Mancha negra y furia

Grietas de una voz insumisa

9 / 02 / 2019

La corrección política, la imposición de pareceres y la apatía extrema, tarde que temprano, nos cobrarán factura. O ya nos la están cobrando.

Entre una ola y el mar

nunca habrá batallas.

Omar Alejandro González Villamarín

Las condiciones actuales de un discurso “políticamente correcto” y el extremo cuidado al hablar para evitar daños en la piel ajena, interfieren en la libertad de pensamiento y su inalienable condición crítica o de decir lo que se nos dé la gana. Este punto es indiscutible, creo yo. Es lo que pienso.

Aceptar que se debe ser “abiertos” y no “uniformar” el pensamiento, implica, a mi parecer, varias claridades: primera, la del respeto por lo dicho —o lo que se calla— y su comprensión. Segunda, la de hacer caso omiso si eso que se dice es una tontería. Y tercera, no enmudecer ni un ápice si se nota el veneno a simple vista y nos vemos vulnerados sin motivo alguno. Es decir: no dejarse llevar sin hacer uso del discernimiento frente a lo que nos muestra el mundo y actuar con inteligencia para zafarnos del discurso cuando sólo pretende oprimir y alienar, evitando así el “enfrentamiento”. O, si no hay salida, aniquilar con el poder de los argumentos a quien nos quiere joder la vida, así de simple.

Mi posición es conocida: no dejar de usar el lenguaje de la manera que se me ha venido antojando. No callar ante los juicios de la gramática social y sus alocados enquistamientos inclusivos o no, y resistir. Porque si no estás de acuerdo y no eres tolerante frente a sus principios y luchas y condiciones, te silenciarán —después de ponerte en entredicho, claro está— obrando de la misma forma en que los verdugos suelen atacar a los demás y a su propio favor: con razón en mano o sin ella.

Hay quienes descalifican al primer asomo de cualquier tipo de  diferencia los comentarios que les hacen mella en su sensibilidad, a todos nos ha ocurrido. ¡Ni sepulcros blanqueados que fuéramos! Entonces salen airosos con su bandera “plural y amorosa” exponiendo su defensa hacia la apertura y el respeto —que de igual modo pretende encausar las conductas y las voces con su prédica—, asumiendo que tal o cual comentario es “fascista” por estar en desacuerdo con su obsesión. Ellos, que también llevan sus opiniones al extremo formando fanatismos y demás artificios de esos tan apetecidos por quienes no saben pensar por sí mismos, siempre ahogados en la baba ajena.

No tengo intenciones de crear grupos o sectas o militancias o lo que sea que la gente imagine, se los aseguro. ¡Aunque ganas no faltan de darle un susto a la muerte! Mis escamoteos e ironías van más allá de lo que muchos quieren hacer creer. Si el conocimiento no sirve como detonante, si su búsqueda se aleja del peligro, de poner en la cuerda floja lo que es “normal” para la mayoría, ese conocimiento no pasa de ser un rumor impotente, un débil dedo en la llaga. Una levedad que nos recuerda que esperar de los demás lo que sólo está en nosotros —aunque sea un oasis inmenso— es estar sujetos a morir de sed.

Tratar de agradar a todos es muestra de una falta de carácter que, lastimosamente, ya hace parte de muchos de los llamados rebeldes de a puño, de los artistas que odiaban los fórceps y las camisas de fuerza y ahora debilitan su “arte” por aplauso y medio. Ser halagados, conceder la voz baja por dichos halagos, es muestra de una pérdida de libertad y posibilidades creadoras que no podemos tolerar si la intención es vivir ajenos a los dictados del poder. Aunque esta última sentencia suene a enajenación, es lo que un pensamiento sin ataduras debería suponer. Aunque hayan libertades que los “espíritus libres” parecen no soportar.

Debo dejar en claro que, si en variadas ocasiones he defendido (y seguiré defendiendo) la sana convivencia y el respeto por las diferencias y sus múltiples puntos de vista, una búsqueda más razonable, más humana al relacionarnos para evitar así confrontaciones constantes y muchas veces violentas y asesinas, no hago reverencias ante las exigencias de los abanderados de causas inocuas y absurdas ni me sumo a esas teorías ramplonas hechas para el gusto de esa gran masa informe que sólo sabe obedecer. Es una decisión voluntaria, cabe decir. Y soy consciente de que existen luces en el camino cuyo propósito es cegarnos. Pero eso no es una excusa para detenernos: realicemos el sueño que esperamos realizar ahora mismo. Como se suele decir: si olvidas tus sueños, perderás la cabeza.

Aceptar lo que sea, la virulencia de ese pensamiento de “todo está bien”, “todo es válido” y “lo que sea funciona”, no va conmigo. Disminuir o tratar de borrar las fronteras que empalidecen nuestro horizonte, no implica una tolerancia a la topa tolondra, ni mucho menos ese ejercicio falto de reflexión que suelen realizar los muy jóvenes, al aceptar las demandas del círculo de sus afectos y sus rituales por el solo hecho de no quedar a la deriva, de no sentirse apartados de los demás, temiendo una soledad que, en muchas ocasiones, es mejor compañera.

Es que relacionarnos implica tener las cosas más o menos claras y saber sin mucho tartamudeo lo que nos parece correcto y lo que no. Y el porqué, claro está. Y cabe decir que hay personas con quienes al primer contacto generamos una empatía que, por más distracciones que haya en el trato, siguen estando presentes independientemente de sus prácticas, aficiones o creencias. Es el afecto el que cuenta y, por tanto, el apoyo, la mutua ayuda. Ese es el camino para labrar una buena amistad, es lo que nos anima a compartir el tiempo vital, pese a las distancias y a las diferencias. Además, se habría de ser coherentes entre lo que se supone que se piensa y los actos que derivan de dicho pensamiento.

Sé que la contradicción, no obstante, es parte de nuestra condición; pero hablar por hablar es mostrar una gran torpeza, no sólo ante los que escuchan, sino ante uno mismo, y se debe estar atentos a las reiteradas prédicas para hacernos a una propia manera de vivir y no disimular. ¿Qué importa que los demás estén de acuerdo o no? Nada, absolutamente nada. Los demás valen porque son un otro con alegrías y tristezas, con angustias y deseos de una vida digna y en lo posible sin tanto tropiezo como la de la mayoría. Valen como cuerpos en movimiento con temores y agallas, amalgamados entre el placer y el dolor, constreñidos o expandidos bajo un cielo que se rompe, sobre una tierra cansada de la peste que hemos sido.

Pero los demás tienen cosas por hacer, están en su propia búsqueda de no se sabe qué. Y no siempre te pueden ayudar, hacerte compañía. Es por esa razón que debes hacerte a la idea de que estar con alguien, ser abrazado y consentido, casi nunca depende de los demás, sino de ti mismo. Que el lugar que ocupas también es pretendido por unos cuantos. Que si la felicidad se te ha hecho posible, debes mirar con desconfianza a tu alrededor porque la pena y la derrota tienen más armas que las que podrías admitir. Debes saber que para vivir no basta con respirar: no eres una espora y tu condición evolutiva te exige más esfuerzos que a una almeja. O al menos eso pareciera. ¿Para qué insistes en desbaratar lo que otros han hecho si no tienes los elementos para construir algo diferente? Y a pesar de ser una palabra mal vista actualmente: ¿cómo harás para que lo pretendido sea algo “mejor”?

Las abejas están muriendo porque así lo hemos decidido, porque nuestra ignorancia las está extinguiendo. Olvidamos que sin su ir y venir entre las flores pronto tendremos que comer un potaje sintético del que ya algunos comen en varios lugares del mundo. Hemos cerrado la vista ante el desastre inminente de la Tierra y seguimos jugando a la ruleta con los únicos ecosistemas que restan, perdiendo la oportunidad de dar otro paso. El Amazonas, por ejemplo, no tiene quién haga algo por él: ya está parcelado y la banca internacional negocia con los más adinerados sus beneficios, poniendo en inminente peligro lo poco que nos queda mientras aseguran su imperio. Ya no hay marcha atrás en sus descerebradas transacciones y la veloz biomutilación.

¿Qué tipo de ambición nos ha llevado a calcular un mundo feliz para unos pocos en un planeta que ya no puede más y siempre había alcanzado para todos? ¿Cuántas sucursales de la miseria hemos puesto ya en otros planetas? ¿Es tan urgente el combate intestino de todos contra todos con que nos hemos ido aniquilando? ¿Hemos tenido en cuenta ante todo lo que apremia que si esa fuerza devastadora que imprimimos en nuestra cotidianidad se uniera con objetivos saludables, podríamos cambiar el rumbo de las cosas? ¿Acaso las tonterías del día a día serán suficientes para despertar de esta disparatada pesadilla? Esa fútil presunción de “sanar” lo que nosotros mismos hemos enfermado robando la medicina de las manos de quienes saben cómo usarla para hacerse al gran negocio, es lo que aplaudimos y no nos importa nada o muy poco lo que pase mañana.

La vida está próxima a dar su último estertor. Pero, además del fin, en las miradas asustadizas se refleja la estampida de una sabiduría inédita que pocos imaginan. Y no podremos darle la bienvenida mientras no sepamos unir las manos, mientras los diversos apetitos que nos obligan a masticar los sueños ajenos y ofrecer como pago el bagazo, no sepan cómo abrir la puerta para que la voluntad de crear entre con su alado tiempo de sensatez y cuidado. El requerido tiempo de abejas albañil, solitarias y asoleándose ante su propio umbral donde, quizá, como escribió el británico Cyril Connolly: ¡nadie ayude a nadie, porque nadie necesitará ayuda!

 

 

Víctor Rául Jaramillo

Medellín, 15 de enero de 2019 (11:37 p.m.)

 

*Imagen de portada: «»F*** – Censorship of Offensive Language Book», por Bethan Roberts, 2015, en Behance»