Arte

Dignificar la cultura en tiempos de pandemia

22 / 05 / 2020

En tiempos de crisis y confinamiento, el panorama para la cultura es desolador. Más que soluciones a corto plazo, hay que dignificar la cultura para que sea un derecho, un acto transformador.

Hace unas semanas se celebró el Día Internacional de la Danza. Mis redes se plagaron de vídeos en los cuales personas de todos los lugares del mundo danzaban en casa y celebraban sus cuerpos a pesar de las circunstancias, haciendo un llamado a la esperanza en tiempos de pandemia. El Ministerio de Cultura de mi país propuso el “reto de la champeta”, como si ya no tuviéramos retos suficientes pensando en las maneras en que debemos sortear nuestro presente y el futuro próximo.

Varios memes y frases retumban en mi cabeza. Uno de ellos, escrito por uno de mis mejores amigos, un músico: “Manifiesto primero: reinventarse me sabe a mierda”. Al menos te sabe a algo, pensé. A mí me sabe a rabia. Una rabia que se me instaló en las manos y hoy me tiene escribiendo esto, no para reinventarme —aclaro— sino para sobreponerme y exponer, después del caos, una esperanza aterrizada en lo que estamos viviendo y aun no entendemos.

Haré eco de una columna que leí en alguna parte y debo disculparme con el escritor porque, a decir verdad, no recuerdo quién fue. Mi versión de las palabras de ese periodista es la siguiente: el coronavirus nos regaló dos revelaciones contundentes para el sector de la cultura: la primera es la precariedad en la que durante años han vivido los artistas; la segunda son los peligrosos círculos viciosos de las políticas culturales en Colombia.

La primera revelación me recuerda otro meme recreado en una escena de batalla en el que el Capitán América le pregunta a Hulk: “¿Cómo haces para soportar la cuarentena?”, y este le responde: “ese es mi secreto Capitán, soy artista, yo siempre he estado en cuarentena”. Es una realidad. Hemos vivido de esta forma durante años: nuestros trabajos se caracterizan por ser “independientes”, temporales o por proyectos. Luchamos por becas para poder realizar montajes que supeditan la creación a tiempos administrativos, infraestructuras deterioradas y la corrupción de siempre que pulula en los territorios; asistimos a ambientes que nos ponen en competencia entre nosotros; adicional a ello, en muchos lugares nuestra labor formativa, investigativa y proyectiva no se considera directa o indirectamente un trabajo.

Antes que lanzar nuevas arengas contra el Estado o las administraciones que poco o nada serán escuchadas, prefiero centrarme en aquello que llamo la dignidad del oficio del artista. Nuestro trabajo no es considerado como tal y eso tiene una implicación política significativa. Si eres artista, en algún momento de la vida habrás escuchado frases como “ah, que rico, yo también (bailaba, actuaba, cantaba…) en el colegio”, “ah, y además de eso, ¿a qué te dedicas?”. Incluso, en muchos casos habrás tenido que defender tu decisión de ser artista frente a tu familia, conocidos o “personas exitosas” que te encuentras en el camino.

Dejo este tema en punta para acercarme a la otra revelación: las políticas estatales para la cultura (y en especial las de la contingencia) padecen una circularidad que asfixia. El Decreto 475 fue apenas una sumatoria de estrategias ya existentes con pequeñas variaciones y a las cuales se les modificó el nombre, así como subsidios sin un horizonte claro de la población cultural que los recibe. Los sistemas de cultura en los diferentes niveles territoriales procedieron a modificar sus convocatorias y proponer líneas con énfasis en lo audiovisual o lo mediático. ¿Qué pasa con las salas de teatro? ¿Qué pasa con los proyectos culturales que llevan décadas trabajando bajo la perspectiva comunitaria? ¿Qué pasa con los proyectos de vida dedicados al arte? ¿Dónde está la dignidad del artista? Es en este punto donde precisamente se encuentran las dos revelaciones: el panorama actual de la contingencia nos permite ver que la cultura, en nuestro país, dista mucho de ser un derecho.

De nuevo, las circunstancias siguen siendo las de unas políticas gubernamentales que no escuchan al sector que, a pesar de contar con investigaciones, redes, procesos organizativos y representantes agotados del discurso vacío, parecen empezar desde cero para enfocar sus soluciones.

A este punto debo confesar que siento rabia. Pero no es una rabia cualquiera la que me impulsa a escribir. He pasado los días confinada, en el silencio perplejo de la inacción por no saber qué y cómo hacerlo y con la sensación o el deseo del contacto físico para crear. A medida que escribo estos párrafos me afianzo en la dignidad de nuestro oficio como el necesario punto de partida de cualquier acción. Dignificar no sólo nuestra actividad, sino las condiciones en las cuales hemos creado, volver a la comprensión de la cultura como un derecho y asumir la postura política de escucharnos.

Tenemos la libertad de asumir este periodo como más nos convenga: en últimas no me preocupa eso de “reinventarme”, porque creo que esa es la naturaleza de las artes. Tampoco creo que haya que buscar en afán las “nuevas formas” de realizar nuestro oficio, porque ellas irán llegando de a poco, una vez se calmen las aguas de la crisis.

Lo que considero imperante en tiempos de COVID-19 es recuperar el sentido político de nuestra presencia: asumirnos más allá de la competitividad en la que nos encierran estas políticas, romper el círculo, convertirlo en una espiral creadora en la cual, tal como nos hizo ver Fibonacci, la sucesión sea la base de una verdadera belleza para que podamos generar acciones en la proporción exacta, o, lo que podría ser su equivalente, crear una multiplicidad de alternativas con las cuales sigamos dando vida a las artes de la escena.