Fiesta del libro

Monólogos de la memoria

9 / 09 / 2018

Unos cortos monólogos sobre las memorias que nos ha dejado la violencia en Colombia durante las últimas décadas.

Por la ventana

Éramos jóvenes. Esa era nuestra excusa. Crecimos entre balones y balas. Entre risas y ecos de ráfagas. Creíamos que eso era normal. Que así era la vida y que era normal perderla en cualquier esquina. Llegamos a pensar que la vida era una alhaja sin mucho valor. Éramos jóvenes y esa era nuestra excusa.

Nunca fuimos malos. A los malos los avistábamos desde las ventanas. Las ventanas de la casa, del colegio, de los buses. Las ventanas eran nuestras aliadas y a la vez nuestras enemigas. Por las ventanas veíamos el azul del cielo y por las ventanas entraban disparos que iban quién sabe para qué lado. No éramos malos. Sólo éramos jóvenes. Despreocupados, desprevenidos. Jóvenes al fin y al cabo. Esa era nuestra excusa.

De pronto empezamos a notar cambios de toda índole. Éramos muy jóvenes para entender. Lo que sí entendimos fue la ausencia de algunos que cambiaron más de lo previsto. Santiago empezó a andar en moto y a callar cada vez más. Jaider ahora se cubría los ojos con una gorra y ya parecía que no nos conocía. Alex no volvió a estudiar. Éramos muy jóvenes pero ya estábamos tristes.

Otros, decíamos, no nos rendimos. Éramos jóvenes y queríamos cambiar el mundo. Mirábamos por la ventana y soñábamos con que fuera diferente. Éramos jóvenes y teníamos coraje en el corazón. Hasta que un día cualquiera a Pablito lo sorprendieron por la ventana abierta del colectivo unos tipos que él no conocía, pero que sí sabía quiénes eran. Lo obligaron a bajarse y nadie supo más hasta que, tres días después, aparecieron en el velorio de Pablito disculpándose con Doña Olga, su mamá, porque lo habían confundido con otro cristiano.

Éramos jóvenes, pero nos dolía la vida de tanto vivirla y de tanto morirla a la vez. Éramos jóvenes, pero ahora estamos incompletos. Ahora no todos tenemos la esperanza de envejecer.

 

Rama seca

Afuera de la escuela había un guayacán. Una vez florecía, sus ramas volvían a despojarse de la magia y entonces parecía ser un árbol como cualquier otro. Yo lo veía todos los días mientras dictaba mis clases de español a estudiantes adultos. Todos me llamaban «profe». Incluso unos pocos conocían mi nombre: Adriana. Un lunes, llegué al aula 112 y había un sujeto desconocido preguntando por mí. Decía que necesitaba hablar con Adriana. -Soy yo-, le dije. -Acompáñame, hombre, Adriana-, me dijo él.

Salimos de la escuela. Yo lo seguía. Se detuvo cerca al guayacán sin flores y mientras anochecía, empezó a hacerme preguntas: que por qué daba clases, que dónde había nacido, que si tenía jefes, que si tenía marido. Empecé a sentir temor y oscureció. Él agarró una rama seca caída en el piso y la movía entre sus manos mientras se presentaba: era un miembro del Ejército, vestido de civil. Me dijo que debía ir con él hasta el batallón principal y aunque me negué, diciéndole que debía dictar mi clase de español, él me presionó. Subimos en su Jeep y condujo. Todo fue silencio.

Llegamos al batallón y allí me esperaban otros dos honorables miembros del Ejército Nacional. Primero me golpearon. Todos vociferaban: «Esta perra es una comunista»; «muy intelectual, pero grita como una puta más»; «a ver qué va a decir la profesorcita»; y otras sandeces que prefiero no recordar. El sujeto que me recogió en la escuela conservaba la rama seca del guayacán y con ella empezó a violentar mi centro. Él me violó primero y luego vinieron los demás. También introdujeron sus armas dentro de mí. Rompieron mi ropa y destrozaron mi dignidad.

Grité. Lloré. Me desgarré. Quedé inconsciente y días después desperté en la orilla de la quebrada. Tenía los zapatos trocados y la rama seca del guayacán en mis manos. Desde entonces, ya no vivo. Ya no florezco. Ya no sonrío. Ya no enseño. Ya no hablo. Ya no puedo ver los guayacanes amarillos. Ahora soy yo misma otra rama seca.

 

Corridos prohibidos

A mi papá le gustaba el aguardiente y la música popular. En el zaguán de La Centinela, la finca donde vivíamos, se sentaba con Don Arturo y Don León a contar historias interminables y a tomar sobre las butacas de madera. Entre tanto sonaba una canción que yo, una niña campesina, no podía entender: decía que dos hombres que se habían encontrado en un bar, habían terminado reventándose a los tiros.

-Papá, ¿por qué se agarraron a plomo?

-¡¿Quiénes?! No diga esas cosas, hombre. Eche pa’ dentro.

Mi papá no sabía que yo le preguntaba por lo que sonaba en la vieja grabadora. Era una historia que fácilmente él confundiría con la realidad.

Pasaron los años, pero no los horrores: esos se me quedaron en la memoria. Octubre del 2000, los guerrilleros se llevaron a mi hermanito de apenas 10 años. Nunca lo volví a ver. Marzo del 2001, los paracos jugaron fútbol con la cabeza de Don Arturo, el vecino. No supimos por qué.

Esta vez no pedí explicación. Ahí entendí quiénes eran los personajes de los que se hablaba en aquella canción… «Y aquí termina el corrido del guerrillero y del paraco».

 

La carta

«Yo no sé si la montaña se vino abajo o si el río se vino arriba, Pacho. Yo no sé si vos estás enterrado debajo de la tierra o si, acaso, te esparcieron por los aires. Yo no sé ni con quién hablo ahora, Pacho. Solo sé que no habrá más zapotes dulces para comer en las bancas de la plaza, porque ya no habrá bancas ni habrá plaza ni habrá peregrinos. Del pueblo ya no queda nada más que el vacío. Mi alma está vuelta escombros, como nuestra casa. Y sólo me quedó en el corazón la canción que vos me cantabas, esa que hoy canto yo, y que decía: ‘a dónde van los desaparecidos’…».