Mancha negra y furia

Ecos del subsuelo (dos)

27 / 07 / 2018

Llegan más ecos del subsuelo, esta vez para cuestionar e incomodar aquellas verdades que pretenden opacarnos.

Nadie canta con más pureza

que los que están

en el más hondo infierno.

Franz Kafka

Es necesario gritar en el desierto,

antes de poder poblar el desierto.

Roberto Juarroz

 

Vuelvo esta noche en que la lluvia cae sin otra pretensión que ser una lluvia cayendo en la noche fatal. Y te pregunto: ¿cuándo aprenderemos el nosotros que no excluya, sino que nos reúna sin violencias premeditadas? ¿Por qué negar la naturaleza con malos hábitos como el infausto “desarrollo” y sus maquinarias brutales? ¿No se ha convertido la tecnología en una envenenadora que hemos sacralizado para obviar el sinsentido, para aligerar una vida cada vez más problemática, confusa y solitaria? ¿Acaso no entendemos que ya hemos ido bastante lejos en lujos y comodidades que —en su mayoría— entorpecen el fluido de lo que pretendemos ser como humanidad y dificultan nuestra personal evolución?

Si como otros anuncian, el lenguaje es nuestra casa ¿no es tiempo de hacerle una reforma drástica? Por ejemplo, ¿suprimir la palabra culpa, la palabra pecado, la palabra redención? ¿Borrarlas de nuestra memoria existenciaria, de nuestro cuerpo que goza y pesa? ¿En qué momento finalizarán las morales de la prohibición para dar de nuevo el paso a la erótica y sus vasos comunicantes? ¿Qué será de nuestra música subterránea, de la aguda poesía que nos hace vacilar después de que el mundo emerge, cuando aprendamos sin ningún tabú que cada quién vive lo que le es dado vivir y que, por más que lo intentemos, no hay cómo cambiar lo que no se puede cambiar si no estamos unidos? ¿Cuándo recuperaremos a la diosa con su siembra y su iniciación y su festivo abrazo, con su sexo reaprendiendo el placer ante el peligro de la procreación?

Pregunto en medio de la incertidumbre que ofrece la noche con su lluvia y los laberintos de la sangre cayendo en las esquinas: ¿acaso es hora de que nuestra soledad y nuestro silencio germinen en la sabiduría y la creación de un hombre y una mujer dispuestos a ganarse el canto, la congregación y la dicha de una mística inmanente que nos muestre por vez primera la aventura del acá, nuestro sí mismo que es alguien, el respeto a la vida, otra manera de valorar la compañía, su solidaridad? ¿Recuerdas la última vez que te entregaron la amistad como valor inquebrantable? ¿Protegiste su lealtad que se ausenta de los círculos hipócritas y homicidas? ¿Has cuidado a los demás y a los animales, cada árbol y las aguas de los océanos?

¿Acaso la capacidad para amar que heredamos sólo busca preservar la estirpe del invento que fue erigido dios para aumentar el dominio? ¿Es ese “buen amor” en realidad un mal con que nos han alienado y nos impide entrar en nuestra propia casa y ser libres? ¿Es la imagen del crucificado la causante de tanta hemorragia? ¿Es su cruz —como algunos piensan— la que nos tiene clavados a todo sufrimiento, a toda perversión? ¿Fue Pablo —el histérico de tarso—, quien confirmó la piedra de los anteriores asesinatos, negaciones y envíos al exilio cuando fundó su dogma aniquilador? ¿Alcanzó a vislumbrar el poder que acarrearía su conversión y la decadencia comenzada con sus prédicas después de ser sanado de su ceguera?

¿Dónde ha quedado la gran legión de dioses y diosas que nunca pudimos conocer y fueron celebración de cada uno de los habitantes en Mesopotamia, en Egipto, en Persia, en Grecia, en la protohistoria precolombina…? ¿Fue una buena estrategia matarlos, dejar sus moradas y hacernos dueños del suicidio masivo de lo que venimos siendo? Alguien podría contestar que era un paso inminente, que no hubo otra salida, que quien tiene cerca las flores, no necesita a ningún dios. También podría afirmar que si Freya, Ishtar o Sarasvati ya no son necesarias, la trinidad tampoco lo es ni lo será. Que basta de sortilegios y supersticiones.

Y esto me hace recordar cómo la tortuga de Zenón —el de Elea—, no puede ser alcanzada por nadie, cómo su flecha no da en el blanco en ningún momento. De igual modo, me hace ver ese puñado de polvo que seremos y no podrá ser reconocido después de unas cuantas lunas. Tal cual es nuestra caminata por el miedo ardido que nos hace un guiño antes de asestarnos el golpe entre la impotencia y la tristeza que procura. Y, no obstante, presumimos como si la corona de la vida hubiese sido hecha exactamente a nuestra medida. Por dicho motivo debemos dudar de las verdades que se presentan de forma ineludible, debemos pedir explicaciones sin aceptar dádivas, preguntar, incomodar, ser peligrosos para quienes profesen su soberanía sobre los demás.

Realzo, entonces, lo que interroga como introducción al pensar, pues, pensar, es algo que debemos hacer propio. No podremos saber lo que es importante, las cosas que nos pondrán en dirección del ascenso mutuo, si antes no nos atrevemos a pensar por nosotros mismos, si no visitamos la hondura que nos es propia. Sólo pensamos —como lo dijo Heidegger—, cuando nos atrevemos a pensar por nosotros mismos. Y pensar es una derivación de nuestras preguntas. Aunque pensar sea estar enfermo de los ojos, como sentenciaba Pessoa.

Tal vez, lo que deberíamos hacer es lograr una mirada que nos conecte con toda contingencia posible y dar cabida a antiguos ecos, a las miradas secretas que nadie ha podido sostener, a los días vividos y a aquellos que suelen venir sin aviso alguno. Abrir cada pupila y anticipar su brillo, hacerla resplandecer sobre mujeres y hombres, sean sabios o ignorantes, creyentes o descreídos, y así acallar un poco las atrocidades del crimen. Abrir la escucha a aquellos que ofrecen su pulso arrollador y ponen a vibrar nuestra inteligencia, nuestro asombro: esa es la grandeza del conocimiento, su cercanía a todo lo que nos produce admiración.

Cada vez que asistimos sin rechazos a lo nuevo sentimos que lo nuevo se apodera de nosotros y un aire extraño, pero vivaz, nos invade. Quizá sea porque aprender es como nacer, como nos lo dijo Pascal Quignard. Entonces ¿para qué perpetuar las guerras entre lo que poseemos de manera inamovible —esas crueles certezas que gangrenan nuestra curiosidad— y todo aquello que desconocemos? Seguir en la cueva e insistir en su “protección”, ir por el mundo erigiendo muros para no contaminar nuestra ignorancia, es la derrota más grande de nuestra humanidad.

¿Es realmente arduo comprender que la luz nos procura el crecimiento al relacionar las variadas visiones del mundo sin la estupidez de aplastarlas o de imponerlas? ¿Cuándo viviremos al otro como ese otro de nosotros mismos sin cargarlo de lo que somos? ¿Cuándo daremos la mano para que la vida no quede en una sola mano, sino en todas las manos como nos lo propusieron? Si coincidimos en esto, ¿por qué seguimos en la infestada discriminación y el señalamiento de lo que no comprendemos, de lo que no se nos parece? No lo sé. Y veo venir tu queja: “¿por qué me preguntas esas cosas? Estarás bromeando… hoy hace un hermoso día. No es el momento para ordenar lo que no tiene ningún orden”.

Es cierto, el día es claro y sereno como la dulce lengua que canta tras el cese azaroso de la lluvia y los lamentos. Este nuevo día merece mejores palabras que aquella noche en que te preguntaba cosas infecundas. Recuerda, no obstante, la aclaración de Edmond Jabès cuando escribe que, si hemos sido leídos y escuchados, ya no podremos esquivar el juicio. Y eso implica no dejar la vida para otra vida, que la vida también es pensar y sentir y jugar. Responder por lo que hemos provocado. Que sin vida no podremos hacerlo y la deuda será el lastre de las próximas generaciones. Que hay que tomar riesgos aún hoy en que la vida salta con nosotros con su hermoso sol que invita a nuestra felicidad a morir en su voraz resplandor.

Pero nos vamos ahuecando por dentro, poco a poco, como una gota de agua contaminada que cava la piedra ancestral. Y abandonamos los sueños que teníamos cuando éramos un grito inclemente; cuando las calles dejaban salir nuestros inflamados y jóvenes ecos desde el subsuelo; cuando buscábamos una pequeña luz en cada profundidad incendiada por el odio y esa nublada esperanza que nos hacía trizas; cuando le dábamos golpes al futuro con nuestra mano obscena, justo cuando el presente nos devolvía la bofetada.

Y algo me habla y me dice que deberíamos ir por la ciudad sin tomarnos tan en serio como lo hacíamos antes, a pesar de que todo parece ya perdido. Porque tanta pesadez sólo procurará una gran parálisis, un dolor que no podremos descifrar. Por eso, vivamos reconociendo que es necesaria la levedad de un espíritu alegre que aligere las actitudes graves, las obligaciones más pesadas y duras. Hay que acercarse a la danza, a cierta especie de sonambulismo.

Si las cosas tienen solución, perfecto. Y si no tienen ningún arreglo, pues, bien, no tienen arreglo. Simplemente son lo que son y así seguirán siendo. ¿Por qué habríamos de preocuparnos entonces? Preocuparse es inútil. ¿Qué nos queda de todo eso? Nada, sólo cantinelas desesperadas y con mucho afán. Volvamos a estar unidos y a reír sin prisa, amigos míos. ¡Riamos juntos y dejemos que la vida diga lo que tiene para decir! Dejemos atrás la angustia con su velocidad devastadora. Disfrutemos lo poco que nos queda. De todos modos, no sobreviviremos. Y, pase lo que pase, nos llevaremos la bolsa vacía, aunque morir sea crecer un poco.

Permitamos que nuestra música amada se haga a ella misma. No interfiramos en su creación, pues, fuera de esquemas o estructuras, e incluso creencias e ideologías, la música nos llevará mucho más lejos de donde estamos, siempre más lejos, puesto que la misma música nos puede sostener al momento de la caída. Y eso nos dará fuerza para lograr la hermandad que siempre imaginamos, esa hermandad buscada entre las heridas y los delirios que aprendimos desde que aceptamos el encanto de las bestias.

Hagamos que nuestra música —que nuestra amplia familia— obtenga al fin, de la obscuridad, esa fuerte luz vivaz y completa que trence los designios de las abruptas cosas —su inquietante serenidad— con cada una de las complacencias de esta milenaria hediondez violenta de separaciones. Afirmemos la señal que nos llena de rabia para acobardar a los que vienen derrotando la múltiple respiración. No dejemos nada para después, porque después no estaremos para hacer lo que desearíamos haber hecho. Ya nos queda muy poco tiempo: hay que gritar para que la humillación retroceda: ¡atrás! ¡A tu sitio!

Es nuestro deber seguir adelante, no desfallecer en este momento en que nefastos encuentros nos rodean; no dar el brazo a torcer ahora que estamos cerca de tener la dicha de saber quiénes somos y para qué hemos arrancado del cielo las vestiduras del trueno; por qué razón los volcanes se ajustan a nuestros cuerpos; cómo aliviar la enfermedad que detiene nuestro más íntimo impulso. Lancemos la mayor embestida que un cúmulo de estrellas haya lanzado jamás. Y nunca olvidemos las palabras de nuestro poeta hermano, Aurelio Arturo: ¡hace tantos siglos la luz es siempre nueva!

Ecos del subsuelo (uno)