Mancha negra y furia

Las palabras en el amor

13 / 11 / 2020

“Las palabras amorosas —y sabias— hacen caso al silencio, lo llevan a todas partes. Son leales con quien se ama, con quien se amó alguna vez”.

Tal vez no importa:

hay tantas otras cosas en el mundo.

Jorge Luis Borges

El respeto por la soledad del otro, por su individualidad, hace parte de ese amor que se establece en una pareja, que la crea.

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Permitirse tiempos propicios para dialogar sobre los naturales desacuerdos, la desconexión o los imprevistos distanciamientos por la monotonía que surge en el repetido paso de los días, es la manera de ir poniendo las cosas en su lugar.

El modo en que las palabras hacen del amor un tiempo sin posteriores quejas, sin agresiones que —sumadas una tras otra— empobrecerán el contacto que se ha asumido con la pareja, está mediado por una escucha atenta, por la intención de comprender lo que sucede con el otro, por el interés de que las cosas salgan bien para ambos.

La convivencia es algo que se va ajustando con el tiempo (como se ajustan las capas tectónicas que producen los temblores de tierra), así se van suavizando las relaciones y se tendrá un espacio atrayente, un caminar con gusto al que se le pondrá el empeño suficiente para que la vida funcione. Hay que saber el momento exacto para plantear los inconformismos. Pero, ante todo, es saludable evitar una acumulación que estallará con el repentino: ¡hasta aquí, no podemos más! ¡Basta ya!… ¡Me voy!

La decisión de llevar todo al lugar que ninguno dudaría en admitir si el propósito de seguir está firme, está respaldada por un previo acuerdo, por la disposición de irse acoplando a los cambios y a los imprevistos, sean del orden que sean. Es decir, la afinidad y la complicidad que solo la amistad hace posibles: cuando en la pareja hay un vínculo amistoso cuya fuerza es la lealtad, las cosas serán mucho más tranquilas y “negociar” ciertos asuntos será más fácil. El amor será más grato, mucho más satisfactorio. Y conocerse, placentero.

Todo acercamiento que procure una relación estable —de esas que se sienten con tal fuerza que una duración, una constancia a largo plazo es lo deseable— también está expuesta a los conflictos, a sometimientos y dedicaciones que muchas veces no procuran agrado. Incluso hay quienes se esfuerzan en no responder con sus propias demandas, y esto se va alargando hasta coartar la libertad. En esos casos, hay que hacer pactos, llegar a acuerdos que sea posible cumplir, que sean razonablemente custodiados por ambas partes. Y es necesario tener presente que los pactos en el amor son sagrados: romperlos hará que todo se vaya al traste.

Eso no significa que al menor quiebre se disponga la pareja a un rompimiento. El amor también implica tolerancia y reacomodación de lo convenido. Como con el clima: unas veces ligeros de ropas, otras con buena protección. Y sabemos que hay temperaturas variables que sorprenden al calor con una lluvia torrencial y se hace agua cualquier propósito de salir a divertirse. Por tal motivo, se debe ser claros, no tener miedo de hablar. No anticipar reacciones de la pareja, no poner palabras donde no las ha habido, porque las conjeturas y los falseamientos suelen empantanar las cosas, dañan los gestos que en principio no suponían problema alguno.

Es claro entonces que una vez no sea grata la compañía, cuando el gozo se vuelve desazón, cuando la confianza se ha resquebrajado, cuando no hay cómo más sostener lo que se quiere vivir y no se está viviendo, es hora de partir, sin mucho escándalo. Aguantar lo inaguantable no es una buena manera de amar, es una deuda con uno mismo que va creciendo y envenena a las personas implicadas en la relación. Eso no es amor, es sinónimo de estupidez. Siendo así el asunto, dejar ir es necesario, y debe ser propicio hacerlo de manera amorosa. Tanto como saber irse.

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Las relaciones de pareja —incluso las demás relaciones— no tendrían porqué abismarse hasta perder la claridad y el deseo que produjo su cercanía. Saberlo es crucial para que las despedidas sean propicias, sin recelos ni resentimientos. Y aceptar sin aspavientos que ya no se está bien, que las cosas no marchan como deberían ser, que solo hay nudos y amarres sin deseo y sin complacencia, que ya no hay disfrute, también hace parte del amor.

Entonces, salir limpiamente, sin reproches que aviven la discordia, es una muestra del amor que se tuvo. Dejar atrás lo que no se pudo soportar y conservar la gratitud por la felicidad —poca o mucha—, por las buenas cosas vividas con la persona que alguna vez elegimos, es demostrar que alguna vez el amor fue fuerte, que se creció y se aprendió lo suficiente para no maltratar a la pareja pese de la insalvable ruptura. Respetar esto es amor verdadero: no andarse en corrillos o en “terapias de bar” tratando con saña lo que ya no pudo ser o lo que no debió haber sido. No permitir que el dolor que mortifica al ego hable por uno, ser prudente. Y reconocer que, si hay cabos sueltos, es la persona que hacía parte del tejido quien debe enterarse y ofrecer la oportunidad de que exprese lo que piensa. Lo que ahora siente. Yo sé porqué te lo digo.

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Las palabras amorosas —y sabias— hacen caso al silencio, lo llevan a todas partes. Son leales con quien se ama, con quien se amó alguna vez. Y a pesar de las tantas otras cosas que hay en el mundo, esto es importante.

 

VÍCTOR RAÚL JARAMILLO

Medellín, 23 de octubre de 2020, 5:48 am