Mancha negra y furia

Al llevar de la mano

31 / 12 / 2020

“La persona que pretenda enseñar ofrecerá señales a los demás: se dirigirá a ellos con preguntas comunes hasta lograr que realicen sus propias preguntas, hasta que puedan propiciar sus propias respuestas”.

Una conversación inteligente —y esto lo sabe muy bien un buen maestro— no es la que está inundada de referencias, notas al margen y citas. En sentido opuesto: es la que puede producir ocurrencias, chispazos que muestran otras formas de ver el mundo y que se integran a los eventos que podrían producir esa ruptura que suele ser despreciada por la erudición. Es decir, su inteligencia y su sensibilidad serán partícipes de la vida diaria, y estará dispuesto a relacionarse con las demás personas, sin importar su condición. Tiene presente el estudio de los libros, pero dedica especial cuidado a las páginas de la naturaleza.

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La persona que se acerca a la sabiduría suele repetir las enseñanzas recibidas con la intención de ampliarlas y sacarlas de su fijeza. Acude a la tradición, pero la examina y la transforma si su saber ya no aporta para las decisiones de la vida actual. En la época en que se encuentre, hace visitas a la historia para alimentar las miradas del mañana, los eventos del porvenir. Aunque el sabio resguarde las prácticas del pasado y tenga su comprensión activa en el presente, su labor también es movilizar las conductas que se avienen en el tiempo futuro. Sabe, además, que el tiempo es una decisión de los hombres, no una garantía existencial de lo perenne.

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La persona que pretenda enseñar ofrecerá señales a los demás: se dirigirá a ellos con preguntas comunes hasta lograr que realicen sus propias preguntas, hasta que puedan propiciar sus propias respuestas. Esto es, conformar una personal manera de ver el mundo o hallar un resultado propicio al desaprender lo que, por tanto tiempo, ha sido taladrado en su memoria: beber del agua interior con cuidado de no envenenarla con falsas certezas. ¿De qué otra manera llegar a ser lo que en verdad se es?

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Un maestro pone en problemas a quienes lo visitan y les muestra la importancia de la lectura, la escritura y el diálogo. Les enseña la importancia de escuchar. Si lo que buscan quienes lo visitan son “fórmulas” para vivir, les dirá que no hay un manual para tal caso. Que vivir se aprende viviendo y respira hondo como si dibujara una leve danza en el agua que arde. Esa será su señal para partir.

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Un maestro no “refuerza” lo que ya saben los demás, sino que los induce a investigar y a realizar una búsqueda que no niegue los tropiezos de lo desconocido: hondonadas a las que de todos modos hay que arrojarse, para lograr un manejo apropiado de lo aprendido, y poder relacionarlo con lo que el horizonte ofrece. Hay que tener presente que los caminos de la sabiduría son extraños y pueden ser oscuros; que el conocimiento del mundo y de sí es extenso y lleva mucho tiempo completarlo; que hay que bucear en sus profundidades con cuidado de no quedarse sin aire, pues, para saber lo que duerme en el fondo de las cosas, se debe respirar bien y con lentitud.

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Un maestro sabe que una de las principales búsquedas de los seres humanos es la felicidad. Por eso, conjura a quienes se le acercan a no esperar que las cosas se hagan como desean, sino a amarlas como ellas se hacen —tal y como Epicteto solía predicar—; pues, de otro modo, solo habrá frustración y sufrimiento. Esto conlleva al buen cultivo de sí.

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Es claro que la herida habla con sus propias palabras, cosa que el sabio tiene por cierta y de la cual aprende el valor de un pensamiento alegre y una búsqueda serena. Si surge una “incapacidad” para lograr el sueño, que de antemano lo ha puesto en marcha, reconoce que ese sueño puede presentar dificultades, o que no se ha preparado lo suficiente para hacerle frente al camino que lo llevará a su realización. En este caso, vuelve sobre él mismo y hace enmiendas en lo que falló. Fallar siempre es posible; eso lo tiene presente.

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Mientras más cerca esté de aquellos mundos que no son suyos —y que no podrá comprender a pesar de su esfuerzo—, el maestro se mirará con mayor confianza a sí mismo, evitando perder el mundo que lo habita; esto es inevitable, pues, de otra manera, perderá la posibilidad de enseñar a otros. Para ser un maestro debe uno hundirse en sus propios abismos y aceptar que la vida nos pone en el lugar en que nos necesita. Reconocerlo —sin esperar lo que está en el horizonte—, es hacer del camino un destino.

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Un hombre sabio sabe que su único rebaño son sus pensamientos —como ensoñó Pessoa— y aprende a ver y a oír aquello que se oculta tras la ventana: es decir, cuando evidencia que la existencia es más que un concepto, se arroja al viaje sin temores, aunque carezca de certezas y metas definitivas. Muchas veces dejarse llevar es la mejor orientación que se puede tener. Esta es una enseñanza de vida, no de los libros donde la realidad siempre está detrás de otra menos real, jugando a las escondidas.

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Un maestro suele confrontar a sus próximos, no con el poder, sino con el amor. Estimula, seduce a sus compañeros de camino con la serenidad de una experiencia respetuosa, no con el terror y la necesidad idiota de sembrar el miedo. Anima a entrar en el mar del conocimiento sabio y plural, y se establece como faro que ilumina la tempestuosa navegación. Ofrece tierra a la vista. Pero aclara que no siempre habrá un sextante ni estrella alguna que lo guíe. Y hace un cuidadoso énfasis en que también hay aguas en las cuales una embarcación segura podría naufragar y se deberá nadar solos, a la deriva.

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Un hombre sabio, pese a repetir palabras ya dadas, no por incapacidad, sino para propiciar el encuentro de nuevos sentidos al acompañarlas de su propia meditación, sugiere una búsqueda permanente de otras voces y fuentes —así sean contrarias a las propias—, ya que ese ejercicio es vital para no ingresar en dogmatismos y aprender así a dialogar sin juicios previos y con una apertura comprensiva. Ese será su llamado para la necesaria expansión de las perspectivas, para el enriquecimiento de los puntos de fuga con los cuales se puede liberar al mundo, además de ser la única forma de evitar violencias innecesarias.

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Un maestro crea al tiempo que exige creaciones de sus próximos. Si no ¿cómo dar validez a sus exigencias? Crear, tomado como originar, como ofrecer un punto de partida, no se hace sinónimo de “hacer” en la medida de un “tener” que hacer algo por hacerlo, puesto que, al no hacer, también estamos haciendo. Para recibir el destello que procura lo nuevo hay que estarse en calma; implica meditar, estar en silencio y saber esperar el momento oportuno, el llamado de las cosas que quieren ser dadas a luz. Lo mismo ocurre cuando queremos que un pájaro se acerque: saber esperar es la medida. Pues bien, el maestro —en este caso— es un vehículo para alcanzar la paciencia necesaria. Contemplar es hacerse uno con lo contemplado, y cabe aclarar que la “atención” podría desviar a quien crea, aunque lo sepa hacer. Por eso, quienes enseñan a darse cuenta de aquello que se esconde en lo que está a simple vista, son buenos maestros. Y el maestro, al igual que los poetas —si el maestro se sitúa en el acto de crear—, se desliza por la profundidad de las cosas, por las grietas que dejan los días; las convierte en una energía viva con la que es posible tejer horizontes en la amplia trama del mundo. Un mundo que solo una persona dispuesta podría recibir.

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En los encuentros educativos (presenciales y virtuales) también se deberían enseñar algunas cosas que seguramente se pasan por alto por los compromisos administrativos y por las afugias de llenar un programa previsto, por darle cumplimiento a una programación académica que procura —la mayor parte del tiempo— adormecer a sus estudiantes y negarles la voz.

Hablo de cosas como estas: que no vale la pena preocuparse; que hay que vivir y disfrutar el instante; que hay que proteger la tranquilidad y la libertad que se nos hacen esquivas; que debemos respirar plena y satisfactoriamente, con los ritmos que retienen y expulsan, sin afanes, conscientes de la respiración; que la compasión aún no ha desatado ninguna gran guerra. Hay que enseñar este tipo de aspectos, aunque se rían de nosotros: la alegría que ofrece la mutua ayuda; que ser amables nos enriquece; que por más que el sistema que nos gobierna lo exija, el dinero podría empobrecernos; que una palabra a tiempo podría sanar el triste silencio de siglos, evitar un mal paso; que los otros son diferentes y no es sensato buscar una igualdad que nos prive de lo que somos en nuestra individualidad; que el respeto por el otro nos será agradecido siempre.

Que la vida se hace mientras la vivimos y depende de nuestro talento y perspicacia, para que no se nos vaya tontamente de las manos; que si bien es solo nuestra, los demás nos proporcionan la posibilidad de llevarla a cabo, puesto que no existimos sin el otro; que dialogar sobre lo que nos sucede y sobre aquello que deseamos traerá luces para el trayecto; que pese a los abismos, debemos resistir para alcanzar las venturosas cimas; que nada es fácil; que las dificultades son necesarias y de ellas aprendemos el carácter, el valor y la grandeza de estar vivos y respetar todo lo que vive (incluso con el acecho de la muerte a cada paso); que el miedo a morir es una trampa que doblega cualquier intento por llegar a ser quienes realmente somos.

Esa es la misión del maestro que se maravilla de la vida, y ha de incluirla en las aulas o por medio de la red. Lograr que la enseñanza sea una experiencia controvertida, y que no carezca de diversión ni creatividad. Mostrar cómo con las palabras podemos hacernos a un mundo: el propio. Hacer que los libros se conviertan en buenos amigos; que sus páginas concuerden con viajes placenteros que nutran la imaginación que la pesadumbre del mundo ordinario suele usurpar: que la lectura no sea una tortuosa obligación, sino una personal decisión, un original deseo, puesto que leer no solo está supeditado a los textos escritos, sino a la amplitud de las cosas del mundo y sus maravillas. Siempre conscientes de que leer bien será comprender bien y que toda interpretación acertada reducirá los perturbadores enfrentamientos entre las personas.

En fin, guiar a quienes se acercan hacia una posible felicidad; hacia una sana convivencia que no limite las aspiraciones de llegar al lugar que sus sueños proponen. Una realización donde un diálogo plural y honesto sea signo de tolerancia y respeto por las diferencias, incluso si no estamos de acuerdo con ellas. Y tener siempre presente que donde no se pueda hablar, hay que guardar silencio y dejar pasar.

¡Gracias!

 

VÍCTOR RAÚL JARAMILLO

Tomado del libro: MONEDAS DE ORIENTE

(Publicado por Amazon, 2020)