Literatura

Los Claveles

20 / 06 / 2017

Dos vidas separadas por las circunstancias, pero unidas desde lo lejos por unos claveles rojos. De eso trata este cuento de Felipe Sánchez Hincapié.

Quizás fue otro de sus arrebatos, pero doña Matilde escuchó que alguien caminaba dentro de la casa a pasos pesados y azarosos. Asustada, se paró de la silla mecedora y de un golpe cerró la ventana; la misma por donde todas las tardes miraba la calle, con sus viejas casas y esa soledad que vigila a las cuantas personas que pasan por allí.

Examinó la casa, con su extenso pasillo y amplias habitaciones, creyendo que encontraría a un ladrón que, según sus sospechas, se entró por el jardín. Pero el suyo era solo un miedo infundado: a medida que sus ojos recorrían uno a uno los rincones de la casa, ubicada en pleno centro de la ciudad, sentía tranquilidad al ver que todo permanecía en su lugar y que no había rastro de ningún ladrón. Volvió a sentarse en la silla mecedora, ya nada podía alterarla. “Demás que fue un gato caminando por el techo”, dijo en voz alta y riéndose.

A pesar de la calefacción, no se había podido acostumbrar al frío que hacía por esos días. El pequeño apartamento permanecía en desorden, la cocina llena de platos sucios, la cama sin tender y unas cuantas prendas de vestir regadas sobre ella. César no se preocupaba por darle orden a su hogar, solo lo hacía antes de que llegara alguna visita, pero ese día nadie iría a visitarlo. Miraba por la ventana el acostumbrado caos de la ciudad, similar al de su apartamento. En medio del desorden sabía que tenía algo pendiente, y que a regañadientes, debía hacerlo.

Doña Matilde encendió un cigarrillo. Era una fumadora empedernida y a pesar de que el médico se lo había prohibido, disfrutaba de una tarde amenizada por el humo. “Una vida sin vicios es como ir sin máscara a un carnaval: todo el mundo conocerá tus tristezas”, les decía a familiares y amigos, quienes en vano trataban de convérsela de que dejara semejante vicio. Ella no les haría caso ni cambiaría de parecer, había esperado muchos años para poder estar meciéndose en su silla y fumándose un cigarrillo, sin preocupación alguna.

En un solo día, por la ventana del apartamento de César caían de diez a veinte colillas de cigarrillo. Pese a la estrechez del lugar, él caminaba de aquí para allá mientras fumaba ansiosamente y de sus pasos salía una espesa estela de humo. Se detuvo ante su escritorio, que por esas rarezas de la vida era el único espacio que permanecía en orden. En el centro estaban la máquina de escribir, unas hojas de papel en blanco, un lapicero de tinta negra y un encendedor sobre un paquete de cigarrillos. Después de escribir, volvía a ponerlo todo en su sitio. Se sintió incómodo de solo saber a quién iría dirigida esa carta que pensaba redactar. Habían pasado tantas cosas que no sabía por dónde empezar; pero de lo que sí estaba seguro es que no quería alardear de sus triunfos, ni tampoco dramatizar sus fracasos.

Cansada de mecerse en la silla, Doña Matilde caminó hasta la sala y se sentó en una antigua poltrona. Miró la mesa del centro y los portarretratos que la adornaban. Se puso nostálgica al ver tantos momentos vividos, que quedaron encerrados en finísimos marcos de madera y relegados al recuerdo: sus hijos en el jardín de la casa, su esposo montando a caballo, ella y sus tres hermanas caminando desprevenidas por Junín. Suspiró y volvió a encender un cigarrillo. Por las cenizas y colillas que rebozaban al cenicero se notaba que esperaba algo. No estaba ansiosa, pero quería de una buena vez terminar con esa espera.

Las hojas de papel caían arrugadas y con agresividad. César miraba desconcertado la máquina de escribir y fumaba sin parar. Se paraba del escritorio, estiraba los brazos y volvía a sentarse. Pero esas breves pausas activas no le servían de nada. Las teclas de la máquina no sonaban con la misma rapidez y fuerza de ocasiones anteriores, porque para él era más fácil escribir sobre la vida de otros que de la suya. Intentó hacer un boceto, pero el lapicero solo llenaba de tachones a la hoja de papel. Después de mirar por la ventana el helado gris de los rascacielos, comenzó, por fin, a escribir la carta.

Doña Matilde no esperaba un vestido que le había encargado a Doña Lilia, su modista de confianza. Tampoco esperaba a su esposo, poco le interesaba a qué horas llegaba del trabajo. Su hija Claudia estaba en la universidad y ninguna amiga iría a visitarla, era una mala anfitriona a la hora de atender cualquier visita. Sintió frío, se paró de la poltrona y fue hasta su habitación por un saco. Luego fue al jardín y se quedó mirando con regocijo los claveles rojos que resaltaban entre el verde de las matas de plátano y del palo de mangos que estaba plantado en todo el centro del jardín. Mientras admiraba la belleza y elegancia de los claveles, pensó que en algún momento quiso ser como esas flores que un día plantó con tanto esmero, porque pese a su frágil quietud no tenían que cargar con los sufrimientos de otros. La tarde empezaba a caer y en la noche volvería a hacer ese ritual que a veces le resultaba monótono: atender a su esposo, conversar con su hija mientras ambas tomaban tinto, rezar el rosario y dormirse, resignada a esperar eso que el destino le debía.

Después de contar que primero se ganó la vida lavando platos en un elegante restaurante y que después pasó a trabajar como periodista en un modesto periódico, César habló del primer cuento que le publicaron en una prestigiosa revista literaria – cosa que nunca sucedió en su tierra natal –, y también de una bella francesa con la que había tenido una relación fugaz y que se llamaba Clarice. Se lamentó del frío que le comía los huesos cuando llegaba el invierno, y de que en su apeñuscado apartamento no había espacio para unos claveles rojos, sus flores favoritas. Hubo tiempo para hablar de las editoriales que no querían publicar su novela porque la consideraban larga y pretenciosa, de la austeridad con que vivía cada día de la semana, de su marcado acento paisa a la hora de hablar en inglés, de los gringos y su intimidante parquedad, del bullicio tan característico de esa metrópoli al que a fuerza de lidias ya se había acostumbrado, y de las tardes de cine y noches de jazz que lo alejaban de sus diarias preocupaciones.

Antes de ponerle punto final a sus palabras, preguntó por la familia y los amigos de infancia, al tiempo que aclaró que solo volvería al país cuando la adversidad se hiciera presente, ya que en tierras lejanas podía dedicarse a la escritura, así esa pasión le implicara llevar una vida modesta. César terminó de escribir la carta y expulsó satisfecho una espesa bocanada, como si se hubiera librado de miles de palabras que martillaban a su cabeza. Sacó la hoja de la máquina y la dobló con cuidado para luego depositarla en un sobre. Cansado y sin dudarlo se fue a dormir, al otro día tenía que hacer muchas cosas, entre ellas llevar la carta a la oficina de correos para que pudiera llegar a su destino.

Meses después de haber creído que un ladrón había entrado a su casa, Doña Matilde estaba en la cocina preparando un café con bastante desgano; una amiga suya llegó a la casa sin avisar y a ella no le cayó bien su inesperada visita. Así era doña Matilde, por más que sus amigas le avisaran con antelación que irían a visitarla, o si ellas se atrevían a llegar de improviso, siempre las recibía con un saludo cortante y las hacía pasar sin muchas cortesías.

Eran las dos de la tarde cuando alguien tocó la puerta. Doña Matilde pensó que era otra de sus inoportunas amigas, pero para tranquilidad suya era el cartero. Después de recibirlo y firmar el envío, cerró la puerta y se dirigió a la cocina con una carta en sus manos. Su amiga, deseosa de saber su contenido, no dejaba de preguntarle quién le había escrito, pero ella no le prestó atención a sus preguntas. Abrió el sobre y empezó a leer en voz baja: “Nueva York, 17 de diciembre de 1983. Querida mamá…”.

Bastantes minutos se tomó doña Matilde para leer cada palabra escrita y acto seguido dobló la carta con bastante cariño, cual camisa de niño, para luego apoyarla sobre su corazón que no paraba de latir por tanta emoción y nostalgia. “¿Quién te escribió,  Matilde?”, preguntó la imprudente amiga y ella, con un nudo en la garganta, le habló a su hijo como si lo tuviera al frente suyo: “¡Ay, César! Si supieras cuánto te extrañan los claveles de nuestro jardín.”