Música

El día que Apolo cantó rap en un bus de Castilla

8 / 06 / 2017

¿Cuántas personas pueden decir que Apolo subió a su bus a cantar rap? Esa fue mi experiencia mientras iba a casa en un bus de Castilla en la ciudad de Medellín.

A un bus integrado del barrio Castilla, que salió desde el Parque de los Deseos, se subió saltando la registradora nada más y nada menos que Apolo. Pero ojo, no crean que se trata del venerado dios griego de la belleza, la armonía y la razón, que andaba por los bosques desnudo y tocando una lira al son de la divina verdad. No, señores, este Apolo del que les hablo era un rapero de más o menos 19 años, piel morena, ojos achinados y dueño de un acento callejero que en vez de intimidar provocaba una cálida simpatía.

Llevaba puesta una chompa gris estampada con los logos de Adidas, Nike y otras marcas reconocidas, un jean roto pero no tan ancho como el de sus colegas raperos, unos tenis negros, un morral desgastado colgado en los hombros y una gorra – no recuerdo si café o negra ¬– de la que salía un flamante dreadlock.

Apoyando la mano derecha en el pasamanos de plástico para no caerse por el si el bus tomaba una curva o frenaba con brusquedad, y llevando en la izquierda un parlante negro al que le había conectado una memoria USB sin cubierta plástica, Apolo se presentó a los pocos pasajeros que iban dentro del bus con muy buenas maneras, aunque no faltó el que en vez de prestarle atención se pusiera a mirar por la ventana al asfalto a punto de derretirse por el fuerte sol de mediodía. “Muy buenos días”, saludó y tras el incómodo silencio solo atinó a decirle a la indiferente concurrencia, con dignidad demoledora, “gracias por su educación y cultura”.

Sin amilanarse por semejante desplante, Apolo contó que venía desde la ciudad de Pereira y que debía subirse a los buses para dar una “muestra de arte, rap consciencia y cultura ciudadana” a cambio de unas monedas con las que ajustaría el arriendo de la pieza en el Centro donde se hospeda todas las noches. Emocionado y sin más preámbulos, se dispuso a cantar sus líricas callejeras acompañadas de una pista que quizás bajó de internet. Encendió el parlante y justo cuando iba a entonar las primeras estrofas de su canción la pista se detuvo de forma abrupta.

Avergonzado pero con los ánimos aún firmes, Apolo se dispuso a solucionar el problema técnico que interrumpió su show. Retiró la memoria del puerto USB y en un parpadeo volvió a introducirla. Acercó el oído derecho al parlante y al escuchar unos cuantos beats el alma le volvió al cuerpo, pero la tranquilidad fue efímera porque después de lanzar un sonoro “Yeah” la pista volvió a detenerse y el entrometido silencio no se quedaría con las ganas de jugarle una mala pasada.

“¡Nooo! Odio cuando esto pasa”, dijo Apolo desconcertado y mirando al contaminado cielo de Medellín por la escotilla del bus. Con desespero desconectó la USB del bafle y acto seguido empezó a soplarla muy convencido de que así la repararía. Mientras ocurría esta desesperada operación de reanimación, los pasajeros miraban inquietos al joven rapero. Algunos estaban incómodos con su presencia, a leguas se notaba que no querían ponerse en sus zapatos y a lo mejor deseaban que se bajara del bus en contados segundos. Otros, en cambio, sentían compasión de él y hasta una señora que tenía ocupadas las manos con varios paquetes casi se levanta de su puesto para ayudarle.

“Discúlpenme por los problemas técnicos”, se excusó Apolo al tiempo que siguió soplando la desvencijada USB. Ilusionado de que ésta ya estaba en óptimas condiciones, volvió a mirar al cielo con la esperanza de que todos los dioses evitaran cualquier imprevisto durante su urbano show. Luego les dirigió la mirada a los pasajeros, introdujo la memoria al bafle, le subió el volumen, se lo acercó al oído y, para alivio suyo, la pista empezó a sonar sin molestas interrupciones.

Apolo tenía una radiante sonrisa de oreja a oreja que contrastaba con sus bruscas facciones de músico callejero. No era para menos, las líricas que quizás compuso sentado en una esquina o recostado en la cama de su pequeña pieza del Centro sonarían con más fuerza, y no serían simples susurros que se perderían en el incesante ruido de la ciudad. Aunque con su homónimo griego tenía más diferencias que similitudes, había en él una preocupación por la perfección, un esmero en que su rap consciencia sonara tan elocuente como un poema épico.

Y así fue. Ese vozarrón suyo, que por un momento sonó como un golpe contra el asfalto, retumbó en todos los asientos del bus y no sólo hizo que el conductor apagara la música romántica que minutos antes escuchaba con alborozo, sino que también todos los pasajeros dejaran sus momentáneas ocupaciones para prestarle atención.
Sin perder el equilibrio, Apolo, el rapero de la ciudad querendona, trasnochadora y morena, marcó el ritmo con los pies y por momentos parecía que estaba caminando en calles azarosas. La rapidez con que movió la mano derecha y los gestos de su rostro, tan agresivos y a la vez tan dóciles, no desentonaban con la pista de aires neoyorquinos que acompañó a sus filosas rimas, anhelantes de una experiencia mística y liberadora. “Sácame de esta realidad /mente psicodélica /magia ancestral”, cantó a modo de súplica, en un intento por entrar a un bucólico paraíso muy diferente a la selva de cemento en la que todos los días se mueve con sigilo.

Menos de tres minutos duró su presentación y a todos los presentes les pidió un aplauso que fue correspondido por unos pocos. Tras un sincero agradecimiento por su escucha y atención, Apolo procedió a pedirles unas cuantas monedas, aunque con gracia insinuó que también les recibiría “tarjetas débito, VISA o MasterCard, porque el IVA está muy alto y la plata no alcanza pa’ tanto”. Hubo risas y la mayoría de quienes lo escucharon le dieron varias monedas que él guardó en el bolsillo de su jean con cuidado y bastante agradecido.

Cansado pero satisfecho por el dinero conseguido, Apolo se paró al pie de la puerta trasera y cuando el bus llegó al intercambio vial de Punto Cero le pidió al conductor que lo dejara ahí. La puerta se abrió, Apolo agradeció otra vez a los pasajeros y bajó las escalas con afán para luego subirse a otro bus en el que ganaría más monedas a punta de canciones.

Era la 1:15 p.m., hubo un extenso silencio dentro del bus integrado y el conductor, para no hacer aburrido su viaje hasta el barrio Castilla, encendió el pasacintas y las notas de una edulcorada balada golpearon los oídos de los cansados pasajeros. A esa hora, y con un sol canicular que golpeaba sin clemencia a las ventanas, habría caído mejor a los oídos escuchar a un rapero que en vez de tocar la lira con gracia divina, hacía sonar un parlante del que salía su desahogo callejero.