Fiesta del libro
La memoria es una diáspora
8 / 10 / 2020
Una y otra vez intento revisitar ese lugar que alimentó mi infancia. Cierro los ojos para recrear imágenes y veo la casa, al final de la vereda, donde pasé mis primeros años de vida.
Observo una fotografía en la que aparecen Bárbara, mi abuela materna, con sus siete hijos. Están sentados sobre una sábana en la losa de una terraza. Una pared de adobes irregulares sirven de fondo. Todos miran a la cámara. Una apariencia pétrea los cubre. En la fotografía solo hace falta Cristóbal, mi abuelo.
—Ahí vivíamos con Farides—precisa él. Se refiere a la esposa de José de los Reyes, su hermano.
Sus ojos, cansados y azules, reaniman vivencias.
—Ahí vivimos unos años cuando llegamos a Medellín—señala. —Yo le enviaba dinero a su abuela para los gastos y el arriendo, porque ya me iba un poquito mejor. Pero le estoy hablando de años de mucha pobreza.
Le pedí a mi abuelo recordar conmigo los paisajes de mi infancia. El lugar que él me mostró y me enseñó a nombrar cuando era un niño. Mi abuela interviene:
—Yo mantenía aburrida. Ver esa cocina tan pequeñita, ese baño tan feo. Yo me quería devolver para Sopetrán.
Ambos se esfuerzan por reconstruir las imágenes de su pasado. Cierran los ojos y se pasan la mano por la cara, como intentando dilucidar los episodios. Como si en la mente apareciera el carambolo frente al piso de tierra de su primera casa; las gallinas escarbando la hierba; el calor abatiéndolos sobre la mecedora. Aparece la cara de la tía Celia y el abuelo Tomás; las facciones finas bajo la piel cobriza de la abuela Matilde; la tía Tránsito llenando la casa con la potencia de su risa y la tía “Coqui” fumándose un cigarrillo. Aparece el terreno abandonado, bajo la sombra del mamoncillo, por la amenaza filosa de un machete.
Mientras pienso, mi abuelo pregunta:
—¿Usted sí se acuerda?
—No—le respondo, distraído.
Arruga el ceño y continúa su historia.
—¿Se acuerda de la casa?
Asiento con mi cabeza.
—Si la ve ahora, la desconoce.
—Creo que está destruida.
—Da pesar verla—agrega mi abuela.
Puedo señalar, casi con exactitud, los espacios por los que corrí con mis primos en la Casa de tejas. Y revivir el temor de pasear por la parte trasera de la casa y ver la huerta en la noche; los juegos prolongados entre la hierba y el agua; las caminatas al río; temer perder la vida sobre una bestia desbocada; el olor de los mangos maduros; el desprendimiento de un zapote que se abre, naranjado, sobre la tierra dura. Recuerdo el rostro redondo, sonriente, de mi tía Blazina; la capa de niebla que se divisaba desde su casa en La loma; el ganado que muge; el caldo de pollo que hierve en la leña; el grito en la noche de una gallina hurtada; el disparo seco de la carabina; los perros ladrando por los caminos de piedra; el ojo sin vida de un cerdo sacrificado; la espiral de fuego donde un escorpión se atravesó el aguijón; las aguas doradas del Tonusco; los sapos aplanados contra el suelo; las llamas avivadas contra el mango grande; las avispas negras; la sombra amplia del tamarindo; la presencia incómoda de hombres armados; la tierra hurtada; la ciudad mezquina; los caminos de herradura; la tía Morelia pilando el maíz; la paredes tiznadas de la primera cocina; el cacao en cosecha; un huevo tibio en el armario; una babilla en la acequia; el anzuelo afilado en la piel de la cachama; los frutos pudriéndose; los caminos polvorientos; la cajetilla de cigarros sobre la montaña en la vía Palmitas; los pandequesos humeantes en Boquerón; a mi abuelo señalando la tierra; los corredores amplios de esa vieja casa.
Parpadeo. Otra vez la pregunta:
—¿Recuerda?
—No
No sé si recuerdo. Si lo que aquí cuento es verídico. La memoria es una diáspora y las ficciones son, tal vez, una manera de combatir el olvido.