31 / 08 / 2020

«El poema llega y asombra: una palabra, un gesto, un estremecimiento hacen que su previa escritura aspire a ese otro que habrá de leerlo y quizá, de este modo, complete un círculo».

Para las voces del porvenir

De todas esas cenizas

puede el azar

hacer un astro nuevo.

Vicente Huidobro

 

Por más conocimiento que el poema nos ofrezca, por más iluminados que nos deje una vez se tope con nosotros —o nosotros con él—, la muerte debe ser pensada a través de sus palabras como una parte de la vida: el otro lado de su espejo. Igual, por pensada que esté, la muerte desorientará a quien no ha aceptado su inevitable embate. Pero estar preparados para morir no descarta un posible extravío al momento justo de su intromisión. La muerte está para eso. Y el poema no es lo de menos.

Sin un lector, sin quién reciba y se sienta tocado por el poema y lo lleve lejos, su tiempo será mínimo, sus posibles horizontes se perderán. El poema no podrá abrir la boca. Eso implicaría que el poema podría morir antes de dar su primer latido. Eso quiere decir, tal vez, que el poema se hace, que ha llegado a su “punto”, a su lugar, una vez encuentra con quien establecer un diálogo. Mas hay momentos en que ignoramos cuándo el poema ha sido consumado, cuándo ha hallado su realización: la señal necesaria para adoptar su cuerpo y su camino.

No lo sé, en algunas ocasiones creo sentir que ya, que es la hora de parar y dejar que el poema cobre vuelo, que es tiempo de dejarlo partir para que comience su aventura por ese cúmulo de textos que conforman la inatajable realidad. Así, el poema saldrá de casa a darle la vuelta a lo inesperado: tendrá encuentros y —cómo negarlo— desencuentros que probarán de qué materia está hecho. Depende de ello que sea resistente o muera en el acto.

Eso quiere decir que no podremos hacerlo: defender a capa y espada lo que ha sido escrito. El poema llega y asombra: una palabra, un gesto, un estremecimiento hacen que su previa escritura aspire a ese otro que habrá de leerlo y quizá, de este modo, complete un círculo. Dicha circularidad, a nuestro pesar, no deja de ser una elaborada metáfora que busca justificar los espacio-tiempos que componen las fragmentarias relaciones que solemos tener.

Asimismo, existen abrumadores poemas que no comienzan el camino: detenidos, se quedan apretados en el pecho. Esos son los poemas que matan, que nos envenenan al momento de la sed. Y es claro —o parece serlo— que si un poema no mata algo en nosotros, no podremos asegurar que lo hayamos vivido. Si su cercanía no es una experiencia verdadera, solo tendremos un mediocre amasijo de palabras en medio de una hoja temblorosa que mejor serviría para encender el fuego o nivelar una mesa.

Pasa que algo nace cuando el poema ha muerto dentro de nosotros, emparentado íntimamente con la propia muerte. Un atisbo de luz entre el poeta que somos y los poemas; la intención premeditada de ser algo así como un poeta —con lo que esto pueda significar— y la cacería de las huidizas palabras que nos carcomen, siempre será como ese cercano deslumbramiento propiciado por el amor, por la belleza terrible que quiere ser amada y que, con un leve guiño, pide nuestra atención.

Así nos damos cuenta de que el poeta no está al frente, sino detrás del poema: su único valor consistirá en haber respetado esa condición de amante, de mediador entre lo que quiere ser dicho y aquello que, bien o mal, termina por decirse antes de ser olvidada ceniza. Tal correspondencia —la reciprocidad con las palabras— revelará el cuidado que se ha tenido frente al llamado de la poesía, la devoción por las dimensiones que la poesía quiere mostrar a quien se acerca para hacerla suya una noche cualquiera, entre azares y astros nuevos.

Por eso las palabras son la casa del poeta, como el silencio es la casa de su acontecer. Y toda casa merece ser incendiada con nuestro amor antes de morir.

VÍCTOR RAÚL JARAMILLO

Medellín, 5 de agosto de 2020, 2:50 a.m.