebí como agua.
-¿Y ahora qué?- Me dije a mismo.
-Ahora nada, será cuestión de esperar- Me respondí a mí mismo. -Cuestión de paciencia y todo volverá a la normalidad. Paciencia, paciencia.
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*
No sé cuánto tiempo ha pasado desde que ocurrió el fenómeno. El reloj sigue estático en la misma hora, la claridad es perpetua, no hay noche desde entonces. Pero al mirarme al espejo a cada instante, veo mi barba más larga y algo encanecida. Al cuarto donde Sandy dormía no he vuelto a entrar. A la chica rubia, testigo de Jehová, a veces la saco a pasear en una silla de ruedas que robé del puesto de salud del barrio. A la mujer mayor no la he movido para nada, sigue mirando el florero suspendido en el aire en la pantalla del TV. Me alimento y bebo de lo que encuentro en las tiendas de abarrotes. En este “instante”, manejo una motocicleta por la carretera que conduce al mar. Voy a baja velocidad, no existe brisa y, aunque hay un sol brillante en el cielo, no hace frío ni calor. Avanzo por la carretera sin tiempo. De repente, algo me golpea fuerte en la parte de atrás de la cabeza, caigo de la moto. Es todo.
*
Despierto en el viejo hospital de Barranquilla. Sandy me mira a través de unos lentes ahumados.
-¿Desde cuándo estoy aquí, nena? Me caí de la jodida moto
-¿Moto? Tú ni un triciclo has manejado en tu vida. Estás borracho todavía.
-¿Quién me trajo?
-Yo, te encontré en la puerta de entrada a la casa con las llaves en la mano. No alcanzaste ni abrir los candados.
-Todo es tan raro, absurdo, para ser más precisos. Debes estar molesta.
-No, estoy acostumbrada.
-Y… ¿qué es eso que llevas ahí?- Pregunté a Sandy por un mediano saco negro que traía en la mano.
-Esto lo encontré a pocos metros de tu cabeza cuando te recogí.
-Un bumerán…
-Sí, eres la tercera persona en esta semana que ha sido inexplicablemente golpeada con uno de estos y terminado en el hospital. Nadie sabe de dónde provienen, pero parece que pudiste haberlo lanzado en tu vida anterior.
-Vaya, eso tiene mucho sentido. Estoy todavía embotado, no sé ni qué día es hoy.
-Domingo- Respondió Sandy, quien luego se sentó junto a mí. Se quitó las gafas y se quedó en silencio, mirándome fijamente. En el reloj de pared de aquella habitación, el reloj marcaba las 9 y 15 de la mañana.
*Este cuento hace parte del libro 16 atmósferas enrarecidas, ganador del Premio Naiconal de Cuento Jorge Gaitán Durán.