Música
Malos Aires: el cura, los punk, y la policía. Primer festival de punk en Medellín (1986)
12 / 03 / 2018
Crónica de un festival de punk que estremeció a muchos, en medio de la violencia y la represión.
La ciudad era diferente entonces. A mediados de los años 80, Medellín se ganó el apelativo de ‘Metrallo’, cuando algunos medios de comunicación nacionales tomaron nota de la alta tasa de homicidios en la ciudad. Como otras capitales su infraestructura pasaba por una crisis, los índices de desempleo aumentaban, muchas personas vivían en la miseria y en la noche los disparos de la policía y los ciudadanos eran en la mañana las noticias.
En 1986 el papa Juan Pablo II visitó la ciudad y los asesinos de la moto andaban haciendo de las suyas, los homicidios eran continuos. Ese mismo año Pablo Correa Ramos, director del Deportivo Independiente Medellín, fue abatido, al igual que Guillermo Cano, director del periódico El Espectador. A su vez El Colombiano anunciaba que se había descubierto un boicot, llamado “el baile rojo”, contra el partido político Unión Patriótica (UP). Parecía que Medellín, la ciudad de la eterna primavera, se estaba desmoronando y en ese paisaje descolorido la comunidad punk de la ciudad estaba en aumento.
En la Medellín de los años ochenta no había locales para que los pocos grupos de punk que estaban emergiendo se presentaran en vivo; por lo que los primeros conciertos que se realizaron fueron en locales no aptos para la práctica musical. El primer festival de punk que se intentó realizar fue en el barrio Buenos Aires, en un salón contiguo a la iglesia de santa Mónica. Fredy Rodas, el Chino, guitarrista y vocalista de NN; y Giovanny Rendón, bajista de Pne, consiguieron el local, era un salón grande y lo había alquilado el cura.
Las expectativas para este concierto eran muchas: era la primera vez que se iba a reunir a tocar la primera generación de grupos: Mutantex, Los Podridos, Pestes, No, NN, P-ne. Cada banda tenía una sensibilidad, una personalidad y una zona, un cartel de alcantarilla inigualable, bandas que representaron en su momento la explosión del punk más visceral, la élite subterránea. Giovanny Rendón, que estuvo en la organización de los primeros festivales punk, desempolvando la memoria rememora:
“Nosotros estamos buscando un lugar para tocar, el Chino y yo estábamos montando una agrupación, un día terminamos por buscar donde armar un concierto y en esas entramos a la iglesia y eso era increíble, un salón en bajada, cuando nos subimos a ese atrio empezamos a reírnos, gritar y brincábamos, éramos como un par de niños chiquitos, tenía un segundo piso y había un montón de cosas, la bola de la campana entre otras más. Fuimos donde el cura y le hablamos, ya sabíamos que no podíamos mencionar la palabra rock, ni mucho menos punk. Entonces la insistencia era que cada vez que hablábamos de hacer música, era música juvenil, tampoco podíamos hablar de bandas, lo de los grupos también era complicado. El cura nos recibió formal. El Chino hablaba muy bien, yo solo asentía, “si padre”, el Chino era un actor y el cura nos dio el permiso, cuando eso no había salido la película Rodrigo D”.
Aquel sábado 26 de julio a las afueras del salón pululaban los punks de un lado al otro, brincaban, reían, corrían, escupían, había mucha euforia. Asistieron muchos, algunos cargados de energía, sacol y cocol, con indumentarias muy auténticas y provocadoras; era un ambiente muy escénico y dramático; algunos tenían camisetas a rayas con un número en el pecho, imitando a las que usaban los presos en el cine. Muchos tenían inscripciones en las camisetas, en los blues jeans, en las chaquetas, también latas de cerveza aplastadas que lucían como medallas y condecoraciones en las chaquetas.
Nando, punkero del barrio Aures – quien luego sería vocalista de la agrupación Pichurrias, que aún no se había conformado–, llevaba una placa con el número de una bóveda sepulcral abotonada con un par de taches a un costado de sus botas militares; la gallada de Los Kenedys llevaban ratas muertas, cogidas la noche anterior en las cañadas y alcantarillas del barrio; era impactante, las lucían como joyas colgadas con cadenas al pescuezo. No faltaba el que tenía una cadena colgada con dos ganchos que iban de una oreja a la nariz, cadenas de seguridad de las cabinas de teléfonos públicos, se cortaban con segueta y se utilizaban como correas, mientras otros se las colocaban en el cuello, además llevaban camisetas rojas con la cruz gamada. Estar rodeado de cientos de punks fue una experiencia surrealista para mí: un gran shock.
La entrada del concierto fue tensionante. Julio César Escobar, guitarrista de la agrupación Pne, comenta:
“En ese concierto yo estaba muy asustado, esa cantidad de armas hechizas que entraron ese día y sin seguridad ni nada, la seguridad era la de los mismos grupos, requisando gente con cuchillos, con hachas, con palos con clavos, navajas con serrucho, cadenas”.
Ese día fue el director de cine Víctor Gaviria con un equipo de “Tiempos modernos”, la empresa de realización audiovisual, y estuvo registrando una tomas que son las únicas imágenes que conocemos de ese día y de las pocas de los ochenta. El local era amplio: en lo alto de las paredes tenía unas rejas por la cuales entraba aire, en el escenario había una pancarta con el nombre de las bandas pintado con aerosol, también una bandera de Colombia con una inscripción, bafles a los lados, una batería en el centro y algunos micrófonos. El escenario estaba a sólo un pie del suelo. En la pared del lado de la entrada había en lo alto una pancarta colgada que decía “Pestes”. Cuando entramos el aire estaba espeso con el olor a sudor y humo. Sabía que la música iba a ser rápida y pesada.
Los auto-proclamados monstruos Mutantex fueron los encargados de abrir la velada y Omar Alonso Arroyave Leniz, su guitarrista, así lo recuerda:
“En la iglesia de Buenos Aires organizaron ese evento, el Chino, Yoba, el Negro, toda la gallada. Esa vez nos tocó a nosotros empezar el evento, había mucha agresividad de parte de nosotros con la gente y viceversa, recuerdo que ese día fue el día de los Petos”.
El grupo estaba compuesto por dos integrantes, en la guitarra Omar Alonso Arroyave; y en la batería y voz, Ramiro Meneses. En su corta y única presentación, sus cuerpos arrojaban sudor alrededor de una multitud muy masculina, un mar agitado de ira cubierto de cuero, jeans, cadenas, un mosaico de caras burlonas y dedos del medio levantados. Su sonido era una expresión cruda de rabia sincera, su energía acarreaba una sensibilidad cómica infecciosamente oscura. Ramiro Meneses, con su voz de papel de lija, lanzaba gritos de staccato, las venas del cuello se abombaban mientras gritaba sin cromatismos, todos ellos devorados. La guitarra estremecía al público pero antes de terminar la primera canción debió parar.
Era la primera vez que los veíamos en concierto y todo el público conocía la canción, pero interpretada en las voces de los mexicanos Jorge Negrete, Pedro Infante o Javier Solís. Se trataba de “Las Mañanitas” en una versión punk corrosiva. Nuevamente lo intentaron, pero al poco tiempo de empezar debieron parar, el guitarrista estaba de viaje, Ramiro Meneses volvió a intentarlo, pero ya con otra canción y gritó: “¡no te desanimés, matate!”, apuntalaba el ataque, golpeando la batería sin compasión, con impulso implacable, con golpes de clamorosa furia. Esta vez el guitarrista, quien llevaba puesto un gabán negro con una X blanca en aerosol a sus espaldas y una cadena al cuello con un candado igual al que usaba Sid Vicious, cayó estrepitosamente al suelo, lo tuvieron que socorrer y pararlo, después de esto lo sentaron en una silla, sin embargo no pudo tocar y entonces Ramiro vociferó: “¡Tengo rabia ya!”.
Tengo rabia ya
Tengo rabia ya
Te voy a matar
Te voy a matar
Te voy a patiar
¡Quitate¡
Por esta maldita sociedad
Por este desorden de justicia
Por esa porquería de familia
Cansado de mi profesor
De esta gonorrea de gente
De tus gritos, papá
De tus consejos, mamá
No, no, no
Tengo rabia ya
(Tengo rabia, Mutantex 1986)
Estaba admirado con el intransigente ataque de la banda. La muchedumbre estaba ansiosa de escuchar y pogear los temas. Podía sentir que los acordes me golpeaban en el estómago. Esta música me trasmitía algo de una manera que ninguna otra música lo hacía y dudo que cualquier otra lo hará. Los puños estaban volando por el aire. Me metí en el pogo, me pisotearon y golpearon un par de veces en la cara (obviamente). Pero valió la pena. Mi adrenalina estaba bombeando así que no sentí ningún dolor en absoluto; fue increíble, compartir ese instante de unión, de violencia amorosa, de clímax compartido.
Estas intensas y a veces dolorosas interacciones físicas producidas por las experiencias musicales evidencian la amistad y el poder de un concierto, todo el mundo estaba sonriendo. La música me emocionó, era más que música, era algo más, un sentimiento más poderoso que se extendía profundamente. Esta música para mí no tenía un sentido lógico, sino sentido intuitivo, revelador. La música y la cultura que había absorbido hasta ese momento ya no eran adecuadas porque no satisfacían mis necesidades y no describían el mundo que veía.
Ese día vi la novedad suceder antes mis ojos, el sudor, la mugre y la gente. El aspecto transgresivo era feo pero insigne. Era un adolescente cubierto de acné, feo, con la cabellera revuelta y, metafóricamente, la música me estaba esperando en la puerta, con los brazos abiertos. Los sonidos que oí confundieron mis ondas cerebrales adolescentes. Estaba escuchando algo malvado y me encantó. Estaba contento de ser parte de algo nuevo, creativo, atrevido, extraño y furioso en un espacio público y compartir esa experiencia con otros. El punk era catártico y, en última instancia, curación; lo que oí simplemente era salvación, era edificante, esperanzador y justo.
La presentación de Mutantex fue el sonido de una chispa ardiente, posibilitó avivar las brasas invisibles que, rápidamente, envolvieron todo el lugar antes que explotara lo inevitable. Giovanny Rendón comenta:
“El cura mandó a llamar a los organizadores, el Chino fue, no sé qué hablaron y el cura no se calmó, hasta que llamó a la policía”.
En las afueras del local acaecía el arribo de dos camiones de policías, el cura los había llamado so pretexto de una reunión de guerrilleros. Se escuchó una explosión, un petardo lanzado por un integrante de la gallada de los X. Fue una batalla perdida. Inmediatamente empezaron a sonar disparos, algunos tiros entraban por las rejas altas de las paredes. Segundos más tarde el guitarrista dejó de tocar, la sección rítmica continuó durante cinco segundos más, y luego todo se desmoronó.
La banda salió del escenario. Cuando los tiros cesaron alguien abrió la puerta, ipso facto recibió un fuerte golpe en el pecho con la culata de un fusil, abrieron las dos alas de la puerta y entraron, en el interior aún resonaba el eco de los balazos, el polvo se desprendía de las paredes donde pegaron los tiros, algunos insultos profanos se recitaban devotamente contra las madres de los agentes del “orden”, se escuchaban ruidos tímidos como si se dejaran caer objetos metálicos disimuladamente, los “polizontes” como que estaban de mal genio, miraban repelentemente cuando gritaron: “¡Aquí no se mueve nadie!”, “¡Todos contra la pared, papeles!”. Omar así lo rememora:
“Cuando llegaron los tombos, los muchachos del parche de los X lanzaron unos petardos y también los muchachos de arriba de Manrique Guadalupe, que estaban como aliados con nosotros, porque pensamos que de pronto los de Prado Centro nos iban hacer el atentado o algo”.
Giovanny Rendón anota:
“Cuando llegaron los policías les tiraron un petardo, se armó un desorden, luego llegó una jaula con más policías y empezaron a llevarse a todo el mundo. Llenaron dos jaulas de punkeros, la bola de la campana la incluyeron dentro de la bolsa de las armas, había muchas cadenas, muchos cuchillos, había algunos como hachitas. Yo no sé si eso estaba predestinado a que se acabara, el caso es que no alcanzó sino a tocar Mutantex un par de canciones. Yo no sé qué hubiera sido de ese concierto…yo vi las imágenes de Tiempos modernos y había unos manes molestando con una rata, yo creo que ese fue el detonante para el cura”.
Los policías habilitaron unos costales grandes para embutir lo que expropiaban al mejor estilo nazi, cuando los presidiarios llegaban a las cámaras de gas. Uno por uno iban pasando por el punto de requisa y ellos nos iban despojando de nuestras pertenencias: en un costal echaban las botas, en otro las cadenas, en otro objetos corto punzantes, y en otro los frascos de sacol. Luego nos dirigieron en fila a la puerta, sin camisa; allí se encontraba otro puesto de control donde examinaban que no tuviéramos tatuajes en la piel que nos vincularan con los temidos “Escorpiones”, o los “Monjes”, bandas que por aquella época ya estaban operando, como lo describe Marta García-Bustos en su artículo Los focos de la mafia de la cocaína en Colombia, publicado en la edición 121 de 1992 de la revista Nueva Sociedad:
“En 1985, los habitantes de los barrios Doce de Octubre y Santander, conocieron la osadía de un grupo de jóvenes, que retomaron el nombre de la serie de televisión Los Magníficos y sembraron el terror en esta zona de la comuna noroccidental. En poco tiempo muchas bandas, del estilo de los Magníficos, surgieron en diversos puntos de Medellín y los municipios vecinos. En el barrio Bella Vista de Bello aparecieron los más célebres de esta primera época: Los Monjes. Celebraron con “Chamberlain” y mucha marihuana cuando su nombre apareció por primera vez en las páginas de los periódicos (…) Los Monjes usaban un tatuaje en el brazo con sus iniciales, cargaban un cristo al revés, se cortaban las palmas de las manos y las estrechaban para sellar el ingreso de un nuevo integrante. Realizaban fiestas que para el resto de los mortales eran macabras, con música pesada y un baile brusco, que en el lenguaje punk se conoce como pogueo”.
Después de la requisa subimos a uno de los dos camiones que habían llevado para la redada. Encaramados quedamos como salchichas empacadas al vacío, todos gritábamos agravios. En el viaje hasta la comisaría, bajando por esas lomas del barrio Buenos Aires, todos rechiflaban y nos reíamos. Los policías estaban montados en la parte de arriba de la carrocería, nosotros estrujábamos hacia los lados procurando hacerlos caer. En un instante una rama de un árbol golpeó a un policía en el rostro, la carcajada fue enorme, hubo mucho regocijo, ¡aun hoy nos deleitamos! En un descuido alguien saltó del camión y empezó a correr, todos empezamos a gritar para alentarlo, pero la reacción de la policía impidió el escape.
Nos llevaron a la Escuela de Carabineros Carlos Holguín, en el barrio Boyacá las Brisas. Nos dejaron en un patio. Después de un largo rato de estar sentados en el suelo, de un momento a otro se escuchó un escándalo y todos miramos de dónde provenían los ruidos. Era el “Chuleta” (QEPD), un punk de la escena, que se había escabullido hasta que lo encontraron en el comedor de los policías saqueando comida cual rata. De allá lo trajeron mascando algo y cuando estaba delante del sargento, al frente de todos, el suboficial, despectivamente, le preguntó por el gancho que adornaba su rostro. El “Chuleta” era negro, peinado al mohicano, daba la sensación de que estuviera de pies a cabezas engrasado y, ciertamente, era feo. “Chuleta” le respondió algo animosamente, mostrándole su apreciada dentadura, que se conservaba siempre recubierta de una especie de moho. Rápidamente el policía, con el rostro descompuesto de asco y disgusto, dio dos pasos atrás tapándose las narices, como si un leproso lo fuera a besar, y le exigió que cerrara la boca.
El policía maldiciendo lo mandó a sentarse junto a todos nosotros. A los mayores de edad los montaron en un camión y los mandaron para el F2 de amanecida hasta el otro día, mientras que al resto nos soltaron pocas horas después. Esteban Mesa, baterista de Dexkoncierto, recuerda:
“Por el concierto que hizo el Chino donde a todos nos encanaron, se unificó un poco más el parche entre los punkis, comencé a conocer gente y abrir más la percepción como de parcharme con los Mortigans o con los X que vivían arriba de mi casa”.
Los Mutantex disfrutaron de una vida efímera, que sin embargo legó canciones torcidas a través de un trabajo textual “grotesco”. Sus piezas musicales son simplistas pero rompientes. Punk rock maldito. Este grupo de acordes políticamente incorrecto tuvo un solo concierto, y se convirtieron en referente obligado para las futuras agrupaciones. Bandas valientes que se atrevieron a pensar de manera diferente y se lanzaron contra la angustia represiva del Medellín de los ochenta. Música de protesta en vivo, en volumen ensordecedor, que sirvió como crítica necesaria y mordaz. Tocar punk en Medellín en los años ochenta era un mal necesario.