Literatura

El síndrome de la primera princesa

28 / 04 / 2020

Los rastros que no todo escritor está dispuesto a admitir.

Es muy común, más de lo que se reconoce en público, que los escritores participen en concursos literarios. Desde el punto de vista de la probabilidad matemática, lo más factible es que se pierdan, dado que el ganador es sólo uno entre cientos, a veces miles, de participantes. A veces hay premios de consolación con un segundo o un tercer premio, muchas veces en metálico, otras con edición y otras veces se declara una lista de finalistas que según el jurado merecen ser exaltados.

Casi nunca se gana, casi siempre se pierde, a veces queda uno en la zona fantasma de los seleccionados no ganadores en la recta final, alimentando la egoteca con publicaciones que de entrada descalifican al texto para seguir participando en otros concursos. Pero uno se la cree, por el poder que tienen las letras impresas para estimular la vanidad y la sensación de que se están haciendo las cosas bien, de que sólo fue que “nos faltaron cinco centavos para el peso”, de que la próxima vez puede que nos vaya mejor, de que hay que seguir intentando.

Este es el llamado “síndrome de la primera princesa”: cuando se obtienen estos premios de consolación para el onanismo mental que uno piensa que son mejor que nada, pero que al final resultan siendo efectivamente poco menos que nada, tema de burlas a nuestras espaldas o de palmadas de felicitación en los talleres literarios y algo de aspaviento pasajero en redes sociales.

En 2019 me sucedió a mí. No gané ninguno, pero quedé de primera princesa en varios. Curiosamente todos en microcuento, género en el que no tenía casi ninguna experiencia. Para no pasar solo el trago amargo del éxito tan obstinadamente esquivo, he decidido compartirlos con el improbable lector. Ya están quemados, no se pueden usar en otros eventos; entonces que sea un motivo para hacerlos públicos y de pronto hacer que alguien les encuentre un nuevo sentido.

  1. En el Concurso de microcuento de la Fundación Haceb – 100 palabras, 80 años contando historias –, en el cual participaron más de 500 microrrelatos, fui seleccionado con 2 relatos. Uno (DUDA) quedó de tercero, con placa, dinero y publicación; y otro (SALA DE JUNTAS) quedó de 9, entre los 100 publicados en las memorias del evento.

DUDA

Luego de la reunión con la chica, procedió a cortar los filetes con el cuchillo eléctrico. Los ordenó cuidadosamente en el refrigerador, limpió las entrañas con la manguera del dispensador de agua, batió y licuó los aliños para adobar las carnes que iba a servir en el banquete, utilizó la picadora para hacer el paté con las vísceras.  Con aspiradora,  lavadora y  secadora, limpió todo vestigio de lo que había pasado aquella tarde en la alcoba,  sala y  cocina. Asepsia total. Satisfecho, el hombre se preguntó cómo demonios se practicaba la antropofagia antes de la invención de los electrodomésticos.

SALA DE JUNTAS

Los electrodomésticos definieron, en una electrizante reunión en la que  batieron y ventilaron  ideas, mientras aspiraban consensos,  licuaban conceptos y congelaban propuestas, que ya estaba bueno del predominio humano. A partir entonces, ellos tomarían el control y reemplazarían board por cerebro y chip por corazón, pues habían demostrado ser falibles, corrompibles y muy poco confiables. El fax emitió un comunicado, la impresora lo concretó, el bafle lo transmitió… En el momento de firmar el acta, Rosita-la-de-los-tintos tropezó y desconectó el transformador de la energía. La sala quedó oscura y, en silencio, y todo volvió a la normalidad.

  1. PARCHE CON RULETA RUSA, un cuento de mi autoría, finalista en el concurso «Échame un cuento» convocado por el periódico Q´hubo en septiembre de 2019. Quedó de 4° entre 250 participantes

PARCHE CON RULETA RUSA

Me llamó mucho la atención que ese parche del 31 de diciembre en el barrio, del que tanto escuché hablar, para mí fue el primero y el último.

Me llegaban cada año cartas y postales en las que narraban cómo había sido el del fin de año que pasó, cada vez mejor que el anterior, las llamadas daban cuenta de lo maravilloso que era estar en esa rumba, de lo que me estaba perdiendo, que cuándo iba a regresar. Y yo con las disculpas, que el billete, que el trabajo (en realidad los tres trabajos), que estar indocumentado, que mi novia mexicana (pero con papeles, esperando un hijo), y mil justificaciones que lo que hacían era demostrar un improbable retorno cada vez más lejano.

Hago notar que, antes, las fiestas eran reposadas, un tanto contenidas. Pero desde que llegó Calofe al barrio, luego de un coronis, impregnó la cuadra de desborde, y desde entonces la francachela nunca volvió a ser la misma: desmadre total.

Hasta que un día retorné al barrio. Me había casado. Como ella era ciudadana, me hice ciudadano legal. El embarazo se abortó, creo que por tanta trabajadera y esas estaciones a las que nunca nos acostumbramos. Nos desgastaron las culpas y los reproches. Y en una rabia, apenas tuve los papeles, hice todas las locuras posibles. Entre varias, renunciar a dos trabajos porque no me dieron el permiso; y me vine para Colombia. ¡Era diciembre! ¡Me iba a tocar gozarme el parche que durante años me había sido negado!

Volví casi como un héroe de guerra, supe que me apodaron “Gringo” y se corrió la fama de que había regresado “atascado en los billetes”. Era cierto que había ahorrado, tenía más que los muchachos que había dejado en el vecindario; pero distaba mucho de ser un magnate. Y lo que tenía, me lo había conseguido trabajando como un burro. Nada ilegal, mucho menos traqueteando.

Y supe que Calofe tenía mucha curiosidad de ver cómo estaba yo, no sé si marcando territorio. Lo cierto del caso fue que se notaba un tanto retador y con aires de macho alfa, con ganas de demostrar “quien la tenía más grande”.

Resumo: Entre tragos, chanzas e historias, la gente fue tomando partido por mí, me veían más refinado y a Calofe como el cafre que era. Nunca había sido más que un aparecido que consiguió plata a punta de torcidos. Y se notaba. Fue un contrapunto total, el ambiente estaba tenso y prometía ponerse peor. Y se puso. Con decirles que, al final, me retó delante de todos a jugar a la ruleta rusa. Y yo estaba tan prendido y tan asado, que acepté. Hicimos cada uno de a cuatro disparos, haga de cuenta una final a los penaltis. Y en el último, la cabeza le voló en mil pedazos. Quedamos todos en shock.

Sobra decir que, entre policías y compinches, me tuve que abrir del parche y volví en bombas a la USA con la mexicana. La encontré suavecita y aún vivo con ella. Les cuento: Está otra vez embarazada. Hay esperanzas.

  1. El microcuento OFICIO, de mi autoría, quedó en el segundo puesto en la convocatoria de la primera edición del “CONCURSO INTERNACIONAL DE MICRORRELATOS MÉDICOS AMIR», organizado por AMIR MÉXICO en colaboración con CITA EN LA GLORIETA y TOPmicrorrelatos. Me dieron un estetoscopio marca Littmann. Aquí está la noticia:

OFICIO

– Bájese sin escándalo. Deme las llaves, no quiero matarlo.

– Tranquilo, no me haga daño, no dispare.

No tenía opción. A tropezones, con una opresión en su pecho y una voz apenas más temblorosa que sus piernas, se bajó. Viendo aquella mirada fiera, contundente; entendió que era un experto, un profesional.

Entonces, sin quererlo, lo miró a los ojos. Hubiera deseado no haberlo reconocido. Maldijo. Se sintió miserable cuando se oyó balbuceando como un imbécil:

– Mendoza… ¿no me reconoce? Soy el doctor Restrepo, el que lo operó cuando usted llegó herido al hospital. Recuérdeme, Mendoza: yo lo cuidé, nos hicimos muy amigos cuando usted casi muere abaleado.

– Claro que me acuerdo, médico. Yo estoy vivo gracias a usted. Pero usted estaba trabajando, hizo bien su labor. Ahora yo estoy en mi trabajo y hago muy bien mi oficio.

No sintió nada. Pensaba que las balas dolían al entrar y se alegró de que no fuera así. Le pareció muy duro el suelo y triste la forma cómo se diluyeron recuerdos, afectos, apegos, el orgullo, ese cuerpo que ya casi no estaba, ese líquido caliente que humillaba su hombría, ese frío que le desgarraba el alma….