Mancha negra y furia

Siete relatos de pluma y plomo

27 / 08 / 2018

Siete relatos para cuestionarse, para estremecerse y encontrar la sabiduría donde menos se esperaba.

LODAZAL

Iba camino a casa después de reunir los veinte animales que su padre llevó a pastar en la mañana. Un águila distrajo su atención y cayó en un lodazal. Luego de salir del pantano, se encontró una enorme esmeralda en ese preciso lugar. Y se dijo: “en realidad, los errores no existen. Sólo hay diferentes maneras de moverse. Y cada uno de esos movimientos puede traer fortuna en la desgracia”.

 

REFLEJAR LA SABIDURÍA

Todos los días terminaba el ritual con una larga meditación frente al espejo. Se miraba reflejada como siempre, esperando las palabras justas, la verdad que en otros cuentos era totalmente brumosa. Recordaba muchas respuestas: las de la belleza, las del amor, las de la traición. Pero esta vez, no hubo quién hablase. Entonces volvió a su habitación y, en medio de una repentina extrañeza, escribió estas palabras antes de dormir: el espejo es un buen maestro: te pones frente a él y refleja lo que eres. No te rechaza ni se aferra a ti. Te recibe, y, cuando quieres partir, te deja ir.

 

DAR EN EL BLANCO

Llevaba dos intentos fallidos. Sabía que el tercero debía ser exitoso, o su bolsa quedaría vacía y la hermosa joven que lo observaba y era observada por todos los asistentes de la competencia regresaría por donde vino. Al momento de su último tiro, recordó las palabras de su agónico padre: “si le apuntas al blanco y no le atinas, no es problema de la flecha ni del arco, es tu mala puntería. ¡Concéntrate y sigue practicando!”. La hermosa dama —la joven de insoportable belleza que tenía en vilo al príncipe y su arco— regresó a su hogar atravesando el bosque sombrío. Sola. Las palabras que buscan la superación de quien las escucha, son en verdad importantes. Pero lo son aún más el empeño y el diario ejercicio.

 

COMO EL AGUA EN EL AGUA

El monje, sentado de manera inconmovible, veía como a su alrededor —día tras día— se iban reuniendo varios jóvenes deseosos de ser sus discípulos. Notaba que se congregaban en silencio, como si no quisieran ser sorprendidos por él. Cada vez eran más: hombres, mujeres, niños, ancianos. El caserío por donde pasaba el venerable, antes de sentarse en meditación, se fue aquietando. Ni un zumbido de mosca producía ruido. En un momento determinado, el viento se tornó fuerte amenazando tormenta. Y la tormenta que amenazaba, se precipitó sobre todos los asistentes que estaban sentados ya, tal cual lo estuvo siempre el monje silencioso. “Si seguimos a los demás, sean líderes de las masas, artistas en su escenario o maestros del espíritu, perderemos la posibilidad de llegar a caminar por nosotros mismos. La gran obra será la liderada por un hombre sabio, por un maestro de la vida. Dicha obra será su propia vida, no otra. Así se comporta el viento, de igual manera la tormenta. Así funcionan las diez mil cosas. Todas asumen su lugar, todas dependen de las otras entre sí, pero cada una sabe cuál es su función”. Esa fue su enseñanza. Entonces, el monje enmudeció de nuevo y todos volvieron al sitio de donde habían llegado. Dicen que el caserío pronto fue un imperio: nadie estaba por encima de ninguno y cada quién sabía qué hacer para que esto continuara de ese modo hasta el fin de los tiempos.

 

FÁBULA GRIS

Solía producir una amplia gama de sermones que sus empleados enardecidos —o temerosos— reproducían por los altavoces del afamado jardín infantil. “Si no te manejas bien, el comité de las buenas costumbres te pondrá en el rincón de las orejas de burro”, se repetía en cada una de las aulas cuando había cambio de clase.

La mayor parte del dinero recaudado en las matrículas, era usado para que su muy avanzado cerebro produjera consignas de poder inigualable. “Pon la basura en su lugar”, era una de esas maravillas. No importaba que sus aliados —porque tenía detractores en la junta directiva— malgastaran fondos en chocolatinas o en canicas o en muñequitos articulados para el día de la graduación. ¡Sería una fiesta inolvidable!

Llegada la fecha, una repentina nube gris impidió que sus dóciles niños fueran a la celebración. Él quedó sorprendido con ese desplante y se fue, con una tos enrarecida, a buscar en dónde poner su diploma.

Dicen que ahora juega con unas alas que funcionan con baterías y fueron enviadas por un catedrático amigo de aquel país que anhela alcanzar con su torpe vuelo.

 

LA CACERÍA DEL MAGO

El canto es la fiebre más alta.
Miguel Ángel Bustos

Amanecía. Tras los zumbidos del aire, una cuadrilla de espectros levantó el vuelo. Nadie dio por sentado que fuese una señal, un mal augurio. Sólo era un recién nacido.

Desde pequeño mostró ser inteligente: sabía salirse con la suya. Pasados los años, algunos lo confundían con el Maligno. Pero el Príncipe de la Noche, siempre ha sido un filántropo. El mago no tenía esa intención. Cavilaba otras sendas. Encarnaba una oscuridad que no le permitía reflejarse en el espejo. Por tal razón, decidió buscarse en cada uno de los hombres que encontraba a su paso. Como ninguno era él mismo, los escupía con un odio imprevisto. Los hacía a un lado sin más. Algunos comenzaron a sentir cierto cosquilleo, un leve temor al escucharlo. Sus palabras afiebradas quemaban cada pedazo de piel que se pusiera al frente, aunque hubiese resistencia. Sobre todo, por eso.

Decidió hacerse un espacio en la política —ese bunker nefasto le caía como anillo al dedo— y aprovechó el veneno para saciar sus ambiciosos caprichos. Cuando hablaba, la red de su hechizo apresaba a cualquier desprevenido. No daba tiempo para nada y se tragaba sus ojos, sus vísceras, su libertad. Era un imán de carga negativa. Dicen que usaba un sombrero del que no salían palomas, sino carne podrida, miembros mutilados, huesos negros. Y se fue convirtiendo en el protagonista de un país encharcado en sangre y miedo, más que por su oratoria, por sus actos de magia: ¿a cuántos, incluyendo a los cómplices cercanos, había desaparecido? ¿Centenas? ¿Miles? ¿Muchos más que esos?

Las cuentas no eran precisas. Nadie las supo nunca con exactitud. También desapareció a quienes llevaban los folios donde cada día sumaban su ardiente delirio. Dicen que él mismo desapareció una noche entre los tejidos de esa máquina fatal en que convirtió cada calle, cada rincón, toda esperanza. Algunos aseguran que huyó con un truco que los espectros le tenían reservado, que se llevó cada uno de los crímenes que gritaban en su memoria, cada mujer, cada niño… zumbidos que el aire traía como ecos de inocentes voces apagadas. Dicen que se esfumó porque ya era tarde para dar el zarpazo final.

Pero la verdad era otra. Ya nadie lo escuchaba, todo era espejo de su invisibilidad. Luego de una loca acechanza, nadie podía sostener su espejismo un día más. La gente reía. Y la ausencia de algún vasallo, de cualquiera que se inclinara a su paso, mató al pequeño rey. Murió de nostalgia. En el abandono.

Y ahora el canto fue una fiebre más alta.

 

ÚLTIMAS PALABRAS

Una mujer caminaba —como todos los días— acompañada de ese sueño que le daría la serenidad. A su alrededor, la podredumbre crecía con su estrepitoso don de crear el desconcierto. Tenía en sus bolsillos un puñal, un libro y un espejo. Las monedas le faltaban. Caminaba como si la ausencia le perteneciera sólo a ella: la ignorada e indocumentada mujer que todo lo sabía. El día era caluroso. Los perros jugaban sobre los cadáveres. El bullicio aumentaba.

En las escuelas, los maestros preferían decir cosas sin sentido antes que responder las verdaderas inquietudes de sus estudiantes: ¿qué es el amor y por qué las personas no lo practican? ¿Dónde está la felicidad que nos vende la televisión? ¿Es verdad que acabó la guerra? ¿Cuándo llegará la paz a nuestras casas? ¿Por qué para vivir debemos matar? ¿Es cierto que la poesía no sirve para nada?

La mujer cruzó la avenida. Sin prisa. Sin prestar atención a la desazón del mundo. Como todos los muertos olvidados, también había dejado en otra escritura su sombra. Al fondo, un policía negociaba su arma con algún bandido. En otras direcciones estaban los traficantes que le quitan su lucidez a la juventud. En la esquina, con sus motocicletas “envenenadas”, estaban tres muchachos pendientes de las apetecidas niñas con quienes saldrían a bailar. Esas aceleradas niñas que darían a luz en pocos días —en medio de una ciudad empobrecida y con olor a sangre húmeda— nuevos hijos para la matanza.

La mujer sentía que su juego ya no era la maravilla de antes y estaba cansada. Brutalmente cansada. Era como si aborreciera su milenario oficio. Encontró una botella en la acera. La pateó. Fue a dar al lado de un par de mendigos. Uno de ellos la cogió, la guardó, y esperó a que el carro de la funeraria pasara por allí. El otro mendigo —en un realce de lucidez— susurró estas palabras: “llegará el momento en que todos y cada uno lo hagan. En público o a escondidas, pero lo harán. Tú sabes que lo harán”. Y escupió.