Literatura

El anfitrión fantasma

27 / 04 / 2019

«Mi madre me lleva hasta él y me sienta frente a los ancianos, luego me mira como sólo ella sabe hacerlo y me dice: —Ya sabes bien lo que hay que hacer.»

Mi madre se ha levantado muy temprano. Ha desarmado la casa de pies a cabeza, cambiando todo el mobiliario de su sitio. También se ha puesto maquillaje y los aretes en forma de pirámide, y se ha vestido con el traje perlado propio de ocasiones especiales.

Eso sólo quiere decir una cosa: hoy es el día anual de la Extraña Subasta, un evento que todos los años se lleva a cabo en nuestra casa sin previo aviso. Puede ocurrir en cualquier día de cualquier mes del año. Lo he llamado de esa forma por su propia naturaleza. Debo aceptar que, en las primeras versiones de la subasta, llegué a pensar que quienes participaban en ella estaban mal de la cabeza, incluida mi madre. Pero con el paso del tiempo, he aprendido a entender lo que ciertos objetos significan en la vida de las personas, por raros o insignificantes que parezcan.

Aunque a mí también se me podría tomar por un desquiciado, debido al reciente asunto de los mensajes que capto en la frecuencia neutra: un punto alterno que marco en el dial entre la emisora local de jazz y otra de música ecléctica llamada “El oyente es el recuerdo”. Hasta la fecha he recibido casi quinientos, que voy anotando en un cuaderno de hojas cuadriculadas. El último que capté dice: “anomalías múltiples”.

Los mensajes a veces son más bien confusos y me esfuerzo por entenderlos. Tengo una libreta alterna donde escribo los de cada serie, algunos son cosas como “fin A1” o “isla Crista”. La mayoría de los mensajes no sobrepasan las cuatro palabras. Mis favoritos los he ido subrayando con bolígrafo rojo: “luna sintra”, “caballo de Ispe”, y “Umco 671” son algunos de ellos.

Regresando a casa, podría decirse que aunque la Extraña Subasta pueda suceder cualquier día del año, algo inalterable es la hora en la que se lleva a cabo: doce en punto del mediodía. Desde que tengo memoria, a esta particular tradición acuden año tras año mujeres distintas, pero siempre el mismo número de participantes, tan sólo tres, cantidad un poco absurda para lo que supone un evento de este tipo.

Ignoro si esas mujeres son amigas de mamá. No lo creo, porque antes o después de las subastas nunca las he visto por aquí nuevamente. Otro hecho que no varía es que el retrato de mi padre difunto, que cuelga en una pared de la sala, siempre es cubierto con un limpión rojo que mi madre ha empapado con colonia de pino. Cuando le pregunto por qué lo hace, ella sólo se limita a responder que es necesario para poder llevar a cabo la subasta.

Aunque el dinero juega un factor fundamental en la adquisición de las piezas, el Hombre sin Pigmento también permite el intercambio por otros objetos que traen consigo las mujeres asistentes. Otra de las reglas que rigen la Extraña Subasta es que sólo se puede hacer una oferta por lo que se desea adquirir.

En los años que llevo presenciándola se han originado miles de interrogantes en mí. Muchas veces creí que los objetos subastados habían pertenecido a las mujeres que pujaban por ellos, principalmente en sus primeros años de vida. Otras veces pensé que, por la naturaleza de aquellas cosas (objetos filosos, pedazos de cuerdas, frascos vacíos de veneno, entre otros), era posible que las piezas en puja estuvieran vinculadas con hechos que relacionaban a estas personas con asuntos delicados; homicidios, por ejemplo. Mi tercera hipótesis era que todo lo negociado aquí era mercancía interesante sólo para las mujeres que participaban en la subasta, sin ningún valor estético o espiritual. Pero en la sesión de hace dos años, el Hombre sin Pigmento echaría abajo esta última impresión con un buen número de objetos nuevos que me dejaron fascinado.

Esa subasta es la que más me ha gustado de todas. Fue la primera vez que no tuve que observarla de pie, como era costumbre. Por el contrario, me hicieron un lugar en mitad de la sala, justo detrás de las tres sillas donde mamá sienta a cada mujer asistente, y un poco alejado del sillón donde se sienta el Hombre sin Pigmento. Así le digo yo, aunque mi madre me explicó que se trata de una enfermedad llamada vitiligo. Él es quien trae los objetos para subastar, transportándolos en un maletín de madera negra, muy parecido al de un ventrílocuo.

Las mujeres que asistieron esa vez tenían algo en común: todas parecían estar en periodo de lactancia. Los parches húmedos a la altura de sus pezones eran evidentes. En aquella ocasión, el Hombre sin Pigmento inició el evento como siempre, abriendo su maletín y enseñándoles a todas el único objeto de la subasta que no era negociable.

Este fue pasado de mano en mano por las asistentes. Ni mi madre -quien siempre permanecía de pie junto al hombre- ni yo podíamos tocarlo, sólo éramos espectadores. Las mujeres quedaron abismadas al mirar de cerca la pieza, que luego volvería al interior del maletín negro. Al guardar de nuevo el objeto no negociable, el Hombre sin Pigmento declaró lo que era costumbre: “la esperanza yace”

Luego sacó del maletín la primera pieza que iba a subastarse con una mueca dramática, algo exasperante, parecida a la que hacen los mimos cuando expresan sorpresa ante el contenido de alguna caja imaginaria que destapan. Era una pequeña lámina del Álbum de Historia Natural Jet, todavía protegida por el papel de cera que suele envolver el chocolate.

Puesta sobre una bandeja de aluminio que mi madre sostenía, fue pasada por tres segundos ante los ojos de cada una de las asistentes. La mujer lactante número 3 se puso ambas manos sobre la cara como señal de que no le interesaba la oferta.

La mujer lactante número 1 ofreció doscientos pesos, el billete con la imagen de José Celestino Mutis. La mujer lactante número 2 largó uno de doscientos mil, moneda corriente actual, pero el Hombre sin Pigmento rechazó de entrada ambas propuestas. La mujer lactante número 3 retiró las manos de su rostro pero no hizo ninguna oferta.

Nadie logró quedarse con la pequeña lámina. El segundo objeto expuesto en la subasta de hace dos años fue un pequeño guante de encaje como los que usan las niñas en la primera comunión o las ninfas en alguna boda. La mujer lactante número 3 volvió a cubrirse el rostro con las manos, pero esta vez no como señal de indiferencia, sino para ocultar el llanto que empezaba a alterar la calma que se respira normalmente durante la subasta. El Hombre sin Pigmento le pidió inmediatamente que se fuera, y la mujer, sin quitarse las manos de la cara, fue conducida por mi madre hacia la puerta de salida. Aunque la mujer lactante número 2 ofreció una suma considerable, fue la número 1 quien se llevó el guante, a cambio del certificado de nacido vivo de su más reciente hijo.

Ese día algo inusual pasó: el Hombre sin Pigmento me pidió que lo asistiera sacando del maletín los objetos al azar. Miré a mi madre, quien me dio su aprobación con una sonrisa. Aunque muchas de las cosas del maletín no pudieron ser adquiridas, y podría decirse que la subasta fue un fracaso, tuve la oportunidad de sentir en mis manos objetos maravillosos como la armónica de hojalata china, el termo en forma de pez o las figuritas plásticas que salían en una conocida marca de snacks. Sin lugar a dudas, esa ha sido mi subasta preferida.

* * *

Acabo de caer en cuenta de algo: hoy, día de la nueva subasta, es cuando más mensajes están entrando por la frecuencia neutra: ya llevo trescientos tres. Por eso es muy probable que no me presente en esta ocasión y me quede encerrado en el cuarto a la espera de más mensajes. Justo acaban de entrar cinco de ellos seguidos: “información celeste”, “cirugía láser”, “puzzle del trópico”, “dichosa memoria”, “acopio de luz”. Ya los anoté en la libreta. Llega uno más: “interacción entre el individuo y la colectividad”. Estoy sorprendido, es el más largo hasta la fecha. Ya casi es hora de que inicie la subasta de este año, definitivamente me quedaré aquí en el cuarto.

—Ya vamos a empezar —dice mi madre desde el otro lado de la puerta.

—Este año me quedaré —respondo.

—Hay una novedad —insiste mi madre mientras entra a la habitación—, ven conmigo.

En la sala no están las tres mujeres desconocidas de siempre, y en su sitio hay tres ancianos sentados en sus respectivas sillas. El sillón que solía ocupar el Hombre sin Pigmento está vacío y él no se ve por ninguna parte, pero el maletín negro de madera reposa a un lado del sillón. Mi madre me lleva hasta él y me sienta frente a los ancianos, luego me mira como sólo ella sabe hacerlo y me dice:

—Ya sabes bien lo que hay que hacer.

Antes de salir de la habitación pude escuchar un último mensaje de la frecuencia neutra. Lo que decía ya no importa. Por absurdo que parezca, desde este instante tengo la certeza de que las palabras ya empiezan a carecer de valor y sentido.

*Este cuento hace parte hace parte de la novela A la cas(z)a del chico espantapájaros.