Mancha negra y furia

Nomenclaturas de un vicio

28 / 07 / 2019

“Leer puede ser fatigoso para muchos, pero los librará —al menos un poco— de una vida guiada por esos gurúes de turno, cuyas cortas miradas suelen dirigirse a los deseos insanos de dinero y poder que embargan a la mayoría”.

Recuerdo entre la niebla

que habíamos bebido

largamente aquel día

una tinta muy ebria

en las cantinas del puerto.

 

Juan Carlos Mestre

Leer, para mí, ha sido una gozosa actividad. Por dicho motivo, me arriesgo y dejo estas palabras que buscan intensificar el hábito de la lectura en aquellas personas que ya lo tienen, y abrirles una puerta a los que se tambalean entre los libros y la pasarela del fin de semana, lugares donde la extensión de la memoria seguro menguará el aburrimiento, el silencio o la baba excesiva.

Hemos de ser más incisivos al mostrar la actualidad del libro y por ende la importancia de la lectura para el crecimiento del ser humano, o para su derrumbe definitivo, como sostienen los más escépticos. Aún veo los esfuerzos un poco débiles para el problema de la falta de lectores “afiebrados” en Colombia. Fruto de una historia violenta que insiste en el dinero fácil y que demuestra a balazos la inutilidad de “quemarse las pestañas”: en este país leemos con pericia el dedo que aprieta el gatillo, la buena puntería del crimen.

Eso no impide que haya lectores de poemas y narrativa y otras vicisitudes, cuya voracidad se impone ante las inteligencias desajustadas y los lacónicos sueños de los jóvenes que se vuelven polvo. Aunque esta queja mía sea reiterada y nada original, sabemos bien que este es un país de oportunidades negadas y de gente importunando las puertas con “la palabra” como si los demás no tuvieran nada qué hacer. Nación de fe ciega que no lee lo suficiente. ¡Una pena!

Estadísticas serias corroboran y denuncian nuestra manía de creernos modernos (llevando las cosas a la fuerza), sin pasar el umbral de la caverna en cuyo tenebroso vientre se escuchan los fantasmas de los miles de muertos que va dejado nuestro atraso. Debemos aceptar —con vergüenza— que esta espinosa y asoladora manera de vivir, solo hace caso al argot del combate: fraude mediático que subraya un mundo donde solo se admiten dos colores —dos bandos que se pasan la posta (y la pasta) a escondidas— para elegir el “menos peor”.

Sé que existen campañas empecinadas en hacer viable la presencia del libro y de la lectura en la vida de nuestros muchachos (que son los que están en la cuerda floja), pero, a decir verdad, éstas aún adolecen de condiciones llamativas y son fácilmente derrotadas por la publicidad contaminante de los medios, por la infraestructura comercial de la radio y la televisión, por la innegable adicción al Internet y los sesgos superfluos y malintencionados de quienes los representan y se encargan de censurar, pues, cultivar el pensamiento crítico, solo traería problemas.

El libro en Colombia no alcanza aún las expectativas de un mundo globalizado, ni su industria está pensada para una educación que genere una apertura tal que el conocimiento sancione nuestra apatía y pase la página de nuestra estupidez: las variadas lecturas y presentaciones, conferencias, ferias y encuentros no están al alcance del común de las personas, su difusión se hace, casi siempre, para un público tentativamente versado o para los avinagrados intelectuales que guardan su estatus ante esos “incómodos” legos que hablan “sin saber” de cualquier asunto. Además de los tiempos en que vivimos (si es que esto es vivir), las filas para los youtubers de moda son desmedidas, mientras en las salas para escritores y poetas, se cuentan en los dedos a los oyentes.

Además, las importaciones se ven limitadas por los inapropiados costos de aranceles e impuestos: los pocos ejemplares que llegan se ofrecen a precios desorbitantes y son impagables para lectores sin muchos recursos, por lo general estudiantes. Las ediciones locales, por ejemplo, apuntan casi siempre a los autores reconocidos y los medios de divulgación que abren sus puertas a los jóvenes autores, les cobran la publicación de sus libros y lo hacen, claro, siempre y cuando sean fieles a sus ideologías o a los eventos que estas “nuevas” capillas literarias o académicas promueven.

Ni qué decir de esos libros que no se vuelven a reeditar y que siguen en el obstinado silencio de la censura: gran cantidad de obras que por su contexto histórico y estético son imprescindibles, siguen siendo consideradas “peligrosas” y permanecen en el limbo editorial, aunque el cerco se esté aflojando. En fin, solo algunos tenaces logran publicar con un tiraje famélico y una distribución bajo la mesa que impide el acercamiento y posterior lectura por parte de un público que, sin exagerar, ni se entera ni le interesa. Pero bueno, ¿por qué habría de interesarle?

Si no se hacen las cosas, nadie tendrá su oportunidad de mostrar lo que sabe hacer ni la manera cómo lo hace. Por eso habría que desarrollar una estrategia conjunta de divulgación entre autores, editoriales, librerías, medios culturales y lectores para que el libro acreciente su demanda y sea de fácil acceso; para que no sea un artículo de lujo, sino una prenda de uso corriente, de todos los días. No obstante las innegables falencias que soportan la tarea de alfabetizar una comunidad que no lo desea, la empresa editorial ha crecido y parece haber una mirada cada vez más cercana al libro (sobre todo en ediciones undreground, incluidos los fanzines) entre no pocos jóvenes, cuya avidez asombra.

Pero después de mucho reflexionar sobre este asunto, veo con nostalgia cómo la epidemia de una economía cada vez más restringida —manipulada y manipuladora— hace que se cierren las librerías de menor tamaño y otras vean un futuro francamente desolador. Falta sembrar una necesidad vital, una educación para la lectura de los libros y de la vida, no solo para seguir puntuales la serie más promocionada, o los goles que encubren las jugadas políticas, o los memes que salen como por arte de magia segundos antes de producirse el evento. Los decididos empeños por una población que se acerque a la lectura en todos sus niveles, no solo de aquél libro que ha corroído las mentalidades de este país, deben ser fortalecidas y el estado debe procurar que así sea.

Mainstream de una felicidad exigida que no nos hace caso ni nos hace felices, las búsquedas de quienes se acercan a la lectura por vez primera, son esas alas “quemadas” que no podrán volar; fórmulas para el éxito que se pretende duren toda la vida, sin tener en cuenta que los fracasos negados con tan febril insistencia en estos tiempos de liviandades y obsolescencias, nos han ofrecido (desde tiempos remotos) la fuerza que necesitamos para continuar y la lucidez que ha nutrido nuestra inteligencia. Leer puede ser fatigoso para muchos, pero los librará —al menos un poco— de una vida guiada por esos gurúes de turno, cuyas cortas miradas suelen dirigirse a los deseos insanos de dinero y poder que embargan a la mayoría.

Además existe una queja que últimamente suele rodar por los círculos letrados y con la cual termino. Murmura así: “es que ya no hay posibilidades para crear lectores: primero, por falta de vocación en los educadores que tampoco leen; y segundo, porque todos los que estarían en capacidad de aprender y enseñar el ejercicio lector, solo quieren ser escritores y su única aspiración es ser leídos y volverse famosos”. En palabras más simples: “los multiplicados autores que ahora abundan, no dejan espacio ni tiempo suficiente para leer”.

Mejor dicho, como dejó escrito el poeta Mark Strand: no hay lugar adonde ir, ni razón para quedarnos.

¡Dígame no más!

Medellín, comuna 13, 23 de julio de 2019 (2:49 a.m.)