Fiesta del libro

Tres viajes por Colombia y tres sensaciones

15 / 09 / 2019

Hice tres viajes por Colombia: Bojayá, Putumayo y el Suroeste Antiqueño. Cada viaje me dejó recuerdos y una respectiva sensación.

Durante el tiempo que trabajé en la oficina de prensa de la Registraduría Nacional conocí lugares de Colombia que nunca imaginé visitar. Encontré historias y muchos recuerdos quedaron en mi memoria, como el viaje a Bojayá y Putumayo, donde los indígenas del pueblo Siona me recibieron con ceremonia de Yagé. Viajes por un país invisible que aún carga con el dolor de la guerra y la indiferencia del Estado. En esos lugares también fui feliz por la posibilidad de recorrer un país y por el disfrute de las cosas simples.

Dolor

Mi jefe no estaba muy segura de enviarme a Bojayá cinco días a trabajar.

“Eso es muy duro, Lina” me repetía, sin embargo, yo le decía que podía, que me enviara, que no se preocupara.

Llegamos a Quibdó en la noche y madrugamos para Bojayá en una panga de la gobernación que llegó dos horas tarde, porque en Quibdó las gentes no tienen el afán que llevamos en el cuerpo y en el pensamiento los que vivimos en la capital.

Yo trabajaba en ese entonces en la Registraduría Nacional del Estado Civil y el motivo del viaje fue llevar las fotos que reposaban en la base de datos de la entidad de quienes murieron ese 2 de mayo de 2002, cuando guerrilleros de las Farc lanzaron una pipeta a los paramilitares, pipeta que acabó con la vida de más de 80 civiles que estaban dentro del templo orando para que acabaran los enfrentamientos entre ambos grupos.

El pueblo que construyó el gobierno nacional en Bojayá es un pueblo triste y dividido. En las tardes la gente se reúne en el parque a conversar sobre la actualidad del país, no obstante, el tema que llega siempre al final del diálogo es la tragedia del 2 de mayo.

Al día siguiente visité el Bojayá viejo con Lucero, víctima de la tragedia y con Luis, el realizador del programa de televisión de la Registraduría.

Para llegar al Bojayá viejo es necesario tomar una barca que se demora diez minutos en atravesar el río Atrato desde el pueblo nuevo. En el trayecto, Lucero contó que esa casa de madera que se ve a lo lejos era la tienda comunitaria, que en la construcción de al lado, de la que sólo se ve el cemento y la maleza, quedaba la estación de Policía y que más atrás estaba su casa.

A lo lejos también aparece la iglesia, que pese a los árboles, la maleza y la humedad, se niega a desaparecer. Después del viaje, Lucero caminó por las calles del viejo Bojayá y recordó cómo eran esos lugares donde se reunía con sus amigas a hacer pan y a bordar, también donde pagaba las cuentas, iba a citas médicas y jugaba con sus hijas. Pese al dolor y a los recuerdos recorre con constancia estos lugares para limpiarlos y no olvidar.

Luis y yo no hablábamos y el silencio estuvo presente en esos cinco días, no hacíamos chistes, solo planeábamos las grabaciones mientras comíamos patacón con queso frito en un pequeño restaurante del pueblo. En las noches, algo pesaba en el ambiente, una tristeza, una pregunta sin resolver, la presencia de los que murieron. El pueblo vivía a oscuras porque la electricidad es otra promesa que el Estado no ha sabido cumplir. Pensaba en todas esas cosas boca arriba y luego me volteaba para buscar el sueño.

Llegó el día de regresar a Bogotá. El regreso fue en otra panga, un poco más lenta y llena de gente. Nos tocó en el puesto de atrás, al lado del conductor y me gané una insolada que me recordó el viaje por lo menos diez días.

En el aeropuerto de Quibdó Luis me dijo: “no veo la hora de llegar y abrazar a Lala”. Y yo pensaba, a quién voy a abrazar cuando llegue a mi casa. En mi cama lloré un buen rato, no fui capaz de escribir. El recuerdo de Bojayá sigue ahí en mi pensamiento. Imposible entender el dolor de las víctimas, es un dolor muy grande que nunca se supera.

Revelación

Me tomé medio pocillo. Me supo a café expreso.

Salí de la casa del taita Arístides y me senté cerca al fuego para mirar las montañas y la oscuridad.

Fernando Pessoa dice que pensar es tener los ojos enfermos, y esa noche me enfermé de los ojos de tanto pensar y sentir, sin embargo, para eso estaba el remedio, para sanar y limpiar. A ratos contemplaba las estrellas y agradecía por tener vida y amigos. Los amigos son las estrellas.

Me entregué al Yagé, me encontré con mi madre y sentí su amor y ternura. Creí, amé, sané, me liberé y confirmé que con eso bastaba para seguir existiendo.

Al día siguiente, pese al cansancio, sentía que había vomitado todas mis rabias, rencores, miedos y prejuicios. Conversé con el taita Edgar en la Organización Indígena de Putumayo mientras mis compañeros de trabajo dictaban un taller sobre registro civil. No sabía cómo agradecerle todo lo que me había ayudado con el remedio (como ellos llaman a la Ayahuasca).

Nos despedimos dándonos las gracias y prometimos encontrarnos de nuevo y ayudarnos en lo que pudiéramos.

Alegría

A la 1:00 de la tarde nos montamos en la chiva, o unos minutos antes, porque temíamos quedarnos sin puesto. Nos tenían reservado el de adelante, sin embargo, se lo dejamos a un señor más alto para que pudiera viajar más cómodo.

Nos sentamos en la tercera banca.

La chiva bajó las calles de Jericó para tomar la carretera destapada y a unos minutos de trayecto se montaron cinco niños de trece años, más o menos. Más adelante, unas adolescentes que también acababan de salir del colegio.

El conductor le subió el volumen a una canción del Binomio de Oro mientras dos niños chicaneaban de quién sabía nadar mejor en los charcos. Las niñas reían, reían con la complicidad de quien va tranquilo para la casa a descansar del uniforme y las clases de religión y matemáticas.

Veía cómo se bajaban de la chiva y emprendían el camino hacia sus casas, quitándose la moña que amarraba sus cabellos y dejando al aire la melena larga. Me recordaban otras épocas de mi vida en las que no tenía que pensar en el devenir y en el devengar.

Todo me asombraba; las montañas, los animales, las casas, la gente.
A ratos miraba a R. y notaba en su rostro la alegría de quien conoce por primera vez un lugar, atento a los sonidos y a las imágenes que llegaban a su cuerpo.

La chiva paró en un lugar llamado Buenos Aires, le dije a R. que habíamos llegado a Andes, pero los viajeros nos advirtieron asustados que todavía faltaba camino y los dos entre risas nos acomodamos de nuevo en los puestos.

Descendiendo nos encontramos una chiva de Pueblo Rico y R. aprovechó para tomarle fotos mientras me daba cuenta de que mi ropa y mi cara estaban llenas de polvo.

Subestimé el viaje en la chiva.

La recuerdo y extraño las montañas, las conversaciones de los niños, la mirada de las personas y las canciones del Binomio, porque dicen por nosotros lo que a veces nos da pena decir.