Música

A dedo pa’ Rock al Parque

2 / 01 / 2019

▼Una historia de adolescente mochilero persiguiendo el sueño de conocer de cerca el festival del rock más grande en Colombia.▼

Corría el año de 1998 y el nombre de Rock Al Parque era un rumor cargado de expectativas que se paseaba por las calles de Medellín, una noticia que llegaba a nuestros oídos embelesados con esas bandas de rock and roll que veíamos periódicamente en el Teatro Carlos Vieco (Q.E.P.D.) o que escuchábamos en la emisora juvenil de turno.

Para la edición de aquel año en el cartel aparecía un tal Robi Draco Rosa, al que conocí por un casete de su álbum Vagabundo que me grabó un amigo. Su sonido me envolvió inmediatamente e hizo animarme a emprender la aventura de verlo en vivo en Bogotá y descubrir otros senderos con el riesgo de la inclemencia del tiempo, a expensas de la bondad de los conductores y residentes de la carretera.

Planeé y organicé el viaje con tres de mis amigos de conciertos y banda de rock de colegio. Viajaríamos el viernes anterior al festival, queríamos salir en la madrugada para pedirle aventón a un camión, de esos que uno ve salir de la Feria de Ganado cuando pasa en un bus hacia el municipio Bello. Pero no fue así de fácil: los carros no salían para Bogotá ese día y tampoco prestaban el servicio de transporte de personas, cosa que entendimos justo en aquél momento.

Perdimos la madrugada y decidimos ir a la Terminal de Transportes del Norte con los pocos billetes que nos acompañaban. Entre los cuatro juntábamos si acaso un pasaje individual a Bogotá. Uno de los amigos fue a tratar de convencer al conductor, con su característico parlamento de vendedor, para que nos llevara y hasta hizo negocio con un walkman que ni era de él. El conductor aceptó el negocio pero cuando nos montamos al bus nos enteramos que sólo iba hasta el municipio de San Luis, muy lejano de nuestro destino. Durante el trayecto hubo un derrumbe que nos estancó en la carretera durante unas cinco horas, así que mejor aprovechamos para bajarnos del bus y pedir cupo en los carros varados. La idea era que por lo menos nos dejaran lo más cerca posible de Bogotá.

Al fin logramos espacio en un camión destapado que llevaba a un grupo de jóvenes con nuestro mismo propósito aventurero. Ya en camino sentíamos que el trayecto se hacía largo, nuestra ansiedad crecía con cada kilómetro y cada población avistada. Después de un largo tiempo el trayecto se hizo angustioso no sólo por ir a la deriva, sino también por la alta velocidad del carro porque, aunque éramos unos jóvenes deseosos de aventura, gritábamos de terror en cada curva.  El camión era manejado por un hombre que excedía el nivel de velocidad y, además, parecía carecer de pericia, pues se sentía el golpe pesado en cada cambio del automotor. El miedo y la ansiedad se apoderaban de nosotros y, después de varias horas inciertas, el camión terminó varado en mitad de la carretera, en un tramo desconocido de la geografía cundinamarquesa. Nos tocó echar pata, como se dice en Medellín, hasta que otro carro nos logró acercar hasta la terminal de transportes de la capital.

Llegamos el viernes en la noche y al sábado, por fin en Rock al Parque, nos sentíamos como si fuéramos niños estrenando ese juguete deseado para diciembre. El corazón se nos quería salir del pecho mientras entrabamos al parque Simón Bolívar con una sonrisa de oreja a oreja. Cuando sonó el tun tun de la batería en la prueba de sonido entramos a paso acelerado: ya queríamos gritar y brincar, aunque ni siquiera había iniciado el concierto de la primera banda. Cada banda la sentimos como un gran sueño realizado; personalmente, entre muchos buenos artistas recuerdo a Niños con Bombas (Alemania-Venezuela), Resorte (México), La Floripondio (Chile), Ají Baboso (Bogotá), Ultrágeno (Bogotá), La Pestilencia (Bogota-Medellín), Tenebrarum,  Johnnie Walker, Polvo de Indio, El Pez (Medellín), y claro, a quien yo esperaba con tantas ansias: Robi Draco Rosa (Puerto Rico).

Tengo un recuerdo vivo e inolvidable de Draco Rosa cantando todas las canciones de Vagabundo. Cuando cantó “Para no olvidar”, una canción lenta y de ritmo fuerte, se reproducían en las pantallas imágenes del cielo que pasaba veloz y de la naturaleza creciendo rápida, creando un ambiente de letargo: era como si el tiempo se hubiera detenido en la penumbra y los acordes de la canción. El público se mecía lento mientras en el escenario, con luces bajas, se veía brillar la Gibson Les Paul de Draco Rosa, que a lo lejos parecía estar cubierta de trozos de vidrio. Lo juro, fue un momento mágico y único de conexión que no sentí jamás en un concierto.

Pasado todo el fin de semana, como era de esperarse, contábamos con mucho menos de lo que llegamos y teníamos la tarea de volver a casa. Ya en carretera, y después de pedir transporte todo el día, nos dio casi la media noche cuando llegamos al municipio de Doradal, una tierra con fuerte presencia paramilitar. Poco a poco fue llegando más gente y nos juntamos unas 33 personas que iban de regreso a Medellín. Pedimos refugio al vigilante de la bomba de gasolina del pueblo y él nos permitió dormir en una volqueta, pero cuando nos estábamos acomodando para dormir llegaron tres motos con hombres que, de mala manera y con insultos, nos ordenaron abandonar el pueblo inmediatamente. “Somos unos estudiantes que estábamos en un concierto en Bogotá y vamos pa´ nuestras casas”, les decíamos pero ellos, gritándonos, nos repetían lo mismo, que eran órdenes de su comandante y ellos las hacían cumplir. Nuestro miedo se hizo más fuerte porque en aquellos días eran usuales las masacres y los asesinatos sistemáticos a comunidades en aquellas poblaciones; estábamos en medio de la nada e indefensos ante lo que quisieran hacer estos amenazantes hombres con nosotros.

Al cabo de unos 20 minutos (que se hicieron horas por el miedo), regresaron y nos dijeron que nuestro tiempo había acabado. Nos imaginamos lo peor, ellos nos obligaron a salir del pueblo intimidándonos y ordenaron que camináramos en fila india por esa carretera profundamente oscura, mientras ellos subían y bajaban en sus motos vigilando nuestro trayecto. En cierto momento nos dejaron en paz y no volvieron a pasar, pero estábamos asustados y solos en medio de la noche, sin saber nuestra ubicación geográfica. Al final, después de caminar largamente en la madrugada, nos fuimos distribuyendo en las poblaciones del camino. Mis amigos y yo empezamos a pasar de camión en camión hasta llegar, cargados de historias y ya entrada la noche del siguiente día, a nuestra ciudad.

Pasado un año de colegio y de asistir a conciertos en Medellín, llegó de nuevo la temporada de Rock al Parque y decidí repetir la aventura. Recuerdo que salí con algunos amigos y nuestro primer medio de transporte fue un carro de basura, cuyo conductor nos dejó montar en la bomba de gasolina donde inicia la utopista Medellín- Bogotá. El camión estaba cargado por lo que expelía un olor nauseabundo que quemaba nuestras fosas nasales. Nos colgamos como pudimos, tratando de sacar lo que más podíamos la cabeza para no respirar ese aroma a desperdicios y al bajarnos, 5 kilómetros adelante, olíamos como si ya lleváramos varios días de caminata.

De nuevo de carro en carro, casi a las 10 de la mañana llegamos a tierra caliente: el Magdalena Medio. Pasamos horas caminando; ningún carro nos paraba y yo llevaba a cuestas un morral con todos mis objetos personales y una guitarra al hombro. A cada paso sentía que me hacía una ampolla sobre otra ampolla, como si caminara sobre carbón caliente. Nunca había caminado tantas horas en mi vida y nuestra piel estaba tostada bajo el inclemente sol. Al caer la tarde, y después de una jornada larga, nos montamos junto a 10 personas más a una tracto mula, de esas que tienen planchón en su remolque, pero esta no tenía maderos u objeto de agarre sino unas cuerdas amarradas al piso de lado a lado de la carrocería, para que no se volara la carpa que hacía las veces de piso. Los 12 o 13 polizones terminamos acostados y cada uno le dimos un par de vueltas a nuestros brazos en las sogas para aferrarnos bien y, no sé cómo, poder dormir amarrados al camión o nada más mirar tranquilos cómo cambiaba la tarde de tonalidades claras a un profundo azul oscuro.

Al fin llegamos a nuestro destino, el Rock al Parque 1999, y llamamos a las casas de dos amigos de Medellín que tenían familiares en Bogotá para que nos alojaran. Por desgracia ninguno fue al festival y no conocíamos a nadie más. El año anterior había estado en la casa de un amigo pero había perdido contacto con él. Esta vez no sabía qué hacer; sin embargo, ya estaba en la capital y no iba a desperdiciar la oportunidad. Mis amigos y yo hicimos cuentas y teníamos realmente muy poco dinero, me invadió un gran temor al mirar en mi mano los 6 mil pesos que me acompañaban y la inmensidad de ciudad que tenía al frente y que además no conocía. En Medellín uno mira y al menos ve casas en las montañas, mientras allí todo era plano y no alcanzábamos a dimensionar la geografía, aunque algo se nos ocurriría para sobrevivir ese fin de semana.

Ubicados en el Parque Simón Bolívar y prestos a disfrutar nuestra aventura, hicimos equipo para comprar comida (panela, pan y refresco) y entre todos cuidarnos. Llegada la primera noche nos enteramos de que muchas personas, como nosotros, no tenían posada y dormían en cualquier acera, así que decididos sacamos unos plásticos de la basura y los tendimos en el piso dizque para que el frío no nos pegara muy fuerte, pero la gélida madrugada nos despertaba a cada rato, el piso duro nos maltrataba y era imposible dormir.

Al día siguiente volvíamos a recoger monedas y estrategias para la comida: pan para el hambre, panela para la energía y pedíamos agua a los de primeros auxilios para hidratarnos y lavarnos los dientes. A punta de rock pasamos el día tratando de distraer nuestro apetito. Finalizada la segunda noche nos hicimos amigos de otras personas que dormían en un parqueadero detrás de la zona de conciertos, ellos tomaron plásticos y los amarraron con palos, armaron carpas y así se protegían al menos del viento de la madrugada. El espacio estaba seccionado entre piedrilla y cemento, y en él nos distribuimos todos. Alguien apareció con un líquido inflamable e hizo una gran fogata que ardió toda la noche, así cuando uno no podía dormir por el frío se sentaba junto al fuego y volvía a tratar de recuperar el sueño.

Al amanecer alguien apareció con un montón de mazorcas y nos las repartió, una persona encontró una malla de acero oxidada y otra sacó mantequilla para asarlas; fue uno de los desayunos más ricos que he comido, a pesar de que a los dos meses me enteré de que esas mazorcas fueron sacadas de la basura… pero ciertamente sabían exquisito. Recuerdo, a pesar de haber dormido en la calle, disfrutar mucho de las bandas, cuyas canciones brincábamos por gusto y para quitarnos el frío: Víctimas Del Doctor Cerebro, Café Tacvba y Molotov (México), Illya Kuryaki And The Valderramas (Argentina), Marimonda, Neus (Medellín), Superlitio (Cali), entre otras.

Ya en el camino de regreso, y de transporte en transporte, logramos terminar nuestro viaje. Aún recuerdo nuestros gritos de alegría al ver las primeras luces de Medellín: era mi quinto día sin bañarme y mi único deseo era darme un buen baño caliente al llegar a casa.

En 2017 fue la conmemoración  en Rock al Parque de los 20 años de Vagabundo de Robi Draco y mientras veía el espectáculo abrazaba a mi hijo y me veía a mí mismo, en el mismo lugar, hace dos décadas. Estábamos frente al televisor, compartiendo ese mismo amor por el rock y sintiendo que son historias que quedarán en mi recuerdo. El año pasado fue su primero en Altavoz y siento que esas anécdotas seguramente algún día se las contaré a algún nieto.