Literatura

Jorge Iván Agudelo: “estábamos deslumbrados por la literatura y eso no deja de tener su belleza.”

8 / 08 / 2020

En esta entrevista el poeta colombiano Jorge Iván Agudelo nos relata sus comienzos en la lectura y la escritura, la predilección que tiene, como lector, por la narrativa y su apuesta por la construcción de una poesía condensada en forma e intensa en ideas.

Jorge Iván Agudelo nació en Medellín en 1980, ciudad en la que se ha mudado de casa, hasta ahora, seis veces. La primera casa que recuerda todavía existe: queda en San Javier y ahora es un bar. Solo ha salido una vez del país.

Vivió en el Centro, un espacio que desde pequeño su papá le enseñó a querer. La casa donde pasó la adolescencia y vivieron sus abuelos maternos existe en Laureles. A los 15 años se inscribió a un taller de literatura en la Biblioteca Pública Piloto, con la escritora Claudia Ivonne Giraldo. Era el más joven del grupo. En ese taller hizo amigos, compartió sus primeros textos, leyó y escuchó las búsquedas de los otros en la escritura. A los 18 años empezó a estudiar Literatura, carrera que abandonó y se pasó a Historia, que sí terminó.

Vive en el Barrio Simón Bolívar. Allí prepara sus clases y el taller de escritura que coordina desde 2004, dirigido a jóvenes en la misma biblioteca que lo vio prestar libros de aventuras y luego como aprendiz de escritor. Es un lector que frecuenta la narrativa, el ensayo, que escribe poesía y textos académicos, muchos de ellos producidos en el doctorado que cursa en Humanidades.

Medellín, la ciudad de la que poco ha salido, está en su escritura, es su poesía, de manera muy evidente en su primer libro La calle por cárcel (2010) y un poco escondida en el poemario Ni el abrazo ni el refugio (2016).

Nos encontramos en el Barrio Carlos E. Restrepo y, mientras buscamos un lugar tranquilo para hacer la entrevista, le tomo algunas fotos que luego de revelar me quedan desenfocadas, oscuras y movidas. Tal vez por la escasa luz o por mi pulso débil para mantener firme la cámara. Durante la entrevista nos interrumpen amigos suyos, y algunas personas que nos preguntan si tenemos cigarrillos o monedas.

Jorge Iván Agudelo. Foto de Jorge Luis Argáez.

Jorge Iván Agudelo. Foto de Jorge Luis Argáez.

Jorge Luis: En los poemas de La calle por cárcel casi siempre es de noche, en un lugar que podríamos decir es Medellín. A diez años de la publicación de tu primer libro, ¿se ha transformado esa visión?

Jorge Iván: Como bien decís, es un libro que se publicó hace una década. Algunos poemas  fueron escritos más o menos a los 20 años. Estos textos, que no pensé en un principio para el libro, estaban cercanos a ciertas formas y temáticas que ahí empezaban a decantarse, o por lo menos a sugerirse; entonces decidí incluirlos en la versión final. Lo del título puede ser llamativo: es una frase que le escuché a una tía recién jubilada que tenía más tiempo y podía salir más a la calle, entonces las amigas le decían que le habían dado la calle por cárcel. Visto así, es un plagio. Por otro lado, había un tema, una fascinación por Medellín que no es nada original; otro rito de paso. Toda generación intenta buscar sus espacios en la ciudad, tiene la creencia de habitarla casi por primera vez, en una especie de gesto adánico, como si antes de ellos no hubiera nada.

Mi generación tuvo una particularidad, creería yo, o por lo menos la gente que frecuenté, mis amigos o conocidos (…) aunque crecimos con la latencia del peligro: Medellín, la noche de Medellín, nos atraía mucho; una cosa, si se quiere medio masoquista, que le confería a ciertos espacios, que en otros momentos podrían parecer muy normales, una rara aureola. Mirándolo en retrospectiva, pienso que mi generación estuvo, digamos, muy contra las cuerdas. Por ejemplo, viendo lo que sucede ahora con las movilizaciones sociales, con las marchas, en las que tanta gente joven participa, me doy cuenta de que nosotros estábamos en otro asunto, tampoco se me ocurre que hubiera mucho chance de una preocupación más directa o una actitud más activa en la política. Lo que sucede ahora es una realidad muy distinta, compleja también; pero se me ocurre que, aunque lejos estamos del paraíso, si es que eso existe, hay espacios ganados y, en esa medida, también problemas que nosotros, mi generación, no advertimos.

J L: ¿Qué es para ti la ciudad y la noche?

J I: En otro momento, por ejemplo, por la época en la que escribí La calle por cárcel, tal vez tuviera una idea y hubiera respondido algo, pero ahora no sabría muy bien qué decir. Si nos remitimos a lo que aparece en el libro, se me ocurre que no había una intención etnográfica: lo que yo hice fue acudir a mi percepción de lo que estaba viviendo precisamente en relación a la ciudad y la noche. Y, en esa medida, son poemas que nacen de una experiencia directa, que no buscan el exotismo o la rareza; no sé si se logró o no. En todo caso, los poemas quieren dar cuenta de esa experiencia compleja con Medellín que creo se enuncia bien en el título. Ahora, uno esperaría que lo dicho en los poemas tenga alguna resonancia en vidas distintas, inclusive ajenas o lejanas.

J L: Como en las narraciones, en La calle por cárcel uno reconoce varios personajes, y entre ellos uno, si quiere, principal. ¿Qué lecturas te sirvieron para construirlos?

J I: A partir de la generación española de los cincuenta (entre ellos, por ejemplo, Jaime Gil de Biedma, que descubrí después de escribir La calle por cárcel, tal vez recién lo estaba leyendo), podría hablar precisamente de la experiencia como de una especie de cantera para la literatura, para la poesía. Pero no es solo de Biedma ni los poetas españoles de su época, eso viene de tiempo atrás. Puede rastrearse, si se quiere, en el romanticismo; esa idea del héroe del poema. Sin embargo, no siento la construcción de unos personajes. Pienso que hay un intento de ir a la poesía para pensar ciertas situaciones, que tal vez no se ven en la proximidad de la vida. La poesía a mí me ha permitido, y creo que me lo permite ahora, generar cierta distancia con la experiencia. No creo que sea mi caso, o por lo menos así lo busco, enaltecer la experiencia por la experiencia misma o por lo que esta pueda tener de llamativa; sino sugerir cierto talante, cierta búsqueda reflexiva, indagar esa experiencia, no con la intención de sacar enseñanzas concluyentes ni mucho menos. Es simplemente dotarla de cierta hondura que sería como una segunda vida, o una posibilidad de tomar posesión de la vida a partir de la literatura, o del trabajo con la escritura.

J L: Dos poemas del libro están dedicados a los escritores Raúl Gómez Jattin y Céline. ¿Qué influencia tienen en tu trabajo?

J I: No sé si la influencia sea directa o siquiera visible, rastreable. Son autores muy distintos, que en algún momento me llamaron mucho la atención y que leí con cierto juicio. Creo que Jattin es una especie de bocanada de aire en la historia de la poesía colombiana. Me parece un poeta muy genuino, muy limpio en sus formas expresivas, su obra está liberada de pompa y grandilocuencia. De Céline me interesaba, o me interesa, el trabajo con esa primera persona, tan arrobadora, tan agresiva, de una violencia con el lenguaje tremenda: en él, el lenguaje parece cobrar cuerpo.

J L: Propones, entre muchas otras ideas, que la calle es también otro encierro y que la casa puede ser el lugar para sentirse libre…

J I: Hay una reseña sobre el libro, la única que conozco, que me gusta mucho. La escribió un alumno que ahora es muy amigo mío, Andrés Giraldo. Apareció en Desde la sala, una publicación de la Biblioteca Pública Piloto. Ahí, él menciona esa tensión entre el afuera y el adentro. El afuera, en un principio, pareciera ser el lugar de la disipación, de la libertad, de los encuentros fortuitos, de lo que no está regido por un orden tan claro, pero al mismo tiempo constituye una suerte de encierro, un lugar que se hace inhóspito. Yo pasé por experiencias muy complejas, en últimas nada que no pudiera pasarle a cualquiera en Medellín, pero que tuvieron que ver un poco con tentar la suerte, con permitirme unas licencias que la ciudad no daba. O si las daba, las cobraba con creces. Había como una relación medio enfermiza en esa exposición que ahora pienso tan fortuita, entonces yo no quería que la fiesta se acabara, yo no quería que todo lo que trae la fiesta se acabara y, en ese sentido, la casa, en algún momento, aparecía como un remanso donde toda la agitación cedía y había cierta calma.

J L: Justo iba hacia allá. El libro me hace pensar en tus días de adolescente. ¿Qué leías por esos días? ¿Qué te gustaba hacer? ¿Qué experiencias marcaron tu vida y tu escritura?

J L: Para mí fue muy importante asistir al taller de literatura para jóvenes de la Biblioteca Pública Piloto -que en ese entonces dirigía la escritora Claudia Ivonne Giraldo- sobre todo por el encuentro con muchachos que estaban en una misma dinámica, en búsquedas similares que, en últimas, desembocaban en la escritura. Ese taller, en su momento, tuvo una importancia grandísima porque, bueno, ahora pululan mucho los talleres; pero ese, con esa naturaleza, en ese momento, en una ciudad que estaba muy patas arriba y donde había muy pocos espacios de ese tipo, era algo, por decir lo menos, inédito. Más allá de lo propuesto por Claudia Ivonne, nosotros constantemente cruzábamos lecturas. Ahora recuerdo dos libros que leí por esa época, muy admirado. Opiniones de un payaso de Heinrich Boll y La playa de Cesare Pavese. De los libros en la estricta adolescencia tendría que mencionar a Salgari y su personaje Sandokan. Es tal vez Rodrigo Fresán, el escritor argentino, quien habla de esta lectura desde un registro social: dice que la clase media, bueno, los muchachos de la clase media, leían, los que leían, a Sandokan, un poco fascinados porque estaba en pie de guerra contra los británicos… y la clase alta leía a Verne, digamos, como una literatura escapista. Pero bueno, eso es otro asunto. Leí mucho esos libros: La mujer del pirata, Los tigres de la Malasia, Yánez y Tremal-Naik, eran como una especie de lugartenientes del pirata, me acuerdo todavía.

Jorge Iván Agudelo. Foto de Jorge Luis Argáez.

Jorge Iván Agudelo. Foto de Jorge Luis Argáez.

J L: ¿Y de lo que leías en la escuela y en la casa?

J I: Yo estudié en el colegio Isolda Echavarría y ahí no nos perseguían mucho con las notas y esos asuntos, así que tuve tiempo para leer. Recuerdo los cuentos de los Hermanos Grimm, sobre todo a un personaje, Juan de Hierro. Hay un príncipe en ese cuento que no sé por qué lo echan del palacio; pero para su fortuna, en el bosque conoce a Juan de Hierro. Cada que lo necesita, grita su nombre y el otro aparece con caballos y armaduras. Ya en la adolescencia, la obra de Caicedo, Salinger, algunos cuentos de Carver que conocí muy pronto. Esto es raro porque ese escritor no circulaba mucho en esa época, no recuerdo cómo di con él. También leí a Camus, su libro El primer hombre, me impactó mucho: parece otro escritor, se permite unas licencias narrativas, descriptivas, que no aparecen en otras de sus obras que son tan secas. Mis papás, que no son académicos ni nada de eso, siempre han leído. Por mi papá conocí a Henry de Montherlant, un escritor impresionante, aristócrata, de derecha, un personaje muy complejo, se quedó ciego y se pegó un tiro. Escribió una obra maestra, El caos y la noche, en la que un anarquista español termina viviendo en París y sueña todas las noches con ver arder la ciudad.

J L: Volvamos a la experiencia del taller de literatura. De asistente pasas a ser coordinador de uno. ¿Qué aprendiste en ese taller con Claudia Ivonne Giraldo, y qué enseñas ahora?

J I: Nosotros, los que íbamos al taller, estábamos deslumbrados por la literatura y eso no deja de tener su belleza. Lo más interesante fue la amistad, encontrarse gente que iba por la misma ruta. Leíamos mucho, Claudia era muy generosa en ese sentido. Leímos mucho a Cortázar, que a mí nunca me ha llamado la atención, pero [que] a ella le gustaba bastante. Leíamos poesía, cuentos, a Edgar Allan Poe, Lovecraft… Leer y tener la posibilidad de ser escuchado, que leyeran tus poemas, afianzar esa intuición… en fin, más que el taller era lo que pasaba después. Nos quedábamos por ahí, tomábamos, hablábamos de literatura, de cine, en fin. Digamos que había mucha avidez. Claudia de alguna manera nos dejaba ser, en ese sentido, su magisterio no nos obstruía, no era sentar cátedra. Ahora, coordinándolo, intento poner el acento más en la lectura, trabajamos con un programa que, aunque no se cumple a pie juntillas, sí funciona como una especie de hoja de ruta: estudiamos a un autor o una literatura específica, leemos crítica y teoría, no picamos mucho. Yo recuerdo que con Claudia eso era muy azaroso, leíamos a Yourcenar, de ahí pasábamos a Duras y luego a Hemingway, no había una línea, que no está mal. Sé que muchos talleres funcionan así. Se aprende, seguro. Pero a mí me sirve más centrarme en un autor, intentar rodearlo, entender sus mecanismos expresivos. El año pasado leímos a Borges.

J L: Muy cercano al tono de La calle por cárcel, publicas dos cuentos en un proyecto en el que se recrean ciertos lugares de la ciudad. ¿Cómo te sientes en la narrativa?

J I: Yo creo que son ejercicios muy cercanos a la crónica. Ahora estoy escribiendo un texto largo en el que la historia, o lo que se pretende contar, no es tan importante. En mucha literatura, la historia copta toda preocupación por el lenguaje. Y son historias muy llamativas seguramente, pero no veo una preocupación o una tensión que deje entrever la pregunta por cómo narrar. Quisiera buscar esa tensión, mantener esa tensión. De las dos historias que mencionás, una tiene que ver con el Guanábano, el Parque del Periodista; y la otra, con el Parque Bolívar. El Guanábano, el bar y el parque que queda al frente, son lugares muy singulares de Medellín en los que he dado mucha lidia, que he disfrutado mucho. Al Parque Bolívar me llevaban de niño, en la época de la Retreta. Ya en la adolescencia lo que se hacía era ir al San Alejo, y de ahí a los conciertos en el Carlos Vieco. Luego me di cuenta de que no me gustaba mucho el rock, pero había que juntarse con gente de la edad. El Centro de Medellín es una herencia de mi papá, él fue muy del Centro. Iba a un bar muy famoso, o cafetería más bien, que cerró en esa época tan dura de las bombas, La Arteria, un punto de encuentro de gente de todo pelambre: profesores, académicos, oficinistas. Ahí estaba el último coletazo del Nadaísmo, Darío Lemos, con esa pierna purulenta.

J L: El último poema de La calle por cárcel se cierra con una pregunta, y es curioso que en tu segundo libro pase lo mismo. Por lo pronto responde a esta: ¿la infancia dejó algún rastro?

J I: Es un asunto con la memoria. Hay un texto que me llama mucho la atención, La mayor de Juan José Saer. Desde su descripción agobiante, desde esas reiteraciones que detienen la narración pura y llana, y que ponen en vilo el sentido, se cuestiona las posibilidades de retener, así sea de manera parcial, lo vivido. Saer expone la imposibilidad de estar en el mundo, esa relación tan fracturada y compleja entre la palabra y el mundo, en la que la palabra parece girar en el vacío y solo permite acechanzas. Podríamos decir entonces que la infancia es un lugar al que no se vuelve, solo se acecha.

J L: Seis años después aparece Ni el abrazo ni el refugio. Cuéntanos, ¿cómo llegaste a este libro y por qué lo estructuras en capítulos?

J I: Ni el abrazo ni el refugio es, digamos, más racional. La puesta en escena de un estado anímico sobre el que se quiere inquirir, pensar. Son poemas breves, articulados, pensados, todos en función del libro. Me siento orgulloso de haberlo escrito, porque se acerca mucho a lo que quería. En algunos poemas prima lo anecdótico y de ahí se desprende una reflexión directa, epigramas o epitafios, pequeñas instantáneas.

J L: Es en los últimos poemas de cada capítulo aparece la vejez, voces de personajes que se piensan al final de una etapa. ¿Cómo fue la escritura de estos poemas de cierre?

J I: En Baudelaire los viejos sufren los grandes dolores, los jóvenes solo hacen pataletas, remedos anticipatorios de lo que les espera, nos espera. El verdadero dolor estaría entonces en la vejez. Yo intento adelantarme imaginándome a unos viejos o imaginándome de viejo. Un amigo vive en un edificio al frente de un asilo y me dice que estos viejos en algún momento del día piden a gritos, llorando, que los dejen salir. Una imagen aterradora.

Jorge Iván Agudelo. Foto de Jorge Luis Argáez.

Jorge Iván Agudelo. Foto de Jorge Luis Argáez.

J L: ¿Recuerdas algún viejo memorable en la literatura?

J I: Hay un anciano sabio que aparece en La tempestad de Shakespeare, justo yo representé a ese personaje en una obra de teatro del colegio. Creo que se llama Gonzalo, es un poco como la mesura, el buen juicio, el que avizora los peligros. También en la novela Los solterones de Henry de Montherlant, un tío y su sobrino que viven arruinados, una burguesía arruinada en la vejez… Bueno, y todo Beckett.

J L: En dos poemas aparece La Escombrera como un lugar de búsqueda, de desperdicios, de sobras. Esos poemas son singulares entre los demás. ¿Qué papel cumplen en el paisaje del libro?

J I:  La idea de los restos, de la ruina, de lo que queda, es un poco una referencia a Walter Benjamin, esa relación con la historia, con el vestigio: ahí hay algo irrecuperable pero que habla, más valioso que la misma construcción y su esplendor. Es como una huella.

J L: Dice Giovanni Quessep, en la contratapa del libro: “Ni el abrazo ni el refugio es un poemario que se refiere de manera existencial a la negación de la esperanza, de la alegría, de todo lo positivo que puede existir en el hombre. En él solo reina el abismo y el polvo…” ¿Encuentras justa esta definición? ¿Le agregarías algo más?

J I: Pienso que (eso) es lo que persiste en el libro. La atmósfera, ya quisiera yo, podría relacionarse con alguna novela de Onetti.

 J L: “Solo se vive para el incendio / de estos días”. ¿Este verso puede ser un consejo antes de llegar a la vejez?

J I: Ese poema lo escribí pensando en diciembre. A mí diciembre me gusta mucho porque la gente está en otra dinámica, un poco la lógica del carnaval y la cuaresma. En un año se padecen mil cosas, la cotidianidad es muy dura. Pero en diciembre hay una exacerbación de todas las pasiones, cierta idea o fingimiento de libertad. Nos endeudamos, vivimos de mentiras, y eso está bien porque termina por ser lo más verdadero. Claro, enero siempre llega.

J L: Aquí la brevedad es extrema. Los poemas, como lo mencionabas antes, son epigramas, versos ceñidos a la contundencia. ¿Surgieron así de breves o se fueron limando en las correcciones del libro?

J I: Algunos surgieron así, los trabajo en la cabeza. Mi interés es precisamente ese. Los libros posteriores, inéditos, vuelven sobre eso, poemas muy directos donde hay pocas metáforas, pocas imágenes. Sé que hay otro tipo de poesía y me gusta, por ejemplo, Marosa di Giorgio, en la que todo es expansión, barroquismo, intensidades, muchas palabras muy bien utilizadas. El mismo Lezama Lima, que es una piedra inmensa, un poeta de la lengua. Yo estoy interesado en trabajar por supresión, buscando la poesía en la ausencia de recursos expresivos.

J L: Cerremos este libro con la pregunta que cierra el poemario: ¿a dónde nos llevará este tiempo? ¿En qué estás trabajando ahora?

J I: No creo que este tiempo nos vaya a llevar a muy buen puerto. Sin embargo, estoy trabajando un libro sobre la luz y la infancia; y en otro sobre – ¿cómo decirlo bien bonito? – la disolución, en últimas, sobre el vicio.

J L: Como académico, has producido una serie de ensayos y conferencias sobre escritores como Juan José Saer, José Lezama Lima, Juan Carlos Onetti, Cesare Pavese, Amílcar Osorio, entre otros. Para cerrar esta entrevista háblanos de este último y de su obra fragmentada e inconclusa.

J I: Hay que mirar con mucho más juicio la obra de Amílcar. Hace poco se publicó La ejecución de la estatua, una novela hasta ahora inédita, muy compleja, sin duda una apuesta arriesgada, teniendo presente el tiempo en que se escribió. Pero sobre todo hay que revisar su libro Vana Stanza, allí se distingue una voz muy particular en la poesía colombiana y diría que latinoamericana.

PREGUNTAS RÁPIDAS

Un libro de poesía colombiana: Vana Stanza de Amílcar Osorio.

Un libro de poesía latinoamericana: Morada al sur de Aurelio Arturo.

Un verso que recuerdes: “Vendrá la muerte y tendrá tus ojos” – Cesare Pavese

Un libro que visites con frecuencia: La vida breve de Juan Carlos Onetti.

Una película favorita: Fanny y Alexander de Ingmar Bergman.

Una pintura: Alice de Modigliani.

Una canción: «Los mareados» de Roberto Goyeneche.