Fiesta del libro

Punto de partida

14 / 09 / 2019

Un viaje por los libros, por las historias y sus protagonistas, un viaje en el que nos encontramos con el otro y con nosotros mismos.

Huck me invitó a seguirlos. A él y a Tom. Nos adentramos por un sendero sembrado de árboles hasta llegar a un cerro. Desde allí vimos el pueblo y el río, y las dos o tres casas que se levantaban junto a sus riberas. Tom quería navegar para llegar a una cueva y pretendía formar una banda de ladrones como las que había conocido en los libros. Fue entonces cuando preferí devolverme a casa. Esperaría a que regresaran para que me contaran sus hazañas.

Ahí empezó la aventura. Como no regresaban, hube de llamar a los espíritus que lo sabían todo para que me contaran sus andanzas. Y a bien que lo logré. La invocación fue simple: me bastó tomar un libro que había en el estante de la sala. Apoyé su lomo sobre una mesa y dejé que bajara primero la cubierta delantera, y luego la trasera, mientras con una mano sostenía las hojas. Después, presioné suavemente para que estas se desplegaran y dejé que el azar me señalara el punto dónde detenerme; ¡y se hizo el milagro! Como a través de un catalejo pude ver a Huck. Salía de su casa. Llevaba una lámpara en sus manos. Se sentó bajo un árbol y empezó a frotarla. Lo hacía con tanta fuerza que empezó a sudar copiosamente. ¿Estaría esperando que de la lámpara salieran tesoros? Me reí. Yo había descubierto una manera más sencilla de hacerme a mis riquezas.

Esa noche estuve despierta hasta la madrugada atenta a las peripecias de Huck y su amigo Jim navegando por el Misisipi en busca de la libertad. Pude aprender de sus hazañas y me sentí fuerte como él, y entendí de la importancia de la lealtad.

Ya no había marcha atrás: había hallado el ingrediente secreto para ir a cualquier lugar, hablar con desconocidos y hasta alcanzar las estrellas. Y lo mejor, no tenía que pedirle permiso a nadie. Así que inicié mi periplo. Próxima parada: el desierto del Sahara.

Un hombre duerme sobre la arena. Está solo y aislado. De pronto, abre los ojos y se encuentra con una aparición. Lo escucho cuando pregunta: —¿tú también vienes del cielo? ¿De qué planeta eres tú?… ¡Un extraterrestre!, pensé. Pero no era verde, tenía la apariencia de un niño rubio y vestido como un caballero de la corte real. Estaba tan inmersa en su conversación que cuando menos lo pensé habían pasado tres días y hablaban de los baobabs, árboles tan grandes como iglesias. En el lugar donde vivía el niño tenían que exterminar sus semillas para que sus raíces no hicieran estallar el pequeño planeta. Con la petición que el principito (así lo llamaba él) le hizo al hombre para que dibujara uno de esos árboles, terminó ese día. Sin que lo notaran, estaba instalada a su lado y dispuesta a seguirlos para ver la puesta de sol. Fue cuando escuché a mi mamá llamándome para que fuera a comer. Me dio algo de rabia, pero ya sabía que volvería a estar con ellos en cuanto pudiera. Sólo bastaba poner una señal entre las páginas del libro.

Conviví seis años con el piloto y el principito, aunque mi calendario marcó nada más una semana. Estuve ahí cuando todo terminó. Lloré cuando vi caer el pequeño cuerpo sobre la arena y me asombré de no encontrar rastro alguno al día siguiente. Recuerdo lo que dijo: “Lo más importante nunca se ve”, y desde ese día, cada que miro una estrella, le sonrío.

Me convertí en una viajera incansable. Recorrí los Cárpatos y la misteriosa tierra de Transilvania, conocí a los Samanas de la mano de Siddhartha, vi los molinos de viento en La Mancha, transité con Jacques Cormery por las ardientes y polvorientas calles de Argel. Cada destino ha enriquecido mi percepción del mundo, me he impregnado de sus atmósferas. He sido una exploradora en busca de algo impreciso, la respuesta a mis dudas existenciales. Y he experimentado el asombro ante esos mundos desconocidos poblados de personajes que hablan ante mí, sin recato, de sus sentimientos y sensaciones más profundas, de las acciones más reprochables. Todavía pienso en Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne. Me soltó esa confesión así, a sangre fría, y la contundencia de sus palabras hizo que me quedara escuchando su declaración, intentando comprender la razón de su insensatez, hasta llegar a sentir su encierro y a cambiar mi repugnancia por compasión. Esa posibilidad de comunicación con el otro, el desconocido, extranjero, extraño, se ha convertido en mi manera de sondear la existencia, de asomarme a los abismos del alma.

Los caminos han sido diversos. A veces, alguien me recomienda el destino; otras, la nueva senda se revela durante el viaje mismo. Y siempre con la guía de un narrador, indicándome esos recovecos inasibles de los sentimientos de los protagonistas, sus sensaciones tan parecidas o distantes de las mías frente a igual estímulo, con el eco de algunas sentencias dando vueltas en mi mente: “no podemos curarnos de ser lo no que somos”. Pero lo intentamos. Y, en ese empeño, el viaje literario es la oportunidad para encontrarse con el otro, que como dijo el poeta, también soy yo.