Literatura

A Roberto Bolaño, de un lector insufrible

2 / 10 / 2019

Algunas impresiones que provocó la obra del inquietante escritor chileno en uno de sus lectores.

Este, más que un estudio sobre Roberto Bolaño, es un encuentro con uno de mis escritores favoritos. O bueno, un sólo encuentro compuesto de varios y en los que él es confidente y espectador.

Para tranquilidad de los coleccionistas de datos -o de quienes si apenas les han hablado de él y, a veces, lo confunden con el célebre comediante mexicano- cabe recordar (de manera somera, porque ya mucha tinta se ha escrito sobre él, y ni hablar de la que falta por escribirse) que Roberto Bolaño nació en Chile en 1953. Hijo de un boxeador y una profesora, desarrolló su amor por la literatura desde muy joven, mientras trabajaba como boletero en una línea de buses. Fue en México, adonde fue a vivir con sus padres en 1968, donde decidió dedicarse a la lectura y la escritura de tiempo completo. En 1973 regresó a Chile, meses antes del golpe militar que derrocó al gobierno de Salvador Allende. Luego de ser detenido por una semana, el escritor en ciernes decidió abandonar su país y establecerse de nuevo en México, país en el que fundó, junto a Mario Santiago, José Vicente Anaya, entre otros poetas, el Infrarrealismo, que pretendía romper con el canon literario (concretamente el que de manera avasalladora representaban Octavio Paz y su séquito) y hablar de la cotidianidad, lo absurdo y visceral.

En 1977 se estableció en España: siendo Barcelona, Gerona y Blanes sus lugares de residencia. Allí, Bolaño consolidó su carrera literaria hasta que la muerte lo sorprendió en 2003, esperando un trasplante de hígado y con dinero apenas para sobrevivir.

La obra de Bolaño, aún después de muerto, ha atrapado a lectores tan fervientes (y reconocidos) como Mario Vargas Llosa o Patti Smith. La conexión entre vida y literatura es fuerte y evidente en su obra. Como escritor dibuja, con sinceridad estremecedora y sin adornos engañosos, todo tipo de personajes y situaciones: desde un escritor fracasado y una prostituta, hasta un encuentro de exiliados chilenos en Barcelona o un bar de mala muerte en un pueblo mexicano. Entre sus obras se encuentra La literatura nazi en Latinoamérica (1996), Los detectives salvajes (1998), Nocturno de Chile (2000), Llamadas telefónicas (1997), Putas asesinas (2000), entre otros.

Este año Chile fue el país invitado a la 13.ª Fiesta del Libro y la Cultura de Medellín, por lo que me es inevitable pensar en él y por eso, sin más presentaciones y dilaciones, doy paso a este encuentro con Roberto Bolaño en el que las palabras se moverán como el humo de un cigarrillo o los pasos de una tortuga.

Febrero 4 de 2013

¿Bolaño o Cortázar? Los dos son taciturnos, el uno se codea con las putas asesinas y el otro con los Cronopios y las Famas. Bolaño es chileno y llegó a México huyendo de un cóndor llamado Pinochet. Cortázar es argentino, pero cuando pronuncia la r parece francés.

¿Bolaño o Cortázar? No sé. Los dos son cazadores del azar, coleccionistas de silencios, exiliados de la realidad. ¿Bolaño o Cortázar? Mientras trato de decidirme por uno de los dos, la vendedora de la Librería Científica me mira ansiosa. ¡Cortázar! Quiero los cuentos completos de Cortázar. Le pregunto a la vendedora si los tiene y mientras los busca en el estante, pienso en Bolaño y los cigarrillos que se fuma pausadamente en un café del Distrito Federal o de Barcelona… Lástima que hoy no me acompañés, Bolaño, pero otro día será.

“No, señor. No tengo nada de Cortázar”, dice la vendedora. “Entonces ¿Tiene los cuentos completos de Bolaño?” Pregunto molesto por haberme llamado “Señor”, cuando apenas tenía 23 años en el momento, pero ella, como muchos, cree que soy un señor. La vendedora vuelve a buscar y, mientras espero que Bolaño venga a mi encuentro, miro a un vendedor de sombrillas que se protege de la lluvia con una de las sombrillas que vende. ¿Qué pasaría si, en vez de gotas, cayeran sombrillas del cielo? No habría vendedores de sombrillas, nadie bailaría bajo la lluvia y las calles se llenarían de varillas y telas sintéticas. Y claro, los hospitales estarían a reventar de gente accidentada, con sombrillas clavadas en la cabeza, varillas en los ojos, sangre y esas cosas de película clase B.

No, señor. Tampoco tengo nada de Bolaño. Es más, lo confundí con Onetti”, dice la vendedora, así no más. “Bueno, gracias”, fue lo único que se me ocurrió decirle antes de salir de la librería, aunque me quedé con la duda de por qué confundió a Onetti con Bolaño. ¿Será que lee al uruguayo por las noches y la angustia de su prosa le hizo creer que era igual al chileno? ¿Será que también es errante como ellos, o será que la tristeza no es uruguaya, ni chilena, sino simplemente tristeza?

No dejo de pensar en Bolaño, tampoco en Cortázar. ¿Bolaño o Cortázar? ¿Cortázar o Bolaño? ¡Ah, maldita indecisión de veinteañero que estudia Comunicación Social y vive en una comuna, pero creen que es un chico Laureles, como si Laureles no fuera una comuna, con palmeras tipo Malibú, eso sí! Por andar decidiéndome entre los dos, casi me tropiezo con un policía y, después de subirme al bus y sentarme en una de las bancas de adelante (las de atrás, lamentablemente, estaban llenas), un vendedor de dulces me ofrece una gomita, una a $200, las tres en quinientos. “Sin compromiso, señor”, dice con voz ronca, ofreciéndome la dulce y colorida mercancía. ¡Aich! Otro que vuelve a decirme señor. Lo cierto es que sí se ve más joven que yo, y debe tener en las venas más asfalto que sangre. Más guerrera debe ser su sangre, imagino. De todos modos se la recibo. Ni Bolaño ni Cortázar pudieron acompañarme hoy, pero me conformo con una gomita. El camino a casa no será tan colorido como una Trululu, pero no cae nada mal. Busco en mi bolsillo una moneda y no hay rastro de ella. Abro la billetera, ansioso, y tampoco. Miro al vendedor y le devuelvo la gomita. Él me mira de reojo y sigue caminando por las otras bancas. Ni siquiera me dice “con gusto, señor”. Llegaré a casa sin Bolaño, sin Cortázar y sin gomita.

¿Cómo escribiría Bolaño esta historia? ¿O Cortázar? Nah, no creo que se animen a escribirla. Preferirán encontrarse en un bar y tomar whisky. Bolaño hablará de cronopios y famas, mientras Cortázar de putas asesinas. Los papeles cambian, las conversaciones también.

Febrero 6 de 2013

Ay, Roberto. En las tertulias literarias te llaman por tu apellido, Bolaño, como si fueras un soldado. Pero mientras los literatos de tertulia sacan pecho y se paran erguidos para decir tu apellido, vos, en algún remoto y olvidado bar, cantás a punto de reírte “Mambrú se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena”. Pobres de ellos que no saben cuándo vendrás. Do, re, mi; do, re, fa; no saben si volverás de la guerra, del manicomio o del burdel.

Yo también te llamaba Bolaño, pero me he tomado el atrevimiento de llamarte Roberto, porque así se llamaba un tío de mi mamá que, aunque no era escritor como vos, salía con unas ocurrencias que válgame señor.

Ay, Roberto. ¿Cómo van las cosas en Chile, tu país raro? ¿Te has vuelto a encontrar con los detectives salvajes? Me han preguntado por vos, pero así como llegan, se van sin respuesta alguna. Hoy estaba en silencio, hasta que sentí los pasos de Godzilla, que se vino de México hasta Medellín y sacudió esa enorme sopa del azar que serví al medio día. Ay, Roberto. Gol, gol, ¡Gooooooooooool de Aguilar! ¡Gooooooooooool! Gracias a esos cronistas deportivos que llaman a los jugadores como si estuvieran en el batallón,  no sé cuál es el nombre de Aguilar, ni de Muriel, ni de Martínez. Pobres de ellos, pobre de vos. Pobre de Aguilar. En la guerra todos somos anónimos.

Ay, Roberto. Pobre de mí, que no sé si oler tus palabras o escribirlas en el espejo del baño. El lunes pregunté por vos en la Librería Científica, pero me dijeron que no estabas y te confundieron con Onetti. Ayer te encontré en la librería Al pie de la letra, antes de concretar una cita con un amor pasajero. Y bueno, el resto es historia, aunque no creás, picarón, que nos fuimos a un hotel del centro (tan parecidos a los de tus cuentos). No, nos la pasamos yendo de centro comercial en centro comercial, mirando vitrinas porque sí y si mucho nos dimos un abrazo. Ni eso, pudo haber sido más cálido un escueto estrechón de manos que eso. Ya en casa y antes del partido pude leerte, para después caer en cuenta que ver un partido amistoso es tan aburrido como hablar de cine danés en un velorio. El del día fue Colombia vs. Guatemala.

Sensini me cautivó y fue grato volver a ver (leer) el ojo de Silva, Silva ojo, el ojo Silva (mantra indio, invisible). Ay, Roberto, te pido paciencia y que perdonés mi abuso de confianza. Otros te llaman Bolaño, yo Roberto. Otros y yo estamos locos, qué más se le va a hacer. Gol, gol ¡Gooooool!… de Guatemala. Silencio. Expectativas que atraviesan el arco contrario. Qué más se le va a hacer, el fútbol es así. El mundo, ni se diga. A ese a cada rato le metemos goles. O él a nosotros. En fin. Seguiré leyéndote. A fin de cuentas, es sólo un partido amistoso.

Marzo 31 de 2013

Los tipos duros no existen, Roberto. Así tengan armas de fuego o de agua, y pongan el ojo donde ponen la bala; ellos no son unos tipos duros. Eso sí, cuando a ellos les da por disparar sus armas ¡Ay, Dios! Uno se imagina la dureza de su sombra y no le provoca encontrarse con ella en la calle dura. Qué dura es la calle, Roberto.

La voz de los duros huele a plomo y hace poco acabo de escucharla. Estaba leyéndote y no pude seguir tejiendo tu enrarecido hilo conductor, porque el taz… taztaztaztaztaztaztaztaz hizo latir mi corazón como si estuviera en un manicomio. Abrí la cortina y los duros se estaban dando duro contra otros duros. Se callaron unos segundos, abrí la puerta de mi casa, salí al balcón, las señoras miraban hacia arriba y abajo, asustadas, pero los señores ni se inmutaban. O bueno, se las daban de inmutables. “No pasa nada, deje la bobada”, dijo mi hermano. Pero justo cuando iba a cerrar la puerta, el taz…taz…taztaztaztaztaztaztaz volvió a ser un grito, un lamento. Luego el silencio, el ruido de las puertas que se abrieron y cerraron, los pocos o muchos que se enteraron de la dura novedad.

Ya no tengo ganas de leerte, Roberto; porque estoy alterado. Vos me decís que tranquilo, que los duros están en cualquier parte y que andan armados con una risa nerviosa. La verdad, Roberto, yo no sé si la risa de los duros es nerviosa, si leen al Marqués de Sade en un carro o si envían sus cartas amenazantes a cuanto concurso literario resulta por ahí. No sé si beben tequila o café quemado, si son exiliados o deportados, si les gustan las películas de traficantes o si prefieren las de mujeres que se enamoran de traficantes. Lo único que sé de ellos es que andan en sus cuentos duros, cuentos duros difíciles de contar.

En fin, Roberto; la noche continúa, pero para vos ya es de día. Mirás el reloj y decís que en Barcelona son las dos, cuatro, seis, ocho o diez de la mañana; y que si no llegás a tiempo a tu departamento, el computador escribirá por vos una columna bastante elogiosa sobre Isabel Allende y su casa llena de espíritus melosos. De sólo pensarlo, a vos te dan náuseas y por eso salís de mi casa sin despedirte. Pero justo cuando abrís la puerta, te quedás quieto y escuchás a los gatos maullar. “Esos gatos están jugando a los policías y ladrones”, decís y me pedís que llame a los detectives. ¿Para qué?, te pregunto, si son sólo unos gatos. “Para que le digan dónde está MacCurly, un duro de matar”, decís y te vas. El libro se cierra, como la puerta de mi casa.

Abril 5, 6 o 7 de 2013                                                                                

Subo y bajo las escalas de la Estación Sudamericana después de estar en una clase que me puso patas arriba. Mientras espero el Metro, veo un afiche con una foto tuya pegado en un tablero. “Roberto Bolaño. Vigía de otro boom latinoamericano”, dice el afiche en letras blancas, sobre un recuadro rojo. Debajo de esa pomposa frase se anuncia una exposición, un ciclo de conferencias sobre tu obra y un concierto de Chinoy -¿Lo conocés?-, que harán en la Universidad EAFIT para celebrar tu cumpleaños. ¡Qué olvidadizo soy! ¿Cumplís años este año, año de la serpiente? ¿Cuántos años? ¿Sesenta? Y yo que pensaba que tenías veinte, treinta o ningún año porque el tiempo no te pone histérico, como a tus compatriotas y a los míos.

Ay, Roberto ¿Qué te voy a dar de cumpleaños? Yo que soy un pelao que anda con pocas monedas en los bolsillos, puedo darte un paquete de cigarrillos. O puedo llamarte y decirte “Hey, Roberto ¿Vamos al Parque del Periodista y hacemos de cuenta que estamos en el Café La Habana, nos tomamos una caja de moscatel y creemos que es whisky? O si querés, vamos a una de las conferencias que harán sobre vos y nos reímos de la academia y de quienes presumen que su cerebro es una academia. Vos verás, sos el cumpleañero y se hace lo que vos digás”.

Aunque si fuera por vos, te fumarías el tiempo en la banca de un parque y dirías que Chile, México, España y el resto de países que le siguen viven en el apartamento 2666. También te reirías de las tragedias de América, de la poesía nacional y de los poetas que salen en los billetes. O simplemente guardarías silencio y el día y la noche serían tácitos, como vos. Siendo así, entonces no esperés que te diga feliz cumpleaños, y a cambio de ello leeré un cuento tuyo que escoja el azar. Lo leeré en voz baja para que Godzilla no nos escuche, ni los escritores nazis nos manden a un campo de concentración. Aunque puedo leerlo en voz alta para curar la epilepsia intelectual de los académicos, o para que los libretistas de películas XXX se inspiren y escriban guiones con final feliz, porque en esas películas nadie folla feliz.

Pensándolo bien, dejémonos de planes y hagamos de cuenta, Roberto, que no cumplís años; que no sos un vigía y que el boom es una bomba llena de agua que en cualquier momento puede explotar. Hagamos de cuenta que tu día es el de otro y brindemos por él, tal vez nos lo encontremos por ahí y le demos un paquete de cigarrillos.

No siendo más, que estos treinta días y treinta noches que suman sesenta vidas sean de lo mejor para vos. ¡Ya viene el Metro, Roberto! Me fumaría un cigarrillo en tu honor, pero al menor rastro de humo, locura y suciedad en esta estación, un agente de policía, con su voz de adolescente callejero, encenderá el altoparlante, hablará de calidad de vida, civismo y otras penitencias ciudadanas, y luego pondrá música instrumental; y ahí sí nos llevó el que nos trajo. Y claro, a mí me sacaría de la estación como lo haría un cura de la Basílica Metropolitana si me pescara leyendo una revista porno, o un tratado de patafísica.

20 de agosto de 2018

¡Cuánto tiempo! ¿Eh? No creás que te he olvidado, de hecho te recuerdo (aunque eso de recordar, sí o sí, tiene algo de olvidar) cuando leo tus poemas en el celular, evadiendo los estados histéricos, adoctrinadores y aburridos que todo mundo escribe de afán, con corona de laurel en la cabeza y comiendo pan sin gluten.

Bueno, debo admitir que me he vuelto uno de esos histéricos adoctrinadores, y si me vieras ahora, con menos pelo y más barriga, me dirías señor, tal como la vendedora de la Librería Científica que te confundió con Onetti. Por cierto, cerraron la Librería Científica —como también cerraron los teatros donde pasaban películas de vaqueros y charros, los burdeles con putas que hablaban francés—, aunque ya es más fácil encontrarte en las pocas librerías que sobreviven en el centro. También en alguna biblioteca o en algún apartamento de aprendiz de novelista o de periodista que quiso ser novelista (como es mi caso), porque ahora eres amado, idolatrado, fetichizado. Y eso no está mal, por lo menos para quienes atesoran (atesoramos) ilusiones, suvenires, relojes sin cuerda, máquinas de escribir sin la tecla A, casetes vírgenes, fotos de viajes y mensajes sin responder.

A ti sí te haría reír que tus poemas y cuentos los vuelvan fetiches, que a un hermeneuta o crítico literario desempleado se le ocurra declararte padre del “nuevo boom latinoamericano” (el boom del boom) y de paso apostille un nuevo término, “el bolañismo”, para meter en un mismo saco a los escritores mochileros, los que tienen doctorados en Filosofía Polar o Artes Amatorias del Paleolítico, los que van a cocteles y los que comparten memes con frases de Bukowski y canciones de Enrique Bunbury.

No te pregunto cómo va Chile porque Colombia está igual: peor. El mundo siempre estuvo peor ahora que lo pienso, aunque por fortuna todavía hay whisky para pasar sus lugares comunes. Llevaba mucho tiempo sin hablarte, suficiente para volverme un periodista que siempre camina con afán, que colecciona olvidos, que fuma soledades y aun quiere formar una banda de rock. Le toca conformarse con cantar, así su voz haga despertar a Godzila y a esta ciudad la destruya como a una maqueta de estudio barato.

Ando con mal de amores (así ando siempre, inclusive antes de conocerte, querido) y para conjurarlo te leo. No eres un poeta del amor, pero sí lo escribes con sinceridad, como si estuvieras hablando sobre las ciudades en que viviste como exiliado, los cafés y bares que te acogieron, los premios que buscan los derrotados, los cartones de leche y claveles que arrojan al río. Busco y busco tus poemas, pero te leo con afán, como si en vez de versos buscara cifras. Es de noche, aun no quiero dormir y el silencio la da cuerda al corazón. ¿Será que en vez de mal de amores tengo mal de mundo? Tal vez ambas, porque últimamente ando con un peso de mas, como si en la espalda llevara un piano, un diccionario de la Real Academia de la Lengua (¡Qué martirio!) o un busto de Lenin.

Para no seguir con este drama de folletín, mejor te leo: “En el camino de los perros mi alma encontró a mi corazón. Destrozado, pero vivo, sucio, mal vestido y lleno de amor. En el camino de los perros, allí donde no quiere ir nadie. Un camino que sólo recorren los poetas cuando ya no les queda nada por hacer”. Poeta no soy, pero cuando no queda nada por hacer camino, camino y camino. Y escribo. Y amo, porque a pesar de todo, a pesar de que el corazón se arrugue como una hoja de papel, amo. Sucio y mal vestido, pero amo. Y vivo.

Encuentro una foto tuya en Google, a blanco y negro. Sonríes inocente, extiendes los brazos, cual crucificado, viajero crucificado porque llevas un bolso en el hombro, y detrás tuyo hay un mapamundi, como de libro del siglo XIX al que provoca arrancarle las hojas para armar porros. Te miro y por un momento siento que me guiñas el ojo, cual amigo al que encuentro en un viejo café después de muchos años y exilios. No, no estoy delirando. Sonrío, vuelvo a leerte y comparto tu foto con poema incluido en mi Facebook. Un like, un me encanta, otro like. Tal vez, como yo, encontraron su corazón en ese camino al que solo van los poetas o sintieron que en medio de tanta histeria, de tanta música para sordos y burocracia para zombis, el amor, a pesar de sí mismo, los hace sentir vivos. En fin, querido Roberto. Volveremos a encontrarnos en otra soledad, en otro silencio, en otro insomnio. Saluda a Godzila de mi parte, dile que el fin del mundo puede esperar.