Literatura

El libre vagabundeo de Robert Walser

9 / 01 / 2020

“El libre vagabundeo, recuerda el escritor suizo Robert Walser (1878-1956), no sólo es placentero, también es un estímulo importante para crear”.

Desde que el hombre adoptó la posición erecta como una de sus características determinantes —caminar sobre dos pies con la cabeza erguida y los sentidos dispuestos— ha ido definiendo el mundo con su andar. Mediante el paseo es posible animarse y mantenerse en contacto con el ambiente: las sensaciones y estímulos se despiertan.

El libre vagabundeo, recuerda el escritor suizo Robert Walser (1878-1956), no sólo es placentero; también es un estímulo importante para crear, dado que surgen cientos de ideas aprovechables: el paisaje ofrece percepciones que luego pueden ser organizadas en textos. Leer el mundo para luego escribir.

«De imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo los lindos paseos, por cortos que sean. Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante atento, que desde luego tiene que pasear no con los ojos bajos, sino abiertos y despejados, si ha de brotar en él el hermoso sentido y el sereno y noble pensamiento del paseo. Piense cómo el poeta ha de empobrecerse y fracasar de forma lamentable si la hermosa Naturaleza maternal y paternal e infantil no le refresca una y otra vez con la fuente de lo bueno y de lo hermoso.»

Para Walser el paisaje es motivo para ensoñar y representar el mundo de otra manera. La naturaleza y sus elementos pueden percibirse con características humanizadas: los ríos ríen, los vientos cantan, los lagos lloran. El paseo es una forma de vivir, es el estímulo necesario que le permite al autor meditar y pensar, sentir y crear. Así Walser, en El paseo, cansado del sombrío “cuarto de los escritos o de los espíritus” sale a deambular libremente por la calle. Al caminar deja atrás el dolor y la amargura. Apura su andar, ya que no puede desperdiciar ni el espacio ni el tiempo para disfrutar de la hermosa mañana. El mundo matinal que se presenta ante sus ojos le parece tan bello como si lo viera por primera vez.

El paseante se complace en observar a la gente, a la ciudad, a la naturaleza. Lo ínfimo y lo sencillo son de vital importancia: alaba los perros que se refrescan y corretean en las fuentes, las golondrinas que cruzan el cielo azul, los sombreros de paja que usan las mujeres en el verano, los niños que juegan libremente. Para Walser lo banal se constituye en el verdadero bálsamo de la existencia; el vagabundeo es una referencia fundamental a la hora de crear.

El viajero transformado en flâneur. Se detiene, admira, critica lo que se va encontrando a su paso. Robert Walser es también un explorador de la muchedumbre; su curiosidad, como espectador, percibe a los transeúntes como actores de un gran escenario; su libertad como paseante es una mezcla entre guionista y director. Para el flâneur “el gozo de mirar triunfa” —al decir de Walter Benjamin, no se limita a ser un escueto mirón: es una especie de “detective amateur” que deambula por las calles, escrutando todo lo que ve; cualquier objeto, persona o animal son relevantes para descubrir y comprender el entorno. La ciudad se convierte entonces en un paisaje digno de ser disfrutado; es posible habitarla como si de un espacio interior se tratara, como el de la casa, por ejemplo.

De acuerdo con Walser, “todo el que sufre se vuelve observador”. El estatus de marginalidad suele propiciar la contemplación. Recorrer las calles sin rumbo fijo, apasionarse por los mínimos detalles, sentir curiosidad por las cosas efímeras; todo propicia la actitud errabunda y la observación acuciosa del flâneur. El paseo se asemeja a una fiesta de los sentidos, un tipo de ritual en el que no sólo se tiene en cuenta la expectación producida al observar el entorno, sino también el reposo confiado de lo primigenio, ya que como el mismo Walser afirma: “es divinamente hermoso y bueno, sencillo y antiquísimo, ir a pie”.