Mancha negra y furia

Ah, polvo enamorado

17 / 01 / 2020

“Porque amar es la garantía de que, al convertirnos en polvo, nada haya sido en vano”

Las grandes religiones y sus derivaciones, las manifestaciones místicas y los derroteros cardinales de los grandes artistas, poetas y filósofos se podrían reunir en un único esfuerzo: la fundamentación del acto creador, la fortificación de esa virtud sobre la que se han preguntado mientras miran al cielo y van recogiendo en la tierra: el amor.

Han existido múltiples versiones y tentativas para asumir el acto amoroso que hace vivible la vida. Todas ellas se dejan seducir por el Eros, la Philia y el Ágape. Esta dinámica instauradora que se mueve desde el acto originario del mundo, es decir, desde el reconocimiento de nosotros mismos como protagonistas de lo que acontece, ha propiciado una pluralidad de sentidos.

Aquí haremos una muy breve y fragmentada mirada por algunas sendas que despliegan —con mayor o menor intensidad— la inabarcable experiencia de los seres humanos con respecto a sus historias en las potestades del amor. Es una apuesta por el inquieto lector que al terminar estas líneas, se atreva a continuar los indicios que aquí se presumen.

Por ejemplo, para Platón el amor es deseo y el deseo es una carencia. Al contrario de Aristóteles, para quien el amor es la alegría por lo que se tiene. Sin embargo, el primero de los griegos que utilizó la noción del amor, al ser establecido como principio de unión y separación de aquellos elementos que constituían el universo, o sea con sentido cósmico-metafísico, sería Empédocles.

Más adelante, San Agustín afirmaría en sentido teológico: ama et fac quod vis (ama y haz lo que quieras). Eso hizo que el amor fuera bueno o malo dependiendo de aquello a lo cual estuviese dirigido. En Santo Tomás, en cambio, el amor es una potencia que siempre estaría orientada hacia el bien, pero en un nivel sensitivo o intelectual.

Todo esto nos haría pensar que el amor podría confundirse con la simpatía, la compasión o la piedad, cosa que no puede ser, según Scheler, puesto que el amor no pasa de ser un proceso intencional que trasciende hacia lo amado y tiene sus propias leyes. La fuente de dichas leyes —realza— no sería de carácter psicológica, sino puramente axiológica.

Asimismo, podríamos subrayar con Spinoza que “el amor es una alegría que acompaña a la idea de una causa exterior”. Sin dejar atrás a Montaigne, que llamaba al amor: “la amistad marital”. Esto es, el sentido de ese sujeto que no carece de nada, sino que se alegra, se colma, conforta y reconforta. Ideas relacionadas con la de Aristóteles, como hemos visto.

Hay que hacer notar que, en la voluntad de poder de Nietzsche, también existe una respuesta vital (poco habitada hasta el momento) reflejada en un carácter fuertemente pasional que se aferra con ánimo desmedido a esa eficacia impulsora que el amor procura. Y antes de Nietzsche, Hegel concibió que ese amor, idealmente perfecto, era la unión absoluta: una armonía sin fisuras, la identidad cabal que alivia todo accidente.

De la misma manera y teniendo en cuenta que se está hablando de un amor subjetivo, Marx avala que la pasión sea la materialidad del amor, pues, sin ella, las cosas no darían la luz que nos lleve al lugar de nuestra lucha. Eso significa que un amor puramente espiritual no permitiría realizar el amor “verdadero”, ni opera la buscada unión entre los vivos.

A su vez, han existido otros pensadores que proponen una visión negativa cuando relevan que el amor solo se siente en lo más profundo de nuestro ser, y en cuyo secreto nos recluye: cueva sombría de nuestra esfera interior. En este particular sentido el amor nos separa de los demás, quizá por una incapacidad o por una convicción. Y podríamos añadir que tal separación puede ser asumida, como una alegría o como una calamidad.

Freud, por ejemplo, recurre a sus propias vivencias, traumas y fantasías para ver en el amor un sucedáneo de la sexualidad. Y Jung, como buen discípulo de Freud, se aleja de él y asegura que el amor se comporta como lo hace Dios (arquetipo de todas las manifestaciones que nos vinculan con el origen de las cosas), pues “ambos —decía— se entregan solo a un servidor cuya valentía los pueda superar”. Aún más, el amor nos somete, pues, según Edgar Morin (más cercano a Freud que a Jung en esta afirmación): “el verdadero amor solo se reconoce en lo que sobrevive al coito”.

Recordemos que a pesar de que el amor aspira a los demás, a un otro diferente pero complementario, se realiza de manera individual. Y quien ama, junto al lugar de su amor (que puede ser él mismo), confluye en esa mutua cercanía a la que solemos dedicar mucho de lo que nos es dado en la vida. Por eso el amor es el único puente que nos puede ofrecer la ilusión de otra orilla.

Ese lugar es el amor como lenguaje. Amar es recibir la lengua de nuestra madre, es aceptar su donación que se impone, que nos obliga y nos agrede. El lenguaje se hace saber, nos ama con la condición de conocerlo en cada una de sus travesías, de abrir-se al mundo para ser subyugado en él. Por eso la voz de la madre nos complace y al mismo tiempo nos perturba, es el amor contradictorio del recibimiento y la huida.

Actualmente el amor ha derivado en representaciones que lo determinan en lo abstracto. Mas también como una condición concreta que se taxonomiza en esferas que van, desde el amor dulce (el dulce amor de los “ingenuos”), hasta las múltiples miradas escatológicas de la perdición y la derrota de nuestro espíritu. Una abrumante congestión que le da presencia a los cuerpos y sus agotadoras faenas.

Sin embargo, cada cual pudiendo dar su propia versión de la trayectoria amorosa que le impulse, no caería más lejos de lo ya expresado por Aleister Crowley: “el amor es la ley”. Misma que debe nacer del centro más hondo de lo que solemos ser, para permitir así la productiva reconciliación con todo lo aborrecible y repugnante de nuestra existencia.

Por dicho motivo, el amor propio y su ejercicio de alteridad, deberían ser inscritos en el acto de la vida misma sin urgencia de preferencias, ni de cálculos que destruyan su rasgo unificador. De tal modo se podría lograr un alivio para los sufrimientos, las angustias y la, no pocas veces, insoportable soledad. De ahí que —como suena la voz de Antonio Porchia— “el amor, cuanto más se agranda, más es uno”.

Pero todos sabemos (o creemos saber) que, si el amor une lo que ha sido separado, es por su capacidad para llevar a cabo el deseo que nos reconforta, para restablecer la presencia de esa persona que amamos aun después de morir. Aunque el deseo y el amor tengan distintas acogidas, pues, según Pascal Quignard: “el amor toma, devora, obedece, mientras que el deseo da, acaricia, mira”.

Por más que la muerte nos pise los talones, morir es un triunfo de nuestra amorosidad: un cumplimiento del deseo, el poder que nos hace falta. Por tal razón habremos de mirar con inocencia a la muerte, aunque nos lleve ventaja. Porque amar es la garantía de que, al convertirnos en polvo, nada haya sido en vano. Porque amar es crear y darle voz al mundo que cae vencido a nuestro lado; es hacer que el polvo que somos vibre como polvo enamorado.

El verso inspirador de Catulo lo dice todo: “que seas feliz y en el amor demuestres tu poder”. Amemos entonces sin falta alguna y que los gestos, los ojos y labios que nos han hecho compañía en la travesía por el mapa de la sangre, vuelvan a ser ese fuego naciente que es robado por el olvido.

 

¡Gracias!

VÍCTOR RAÚL JARAMILLO

Medellín, diciembre 15 de 2019.