Mancha negra y furia

De combates y condenas

24 / 10 / 2018

“[…] el tiempo no es la materia de la que estamos hechos”.

Para María José,

al lado del volcán.

 

Será porque en esta orilla

la vida es una orquesta

que no se pone de acuerdo.

Héctor Cañón Hurtado

 

Todo está interconectado. La física lo sabe y lo puedes comprobar fácilmente. Así las cosas, todos dependemos de todo: es la inexcusable “ley de la reciprocidad”. De allí que la vida —y su siempre palpitante vínculo con la muerte— vaya creando una serie de asociaciones que nos tocan, que nos anuncian lo que importa, aquello que nos anima a seguir y muchas veces no queremos reconocer o que, al ser reconocido, nos instiga a abandonar el juego y cerrar la puerta.

Sucede en ocasiones que vemos la vida como una representación de marionetas, como si alguna mano secreta moviera nuestros pasos desde la sombra, y dudamos y nos preguntamos si en realidad vivimos, si la vida —en su amplio sentido— es posible. Y nos sorprendemos de los giros que el lenguaje opera en el día a día, nos parece que su maquillaje no hace tanto daño, que sus sofismas y eufemismos, que sus metáforas —aunque estén cansadas— nos ofrecen lugares seguros para concretar la fantasía que nos ha hecho creer en los finales felices. Palabras que dicen sin decir, palabras que callan lo que debe ser dicho.

Algunos suelen romper con ese dictado amanerado que dice conspirar con el universo y levantan su voluntad anunciando un carácter férreo, lleno de rebeldía y compromiso con un combate donde se mueven libremente, por cuenta propia, sin ninguna bandera que los haga palidecer. Dicha ruptura es intolerable para el sistema —en estos días o en otros— y es frenada con cualquier personificación maligna o con una violencia que siempre será inaceptable, con la propaganda de los dueños de la información, y, no obstante la condena, aumentan aquellos para quienes ir en contravía es, quizá, la única forma en que se puede llevar a cabo la apuesta, la manera en que se debe forjar el camino, suceda lo que suceda. Sobre todo, porque saben que hubo un tiempo en que tomamos rumbos diferentes y las enormes paredes ahogaban nuestras voces, tal y como lo reveló el poeta Andrés Felipe Marín, sumadas a nuestro ingente cansancio que ya no acepta el hedor de pájaros muertos.

Se sabe que las elecciones que se hagan en cualquier momento de la vida, sean las que sean, provocarán cambios ineludibles: ofertas y demandas que podrán ser bienvenidas o rechazadas dependiendo de su efectividad para lo que se busca vivir. Que es el propio ser humano quien —con sorprendente antelación— propicia el viaje hasta las oscuras habitaciones de la nada, con sus pasos llenos de satisfacciones o con esa intensa aflicción que llena de congoja a quienes quieren borrar lo que ya está hecho o repetirlo ad infinitum. No hay que usar mucho el cerebro para darse cuenta que existen aquellos que siguen, desde su observatorio secreto, las idas y venidas de quienes tienen la fuerza para arrancarle la aprobación de sus pasos a la vida, entre los que se cuenta —no hay ninguna duda— a esos pretendientes del poder que buscan dominar sí o sí a todo aquel que se atraviese. Mismos atravesados a quienes les da por seguir a pies juntillas sus inesperados abusos, coreando sus consignas y apoyando las apuestas nefastas que roban su libertad.

Resulta más fácil, se dicen, no pensar ni discutir ni contrariar las decisiones de esos “líderes” y así evitar problemas en caso que, por descuido, se dé un paso en falso —aunque la doctrina del crimen les haya dado el santo y seña— pues siempre habrá sabuesos que los lleven al degolladero. Tan grande es su miedo que asumen como propios los enmascaramientos de la realidad y los declaran inobjetables y nada más qué hacer: así es la vida y hay que aceptar sus designios, repiten como una letanía. Suelen, además, avivar las muecas hipócritas, las lenguas bajo las suelas, los ecos de una guerra fratricida para quedar bien y ganar favores sin mucho esfuerzo. Sin embargo, allí mismo, a sólo un hombro de distancia también están quienes, decididos, brotan sin permiso alguno, evidenciando las grietas que han dejado los centinelas de la usura y se preparan sin disimulo alguno para sacarle la música a las cloacas a pesar de la incomodidad, dispuestos a quemar la hiriente farsa que se acomoda en sus restallantes miradas. No tienen afán, eso sí; van paso a paso con una firmeza envidiable: ¿para qué tanta carrera, si se llegará al mismo montoncito de tierra que nos hace señas?

Entonces, se declaran en desobediencia ante toda ley que reprima sus alegrías y sus pirotécnicas andanzas. Pasan con su hedor e insurrección por calles congestionadas de rutinas y deshechos, bajo la vigilancia de la cámara multiojos del Gran Hermano, cuyos venenos letales para aplacar la rebelión no son un obstáculo para su grito. Por lo anterior —y otras razones que no vienen al caso—, se suele pensar que el modo en que vamos “armando el juego” hará que la vida nos sonría y nos permita las complacencias y los placeres que nos referencian la publicidad y sus espectros, que la forma en que bailemos en el escenario de las maravillas hará que podamos intimar con la reina y sus abundancias, sin que sus lacayos nos corten la cabeza… en fin. También sucede todo lo contrario: tropezamos y caemos bajo los afilados saltos de caballos indómitos o en una emboscada de peones preparados y listos para matar, mientras vamos en fila india tras la ración de estupidez que nos venden cada mañana. Y una y otra vez perdemos la oportunidad de salir vencedores y sólo una boca hambrienta y jadeante es todo lo que nos pasa. Lo sabes como yo: el final de la partida depende del juego que hagamos, del manejo de nuestras cartas.

Ahora bien, jugar el juego es la única forma de saber lo que sucederá. Es nuestra vivencia de la vida la que puede asegurar la “suerte” que tanto estuvimos esperando: la que, de alguna manera, estaba reservada para nosotros, la victoria sobre un mundo mezquino e inhumano, la dignidad que sólo el amor sabe brindar. No es un secreto que la desgracia aumenta y nos va convirtiendo cada vez más y con mayor eficacia en distinguidos cuerpos amaestrados en medio del descalabro. Algunos sostienen, incluso, que hemos pasado por alto las circunstancias que rodean nuestras decisiones de forma consciente, y eso ha desembocado en una vida azarosa —que depende de extraños caprichos— creando una encrucijada que ha empantanado nuestros anhelos con un golpe traicionero, tal cual es el destino de los que abandonan su destino, nos dicen. Si insistimos en corromper los designios de la armonía, la inexcusable realización de lo que nos pertenece por derecho se hará humo, agregan.

Nos advierten, por si fuera poco, sobre una vida que sólo es posible si la vivimos en el tiempo presente, en este preciso instante, al calor de una contingencia que debe ser superada y llevada al lugar de una inteligencia superior, cuyo orden no tiene falencia alguna y que cuenta con nosotros para llevar a cabo su plan maestro. Y que dicha oportunidad de la vida —al vivirla en acuerdo con la escritura secreta del caosmos— no puede ser pospuesta para un futuro inasible, ni devuelta a un negligente pasado, porque eso daría muestras de nuestra tontería y todo se volcaría en nuestra contra. Y esta es su regla de oro: vivir la vida en la vida, aquí y ahora.

Y pareciera que, al afirmarla, nos robaran la memoria de lo que hemos sido y nos negaran la esperanza de poder llegar a ser, de seguir un camino que se ha hecho a pulso con todo nuestro empeño, enfrentando cualquier tipo de obstáculos, esgrimiendo nuestros más profundos deseos contra todo tropiezo para lograr con ellos una realidad que nadie, a parte de nosotros mismos, podría ofrecer. Eso es lo que muchos argumentan para no quedarse anclados en la prédica del instante. ¿Quiénes tienen la razón? No hay más presencia que la que nos hace reales a pesar de un tiempo irreal porque, damas y caballeros, el presente es también una ilusión. Porque el tiempo no es la materia de la que estamos hechos, porque el tiempo no existe ni transcurre en nosotros, porque los únicos que vamos pasando y quedando regados en el camino somos nosotros, afantasmados yacentes de la mentira, hilos viscosos del Velo de Maya, ateridos con el insoportable peso de los sueños que no se hicieron realidad a pesar del escándalo.

Al ver este panorama que algunos ponen en discusión nos topamos con personas que, casi sin ninguna afección, tan naturales como la muerte de un dios, se ven a sí mismas llamadas de antemano por un “mandato”, por una especie de “misión” a partir de la cual se asumen como protagonistas indudables de la vida y su arrojo, totalmente indispensables para que las cosas funcionen tal y como ellas piensan que deben funcionar. Y se imponen y nos hacen zancadilla cuando dejamos ver el truco de su actuación —sea su argumento venenoso o no— y sueltan su baba y pretenden que su broma sea respetada y todos los implicados en ella obedezcan sin dilaciones sus modos de actuar por ser los “iluminados” que creen ser, porque un toque sobrehumano ha caído sobre sus aureoladas y singulares testas. Hay que tener mucho cuidado. Ese tipo de personas son muy peligrosas.

Hay otras de conducta contraria a las que sólo les basta con ir por ahí según el clima de los días, entre el tráfago de la velocidad que se ha hecho indispensable para lograr las cosas antes que cualquier otro: aquellas para las que ser el primero pareciera ser algo necesario para alcanzar el éxito (queremos ser noticia de primera mano, no los últimos en la lista de los noticieros) cuando lo que realmente nos hace estar al frente no es la primicia, sino la honestidad, la perseverancia en lo que cuenta para nuestro sentido de vida, la dedicación que dirige nuestra obra. Ya no cabe duda de que, quienes trabajan sin descanso y cuyo talento e ideas se hacen cada día más firmes, serán tenidos en cuenta por dicho esfuerzo y las mieles de la grandeza harán fiesta en su paladar. Tal vez sepas de qué te hablo, y aunque no estés enterado, lo sabrás.

Decía que algunas personas sólo están ahí en su estar, siendo, e ignoran qué es lo que la vida “les tiene guardado” —esto no les importa— y van por ahí sin saber qué es lo que viven ni para qué viven, en lugares que nadie quisiera habitar y, lo que sea que encuentren, lo dejan allí mismo, en el lugar en que ha aparecido, y esto las hace felices. Pese a su extenuante falta de rumbo, a su ir de aquí para allá sin nada que los sujete, jamás se cansan y sus expectativas de vida siguen intactas. Esas personas parecen tocadas por algún prodigio, por una levedad poco frecuente: no requieren sino de un fruto maduro para comer y agua fresca para la sed.

Extrañas hasta para ellas mismas, esas personas son una errancia voluntaria, una rara avis en medio de las alocadas gentes que ofrecen lo que sea por salirse del patrón común, precisamente lo que el patrón común exige: la inagotable condición de una originalidad que se repite en cada esquina contrastada con esas personas humildes que no piden nada porque ya lo tienen todo en sí mismas y, al vernos en nuestro frenético desvarío, sueltan una discreta burla que nuestro infructuoso acoso por conseguir cuánta baratija aparece en el mercado no alcanza a comprender. Si pusiéramos un poco de atención, hallaríamos en una gota de lluvia o en un gato que duerme lo que tanto buscamos acumulando basura. Esos alados personajes de los que hablo no van más allá de aceptar lo que la vida traiga con su fatiga, sin ningún tipo de reproche, y la naturaleza los abraza sin recelo. Son pequeñas bestias inofensivas que no necesitan sino un rincón donde dormir cuando necesitan dormir.

Pero la civilización y su industria del hombre superior lo sabe y las hace presas de sus garras contaminadas una vez son alcanzadas por el apetito carroñero —sin su consentimiento como siempre sucede— y celebran el festín mientras la guadaña hace su tarea. Suele ocurrir que una masa amorfa que carece de unidad (donde cada quien asume su pedacito de estiércol al que protege con un “no me importa lo que pase” como defensa) engrosa la bacanal de la humillación, y los “elegidos” —que no pierden tan deliciosa oportunidad— preparan la exótica luz a la que, sin ningún tipo de sospecha, inocentes mariposas acuden esperando encontrar el fuego primigenio, el hogar perdido, la bendición que las salvará del vendaval. Y arden como Roma. Por este motivo, sólo por este motivo, hay que saber qué es lo que se quiere de la vida, para qué diablos seguimos vivos y cómo hacer posible lo que venimos buscando sin poner nuestro cuello en la guillotina para lograrlo. Con un espíritu aterrador e indomable hasta para nosotros mismos, si es necesario. Y todo esto debe hacerse convencidos de que será lo que nos corresponde.

Por eso, lo que debas hacer, lo que quieras hacer, hazlo. Que no te frene lo que te digan en el círculo donde te mueves ni en ningún otro círculo: es tu vida y es lo único que tienes. Hagas lo que hagas, hazlo amorosamente, recordando siempre que podría haber alguien junto a ti, que siempre habrán otros vientos, lugares diferentes, otras formas de habitar ese mundo que se te acerca con sus sorpresivas circunstancias. Cualquier cosa por debajo de la libertad sería una concesión al orden establecido y al cansancio que produce, en todo caso. Una renuncia a nuestro decir-nos sí a nosotros mismos. Esto implica que, a la manera nietzscheana, debemos tener cada día al menos cinco pensamientos. Hay que atreverse a pensar: sapere aude decían los ilustrados, y para ello hay que aprovechar el día y la noche: carpe diem et carpe noctem.

Demos valor al goce de pensar. ¿Quién otro, si no uno mismo está llamado a pensar el mundo, su propia vida, el sucederse de su existencia? ¿Por qué donarle la tarea a quien no sabe qué es lo que nuestro propósito tiene fijado para lo que será un camino propio? ¿No es claro que evadir el ejercicio del pensamiento nos hace esclavos y subsidiarios de ideas que no nos representan y nos atan a la maquina fatal? No es necesario asumir la vida como una condena, a pesar del combate con la jauría que pretende alimentarse de nuestra médula. Vivir es una condición si ya se está en la vida. Pensar en ella como lo que nos congrega, quiero decir. Aunque no queramos ya más su laberíntico juego de espejos, ese peso que agota nuestro paso. Vive con coraje entonces, sin esperar nada a cambio, sólo por el placer de ver qué resulta de todo esto. Y una vez sepas lo que quieres lograr, después de tomarte el trabajo de pensar en ello y prever las posibilidades de tu decisión, ten presente las palabras que nos dejó el filósofo de Otraparte: ¡Echa lejos de ti toda pequeñez!

¿Estás de acuerdo?

 

Víctor Raúl Jaramillo

Medellín, 8 de octubre de 2018 (5:20 a.m.)