Literatura

La luz de las luciérnagas. Una entrevista a Manuela Gómez

13 / 05 / 2021

¿Es la poesía un diario personal? ¿En qué tiempo verbal se escribe el poema? ¿Cómo trabajar con los recuerdos? A estas y otras preguntas responde la poeta colombiana Manuela Gómez.

Todos los días, o casi todos los días, Manuela Gómez se levanta antes de que salga el sol. Sin prender las luces de la cocina, enciende el gas para preparar el café mientras sus hijos y su pareja duermen. Y después de eso se sienta a leer y escribir. Así pasa las mañanas, o casi todas las mañanas. La música siempre la acompaña. Ya en la tarde, si puede, regresa sobre lo que pudo anotar. Esta rutina, tan sencilla, le ha permitido construir un pequeño pero importante grupo de poemas que ya la perfilan como una voz singular en el creciente grupo de poetas de nuestro país.

Su poesía registra la vida, la propia, la de los más cercanos. Nace de la experiencia, del pasado, del pensamiento. Este registro del mundo necesita de la intuición, el sentimiento y la imaginación. Pero sobre todo del cuidado que se realiza con la corrección de un verso, de una fe para que el poema tenga un corazón. Lo que leemos entonces en los poemas de Manuela Gómez es un latido claro y preciso.

Manuela Gómez nació en Medellín en 1985. Estudió Periodismo, Filosofía y Letras y cursó una maestría en Escritura Creativa en Barcelona. Ha trabajado como profesora y tallerista en bibliotecas públicas. En el 2016 recibió una Beca de Creación en Poesía de la Alcaldía de Medellín que culminó con la publicación de su primer libro La vida como era. Finalizando 2020 apareció La hora de los satélites, un libro del que la escritora Pilar Quintana dijo lo siguiente: “Estos poemas se me metieron muy adentro y me hicieron llorar: Manuela Gómez pone en palabras lo que se siente ser mamá”.

Manuela Gómez. Fotografía de Juno.
Manuela Gómez. Fotografía de Juno.

En esta entrevista, concretada en un chat, nos acercamos a una manera de escribir, de leer, de observar el mundo.

Jorge Luis Argáez: Por un amigo en común, sé que tuviste un taller de escritura mientras eras estudiante en la universidad, ¿Qué leían y qué escribías por ese tiempo?

Manuela Gómez: El taller se llamaba “Parque sur”. Nos veíamos los viernes siempre al atardecer. Yo ya era profesora, dictaba Introducción a la literatura. Pero el taller era otra cosa, nos hicimos amigos, la poesía nos juntó. Leíamos a Emily Dickinson, a Mary Oliver, a Sharon Olds. También a Natalia Romero, a José Manuel Arango, Franco Rivero, a Raymond Carver. Escribí los primeros poemas de La hora de los satélites en ese tiempo y no me olvido de los comentarios ni de las correcciones que los demás me hicieron cuando los leí justo esos viernes.

J L A: Desde la infancia, la escuela, el colegio a tu vida en la universidad, ¿Qué cosas o situaciones fueron importantes para que decidieras dedicarte a la escritura?

M G: Tuve un accidente a los siete años. Estaba con mi hermana y con mi abuela. Pasé varios meses en la clínica. Fue necesario que yo aprendiera a caminar otra vez. Entre otras cosas. Después de eso, siempre me ubiqué a distancia de los otros, me daba vergüenza y al mismo tiempo, me sentía especial por haber sobrevivido. Sentía también, una necesidad de tener algo que me protegiera, que fuera íntimo, exclusivo. Pero a la escritura llegué muchos años después. Si la hubiera tenido entonces, la travesía por esos años sería distinta, pero no era el momento.

Me hice escritora por cosas que me pasaron. Ahora, quisiera escoger solo esa.

J L A: En la crónica Lengua de fresa (2015), lo primero que leí de ti, cuentas todo lo que viviste con tu hijo de cinco meses en el hospital por una fiebre, ¿Cómo fuiste armando el texto y qué similitudes encuentras en la escritura de una crónica y un poema?

M G: Tanto los poemas, como las crónicas, los relatos autobiográficos, te piden que elijas. De todo lo que pasó ¿Qué escoges? En mi caso es un trabajo intuitivo, pero soy consciente de que tanto la poesía como la narrativa son formas estéticas, son figuras. Elijo algunos elementos y con ellos intento armar algo. Me preparo, ablando el tema, lo cerco, tomo notas, lo llevo conmigo fuera del escritorio, dejo que se transforme, le doy tiempo. Solo así la escritura me muestra otros sentidos, es muy importante rendirse, dejar que obre ella, tomar distancia. Tengo mucho afecto por Lengua de fresa y no se me olvidan las madrugadas en que lo escribí. Concebía cada parte como una escena, a veces las dibujaba. Su escritura fue fluida porque venía de una necesidad legítima. En este caso, la poesía fue muy generosa conmigo. Pude transformar ese episodio aterrador, tocarlo de otro modo.

Quisiera aclarar algo: cuando mi hijo Dante tenía cinco meses fue diagnosticado, a tiempo, con Síndrome de Kawasaki. Estos son algunos síntomas de la enfermedad: fiebre muy alta que no cede, ojos rojos, manchas en todo el cuerpo, niveles elevados de infección en la sangre, la lengua roja con puntos blancos como las fresas.

J L A: Siguiendo la cronología de tus publicaciones encontré tus primeros poemas en la Revista Gris, ¿Qué poetas leías por entonces y qué búsqueda tenías con la escritura?

M G: Pienso la escritura como una especie de marea. Recibe muchos flujos de todo tipo de corrientes. Y cada obra es por supuesto una fuerza, una voz, una interpretación de la mirada. Te acercas de a poco y con cierto magnetismo a la escritura que de verdad deseas, que necesitas. Me tomó años conocer por ejemplo a Mary Oliver, Natalia Romero, Annie Ernaux, Sharon Olds, Joan Didion, Valeria Luiselli. Ellas son en mi caso, compañía para mis preguntas puntuales. En el tiempo en que se publicó la primera edición de la Revista Gris, aún no había armado esta forma de la disciplina que cuido ahora. Esto es, leer y escribir, como parte habitual de mi vida y de mi personalidad. Leía sí, pero me parece que estaba algo extraviada. Sí recuerdo que uno de los poemas de Gris, lo escribí en una biblioteca de Barcelona. Tomé de una estantería varios libros de medicina, los miré un rato y me asombró encontrar que las cavidades centrales del corazón están por momentos vacías. El poema toca de alguna manera ese pequeño descubrimiento.

J L A: Antes de todo eso te vas a estudiar a Barcelona Creación Literaria, ¿Qué te interesó de esa maestría y cuál crees que fue el mayor aporte que hizo a tu manera de escribir?

M G: Supongo me interesó la idea romántica de irme para escribir. Estoy convencida de que antes de cualquier escritura, lo que tuve fue un deseo insistente, quería expresarme con el lenguaje, pero no sabía cómo. Y mucho más sustancial, no tenía idea sobre qué debía escribir. Mientras cursaba, encontré una serie de consejos de escritoras y escritores, hacían parte de estos decálogos que se usan tanto, leí a una escritora que afirmaba “los doce primeros años son los más difíciles”. A mí me dio risa, me pareció una exageración;      pero igual lo copié en un pedazo de papel y lo pegué cerca de mi escritorio de entonces, para alentarme a resistir. Ahora que han pasado nueve años, creo que esta afirmación tiene más sentido, la entiendo de una manera bastante personal, que tiene que ver con mi propio proceso. La maestría fue útil para desintegrar ciertos ideales que rodean la literatura, para aprender a verla como un trabajo, como cualquier otro, en el que como ya han dicho “uno se sienta a la mesa y escribe.” Además de ser alumna de Juan Villoro o de Jorge Carrión, por ejemplo, los episodios fundamentales de esa época, los viví sola, en las bibliotecas tan hermosas de esa ciudad. En la piscina municipal a la que iba a nadar incluso en invierno, en las madrugadas ante el escritorio, cuando intentaba hacer algo bueno y no lo conseguía.

J L A: ¿Con qué proyecto o tesis te graduaste?

M G: Era una especie de proyecto narrativo, tenía algunos poemas entre los capítulos. Lo asumo como un laboratorio. Aprendí a escribir, pero todavía no sabía en verdad, qué era lo que necesitaba explorar en este ejercicio, que es sobre todo una excavación, un descubrimiento de uno mismo, como bien dijo Derek Walcott.

J L A: Y mucho antes trabajaste en una biblioteca pública, ¿Cuál era tu rutina en la biblioteca y qué extrañas de ese oficio?

M G: Trabajé en dos bibliotecas públicas. Pero quisiera recordar a la biblioteca barrial de Robledo. Parecía una casa, una especie de familia, los usuarios casi siempre eran los mismos. Por ejemplo, sonaba el teléfono, era la mamá de Charly que llamaba desde la casa y me pedía le avisara a él que el almuerzo estaba listo. Tuve mi primer club de lectura con jóvenes, con niños, con adultos, también un cineclub en el que veíamos películas de zombies. Trabajaba con Rosita, con doña Beatriz, con Nati. Comprábamos arepas en la tienda, desayunábamos al mismo tiempo en la salita de atrás. En la noche, después de cerrar la biblioteca, íbamos juntas hasta la parada del bus.

Esto es tal vez lo que más extraño, esa forma de la compañía, sentir que soy parte de algo.

J L A: Para el 2017 publicas tu primer libro, La vida como era, con la Editorial Atarraya, ¿Por qué elegir una editorial nueva y cómo fue el trabajo con los editores?

M G: Trabajé los poemas de este libro junto a Inés Posada, ella fue mi primera interlocutora y me acompañó en todo el proceso. Después conocí a Natalia Romero en Buenos Aires. Los refinamos aún más, sobre todo en cuestión de claridad. Una vez me sentí segura y sabía que ya les había dado el afecto y el cuidado suficiente, busqué a Santiago Rodas y a Lina Parra. Lo he dicho en otros momentos, creo en lo que ellos leen y en cómo lo leen, creo también en sus escrituras singulares. El libro tomó su forma precisa en Atarraya. Santiago, por ejemplo, encontró el nombre más justo, más bello, para la figura completa.

J L A:  La vida como era es el resultado de una beca a la creación, ¿La idea inicial del libro fue la misma hasta el final o se fue transformando?

M G: Se transformó, claro. Uno atiende poema a poema, escribe las escenas que insisten, que regresan. Escribe lo que le va pasando, lo que alcanza a registrar. Y en esa fijación, en esa fidelidad por estas islas posibles que son los poemas, el camino se transforma. Pero eso es precisamente lo que emociona.

J L A: Ya lo has dicho en varias oportunidades, en tu primer libro persigues recuerdos de tu infancia, ¿qué trabajo previo debe hacer alguien que empieza a escribir para trabajar con esa materia?

M G: Leer, funciona como un espejo. Cuando entras en contacto con los recuerdos de otras escritoras o escritores, incluso si ves escenas en películas, que se ocupan de darle una atmósfera a memorias precisas, recuperas tus propias imágenes del pasado. La poética del espacio, de Gaston Bachelard, es una regresión. Igual que la enumeración Me acuerdo de Joe Brainard y la película El espejo de Tarkovski. Leerlos y atender con un lápiz a la mano, apuntar los reflejos que aparecen. Resultan siendo talismanes bastante útiles.

J L A: ¿La música puede ayudar en eso? En tu caso ¿qué música escuchas para regresar a tu pasado?

M G: La música siempre es útil. No solo para escribir sobre el pasado, también para trabajar lo inmediato y tomar nota en las libretas de lo que pasa afuera, en el cielo, en el jardín o en la casa; y de lo que pasa adentro, en la intimidad de las emociones, en la interpretación de esas percepciones que llegan a través de los sentidos. La música estimula la atención, hace que uno ame más al mundo que tiene delante, que se atreva a tocarlo. Cuando escribí los poemas de La vida como era, siempre escuchaba a Sigur Rós, a veces la misma canción, una y otra vez sin cansarme. 

J L A: Es curioso que un poema sobre un accidente en una esquina para el prologuista de tu libro tenga una carga amorosa. ¿Te ha pasado que la lectura de un poema, su significado, sea muy distinto comparado con lo que puedan interpretar otros lectores?

M G: Interpreto la lectura de ese poema como una debilidad mía. Pero era consciente de eso, al tiempo en que entregué el libro. No supe cómo hacerlo, no fui capaz de escribirlo directo, bien cristalino. Yo no hablé de ese accidente por años, ni siquiera con mi familia, aún no sé bien por qué. Yo quería escribirlo como lo haría, por ejemplo, Sharon Olds. Punzante, sin ninguna reserva. Pero mi voz no llegaba hasta tan lejos porque no era el momento.

J L A: De todas las líneas temáticas que atraviesan el libro, hay una que me interesa mucho y es tu relación con tu hermana, ¿Es una de tus primeras lectoras? Y al contrario ¿Participas en su proceso creativo como fotógrafa?

M G: Creo que mi hermana y yo sentimos de la misma manera la tristeza, la intensidad, la rabia o la alegría. Los detonantes pueden ser distintos, pero el cómo es el mismo. Es raro, pero igual hermoso. Me parece que las dos buscamos algo similar en lo creativo, ella con la fotografía y yo con la escritura. Una foto es una escena a muchas dimensiones.           Es decir, no es solo espacial: conmueve, te habla, llega hasta el cuerpo. Además, las fotos son igual de contenidas que los poemas, con sus marcos, con sus límites. Siempre comparto con ella lo que voy escribiendo, incluso le hablo de lo que quiero escribir y ella igual con sus proyectos. Siento que no llego a influir demasiado en la materia específica de lo visual, pero le regalo libros. Hace poco para nuestro cumpleaños le regalé Una guía sobre el arte de perderse, de Rebeca Solnit; y se lo está leyendo en las mañanas.

J L A: Algo especial de La vida como era son las ilustraciones, dan la sensación de ser un segundo libro o de ser un libro dentro de un libro, ¿Qué consideras que debe tener una ilustración en un libro de poemas y qué acompañamiento hiciste con la ilustradora para llegar a este resultado?

M G: El proceso con Sara [Quijano], quien ilustró el libro, cambió parte de mi percepción acerca de los poemas. Les dio sustancia, unidad. Es como si ella hubiera creado la atmósfera justa para que ellos se asentaran uno detrás de otro. Su trabajo me parece delicado y precioso. No ilustra de manera independiente, como si los poemas no estuvieran relacionados entre sí. Se atreve a contar una historia con capas de sentido y mucha belleza. Y es esto, precisamente, lo que debería suceder en los libros ilustrados: que las imágenes persigan elementos simbólicos de los textos, para crear otro relato, que corra ahí, paralelo.

J L A: Para irnos acercando un poco más a tu segundo libro, hablemos de la pandemia, ¿Cómo era tu vida antes de la pandemia y cómo es ahora? ¿Hizo un cambio significativo en tu trabajo con las palabras? 

M G: La pandemia hizo que mi realidad se concentrara, todavía más, en estas tres cosas: leer, escribir y maternar.

J L A: La hora de los satélites (2020) es un libro en tiempo presente, ¿Es intencional esa elección o se fue dando a medida que recogías los poemas para el libro?

M G: La poesía siempre está en presente. Tiene ese poder. Aunque el texto busque la ilusión de algo que ya pasó, al leerlo pasa otra vez. Pero es probable que los poemas de La hora de los satélites subrayen el presente de una manera intencional. Tal vez porque en ellos acojo y trabajo mi realidad más próxima, lo que en verdad tengo al alcance.

Portada del libro La hora de los satélites de Manuela Gómez
Portada de La hora de los Satélites, último libro de Manuela Gómez publicado por Angosta Editores. 

J L A: ¿Consideras que la poesía es un diario personal?

M G: Sí y no. En mi experiencia los poemas aparecen en la vida, aparecen en las libretas, pero no es tan sencillo. Hay un primer momento en que la escritura sí se parece a la de un diario, uno toma nota de lo que pasa, describe detalles de lo que ve, tira del hilo de las cosas, las enumera, las lleva al fragmento, a las migajas. Después, una vez se apunta lo tangible, aparece esa interpretación que forma el cómo, cómo veo lo que veo, cómo escucho lo que escucho, y así. Pero esto es solo una parte, escribir un poema es más difícil, porque la literatura consiste sobretodo en comunicar, el poema debería ser como el arroyo del campo del que habla Capote. Y en ese camino por la limpieza, por volver universal tu intimidad, hay que corregir, profundizar, borrar. Los poemas tienen un marco que los limita y, dentro del marco, solo los elementos que tú elegiste entre muchos otros. Es importante tomar distancia, para que los poemas se vuelvan figuras, formas estéticas, que es lo que en verdad son. Debemos pulirlos entonces en ese sentido. El poema habla de mi vida y al mismo tiempo no habla de mi vida, porque cuando lo moldeo me acerco, exagero, fragmento, miento un poco. En palabras de Fabián Casas: “Para mí es central que un poema se convierta en un lugar extraño.” Ese “convertir” es una de las tareas más delicadas, porque tienes que saber cómo desprenderte de lo que estás creando. Pero así los poemas se despiertan a su propia vida, a cierta distancia de la tuya.

J L A: Un estímulo para la escritura de algunos poemas son las preguntas de tu hijo, en otros la contemplación de algo que pasa afuera de la casa, ¿Reconoces cuándo sucede el poema?

M G: Sí, lo reconozco. La realidad es más generosa de lo que pensamos. Cuando te rindes, cuando te entregas, aprendes a apreciar estos momentos más transparentes, ricos en dimensiones. Ellos se revelan continuamente y sin ruidos, la decisión de notarlos es sobre todo nuestra. Cuando pienso en esto, siempre me acuerdo de lo que Thoreau escribió en sus diarios: “Pero la música es perpetua, sólo el oído es intermitente.”.

J L A: En una entrevista, cuentas que ya tu hijo mayor sabe que estás escribiendo antes de sentarte a escribir en tus libretas, ¿Siempre estás preparada para registrar esos momentos o ideas? ¿Se te ha perdido algún poema por no tener a la mano algo para anotarlos?

M G: No, no siempre estoy preparada. Por eso se me han perdido muchos poemas, muchos más de los que hasta ahora he escrito.

J L A: Entre un libro y otro hay escenas o elementos recurrentes. En el primer libro te arropan y en este segundo arropas o les extiendes las cobijas a tus hijos. Este cambio de lugar completa la imagen de una infancia y la maternidad ¿Este poema (Tengo dos niños) cómo fue apareciendo y en qué momento lo sentiste terminado?

M G: En este poema quise entregarme de forma consciente a la poesía, salí a buscarla. Quería encontrar semillas de poemas en mi propia maternidad. ¿Dónde he sentido el poema puro, despierto, respirando? Me iba con esta pregunta, aunque en ese momento no estaba del todo formulada, era más bien un deseo todavía nublado. Pero llevaba eso hasta el centro de mis días más agotadores, ahí donde el cansancio por el cuidado, por la entrega era muy evidente. Le decía, “bueno ¿dónde estás?” Entonces fueron apareciendo escenas en ese presente. Me daba escalofrío porque pensaba “esto es, esto es, esto es”. Las escribí paciente y luego de apuntarlas llegó el final como algo merecido, algo que me gané por entregarme así.

J L A: Otro elemento es la linterna con la que tu hijo alumbra a los animales en la noche, ¿El poema para ti es una linterna?

M G: La luz de una linterna es fuerte, encandila. Si me permites, preferiría escoger una luz de otra naturaleza, más sutil, más vulnerable, como la luz que tienen las luciérnagas cuando es de noche.

J L A: La hora de los satélites se puede entender como un libro sobre la maternidad ¿Qué ha sido lo más bonito y lo más terrible de ser mamá?

M G: Bueno, yo no lo siento solamente como un libro acerca de la maternidad. Me parece que hay algo en él sobre la mirada. Hasta dónde somos capaz de acercarnos, hasta dónde somos capaz de amar a los otros. Y al mismo tiempo sobre la distancia, cómo podemos tomar distancia para mirar completas las figuras que armamos, al punto que nos parezcan extrañas, bien nuevas, como los descubrimientos. Sí es un libro donde aparecen mis hijos porque es mi materia más genuina ahora, la que tengo al alcance y la que más me interesa;      pero creo que también conviven otros asuntos en él.

Pero ya que lo preguntas, lo más bello de la maternidad: todos los lugares en donde se puede poner el amor. Lugares muchas veces discretos, totalmente inadvertidos para los otros.

Lo más terrible: la enfermedad, el miedo, la fragilidad, esas cosas.

J L A: El primer libro está dedicado a tu hermana y el segundo a tus hijos y pareja. Tu mamá y tu papá aparecen en algunos poemas, ¿Estás preparando un libro sobre ellos? ¿Te resulta difícil escribir sobre ellos?

M G: Escribir acerca de los padres siempre es difícil. No es fácil mirarlos a la cara, como dice en algún lado Tarkovski. No es fácil intuir quiénes son, qué hay en verdad después de los gestos, en sus emociones más secretas. Pero es necesario escribir sobre ellos. Yo siento que mis padres están muy presentes en mi primer libro, ahora después de esta pregunta, creo que tendría que haberles dedicado también ese. Pero es para mi hermana porque mi infancia es una infancia doble, hay recuerdos que yo no sé son míos o son de ella. Y cuando intento reconstruir escenas de mi pasado, cuando las aíslo, cuando quiero escuchar mi voz de entonces, es la misma voz de ella.

En este momento estoy escribiendo algo y aunque todavía no estoy muy segura de su naturaleza, sí tengo claro que necesito tener cerca a mis padres mientras avanzo, de hecho, justo ahora hay una foto de mi mamá sobre mi escritorio.

J L A: Tu escritura la acompañas realizando talleres de escritura para adultos, ¿Qué te interesa que aprendan de la escritura y qué claves o ideas nunca dejas de recomendar?

M G: Me interesa que fortalezcan su afecto por la corrección, por borrar, por intentarlo una y otra vez. Que se den cuenta por ellos mismos que escribir no es fácil, que nos toma tiempo. Pero que cuando se forma un hábito, cuando la disciplina se vuelve parte de nuestro carácter, todo fluye de un modo más tranquilo. Que la poesía no se trata de elegir palabras herméticas que no entiende nadie, sino al contrario, que el poema debe ser limpio como un espejo.

J L A: ¿Qué te interesa del taller de escritura, como asistente a un taller y como profe en uno de ellos?

M G: Reunirme con otros, poner a la poesía en el centro, conversar. Que los poemas y la vida se confundan, que sus límites se disuelvan por momentos.

J L A: ¿Qué ejercicio de escritura consideras esencial para soltar la mano?

M G: Tomar nota de lo que pasa afuera y de lo que pasa adentro, ese diálogo. Enumerar, hacer listas. Escribir sobre los recuerdos que tenemos de nuestra infancia.

J L A: Y como asistente a talleres de escritura, ¿Qué es lo que más te gusta de ese espacio?

M G: Agradezco sobre todo cuando los talleristas son capaces de convertir el taller en un lugar cálido. Soy muy poco tolerante con los talleres que se fundan en una especie de violencia, en una necesidad de destruir al otro. Tengo en cambio un afecto por el taller que tuvo Inés Posada en la Bolivariana, por tantos años. También por El otro lado de las cosas de Natalia Romero, en Argentina. Gracias a que la pandemia habilitó plataformas virtuales, he podido asistir a este último. Disfruto compartir con mujeres argentinas, tienen una sensibilidad, una manera de nombrarse, una forma de comentar los ejercicios de las demás, admirable. También me asombra los lugares donde ponen el feminismo. Una compañera, por ejemplo, en vez de escribir los cangrejos, escribió las cangrejas, me pareció hermosa la precisión, la coherencia, la valentía.

J L A: Ya que las mencionas, me gustaría que nos hablaras del trabajo de Inés Posada y Natalia Romero, ellas te han acompañado en la preparación de tus libros.

M G: Reconozco en los poemas de Inés esa sabiduría de los corazones más blanditos, difíciles de endurecer. Su poesía es delicada igual que altiva, tiene fuerza. Es bastante aguda porque te pone delante al río, al pájaro, a las hojas secas, a la noche, a los metales. Su escritura invita a seguir escribiendo. “Haz el inventario de las cosas que ruedan en el mundo”, dice en uno de sus poemas. A Nati la admiro por ese equilibrio mágico que logra formar con su escritura; la experiencia, la intimidad, cercadas por atmósferas muy luminosas, donde está igual el río, la casa, el mar, el cielo, los cuerpos celestes.

J L A: Tus poemas salieron en el tercer número de La Trenza, un fanzine que publica trabajos de escritoras colombianas ¿Cómo te sientes y ubicas tú trabajo en ese grupo tan creciente e interesante de poetas colombianas?

M G: Hace unos años me prometí disfrutar todo lo que llegara con mi escritura, así que me siento agradecida. Pero no sé cómo ubicar mi trabajo en una figura coherente como la que nombras. Yo sé que me levanto, escribo, en lo posible aislada, en total soledad.

J L A: En una charla, y citando a la poeta norteamericana Mary Oliver, dices que los poemas son los grandes maestros, tal vez los únicos maestros      ¿Qué poema no deja de enseñarte y qué descubrimiento reciente has tenido?

M G: Estos poemas no dejan de enseñarme: Poema del verano y En los bosques de agua negra de Mary Oliver. O mejor, cualquier poema de Mary Oliver. Psykhé de Franco Rivero, Yuyo de Gabriela Cabezón Cámara, Me desperté tan temprano de Robin Myers, Exclusividad de Sharon Olds, todo el Canto a mí mismo de Walt Whitman. Aunque la lista podría seguir. Acerca de mis descubrimientos recientes, elijo estos libros, no están catalogados como poemas, pero yo los leo como si fueran poesía: Una mujer de Annie Ernaux, El trabajo de los Ojos de Mercedes Halfón, Tiempo sin lluvia de Cynan Jones, Una guía sobre el arte de perderse de Rebeca Solnit.

J L A: Y para cerrar, ¿En qué te encuentras trabajando? ¿Viene otro libro de poemas?

M G: Sigo atenta a la poesía que puedo encontrar en mi vida. Estoy aprendiendo de estructuras más horizontales, que se acercan a la narrativa sin dejar de ser poemas.

PREGUNTAS RÁPIDAS

1. Un libro de poesía colombiana: Plantas de sombra / Santiago Rodas.

2. Un libro de poesía latinoamericana: Lugares donde una no está / Laura Wittner.

3. Un verso que recuerdes:

La vida cambia deprisa. / La vida cambia en un instante. / Te sientas a comer y la vida que conocías se acaba. / La vida cambia en un instante. / El instante normal. Joan Didion.

4. Un libro que visites con frecuencia: Las clases de Hebe Uhart / Liliana Villanueva.

5. Una película favorita: La llegada. / Denis Villeneuve. 

6. Una pintura: Joven liebre / Alberto Durero.

7. Una canción: On the nature of daylight / Max Richter.