Arte

Débora Arango y la hipocresía nacional

25 / 07 / 2018

Tuvo que pagar Débora Arango un alto precio por retratar el verdadero rostro de Colombia. Y sin embargo, siguió pintando.

La primera vez que vi a Débora Arango estaba sentada en uno los sofás de su residencia, Casa Blanca en Envigado. Corría el año 2003 y en esa ocasión la sentí frágil en sus días otoñales, pero con la fortaleza de quien había soportado una agresiva persecución por su pensamiento y obra.  Entonces comprendí el inmenso esfuerzo que había hecho, no sólo para revertir los postulados del arte, sino para sobrellevar el estigma que los “líderes” de la época le colgaron. Sentí una inmensa gratitud por ella y unos enormes deseos de pedirle perdón por nuestra ignorancia, por nuestro salvajismo intelectual y sobre todo, por nuestra hipocresía y falsedad.

La habíamos visitado con motivo de su cumpleaños número 96. Un grupo de admiradores de la maestra, le había llevado una toquilla de algodón como obsequio para que calentara sus noches tranquilas después de la turbulencia moral que habían causado sus pinturas en el país.

A la casa se accedía por un portón que amablemente abrieron las personas que cuidaban a la artista. Inmediatamente nos encontramos un patio y luego la sala. Tuve el privilegio, en aquella ocasión, de observar su habitación de descanso. Por todos los rincones de aquella mágica morada había cuadros de la pintora. Me llamó poderosamente la atención que estuviera decorada con el tema religioso, cuyo eje era Jesucristo. Una imagen, casi de tamaño natural y tallada en madera, aparecía dominando el panorama de la alcoba. Había velas, lo que le daba misticismo a las penumbras y a los claroscuros del ambiente.

Esas señales me hicieron entender que a pesar de la satanización a la que la sometieron, Débora no había hecho otra cosa que seguir los preceptos de un hogar estrictamente religioso, de aquellos que rezan el rosario en horas específicas como un ritual para acallar la conciencia voluptuosa.

Instalados ya en una especie de sala de estar conversó animadamente con nosotros y su lucidez trajo momentos memorables para su vida. Evocó sus viajes, las condecoraciones y los personajes que la visitaban para congraciarse con ella. Recuerdo que uno de los pensamientos que compartió fue su desconfianza sobre los políticos del país. Expresó palabras más, palabras menos que a ellos no les importaba el pueblo; que habían tomado el camino de la política para enriquecerse ellos, sin importarles los demás. Estaba consciente de la hipocresía social. Por eso en alguna ocasión había sentenciado que “la vida con toda su fuerza admirable no puede apreciarse jamás entre la hipocresía y el ocultamiento de las altas capas sociales”.

Pues bien, para quien haya seguido la pista de la vida de la maestra, no es un secreto que esos personajillos, descendientes de nuestra fauna política y los que siempre han gobernado a Colombia, que en los últimos años de existencia de la artista la alabaron, la condecoraron y se tomaron fotos con ella, fueron los mismos que la condenaron al ostracismo y al olvido, por considerarla hereje e inmoral. De allí que declarara que el arte no tenía que ver con la moral. Ya sabemos a qué moral se refería. Fueron 20 años en que se escondió del escarnio de quienes fueron sus verdugos.

A pesar de eso, Débora no se fue de Colombia, no huyó, no se exilió. Aquí siguió viviendo con el siglo, con tranvía y vino tinto. Ya caminaba lerda, como perdonando al tiempo (diría Piero en su célebre canción) y perdonándonos a nosotros. Sí, era la misma mujer, sencilla, sensitiva, que había aguantado el fuerte chaparrón de críticas por sus desnudos y por poner parte de su obra al servicio de las causas libertarias y de los derechos de la mujer, tan pisoteados en todas las épocas.

Los caminos difíciles en la búsqueda de la verdad y de la justicia, y especialmente para educar a un país pacato, hipócrita, a lo largo de su obra artística fueron su sello indeleble. La mojiganga de la vida estaba servida para trancar el destino de una mujer valiente y decidida. No lo lograron.

Obertura: Cantarina de la rosa

Se cumplirán 80 años de la primera sublevación. Una exposición en los hígados de la rancia oligarquía paisa, goda y egoísta, en el Club Unión, les levantó las faldas a las damas grises (qué nombre más adecuado) de la ciudad y puso a los falsos moralistas, voyeristas hasta morir, en alerta porque una mujer había osado pintar a otra como Dios la trajo al mundo. Exhibía su vello púbico y ¡oh, blasfemia, blasfemia, crucificadle, crucificadle! Los cuadros que levantaron ronchas fueron Cantarina de la rosa y La Amiga. El primero se perdió, según los investigadores.

La Amiga. Pintura en acuarela de Débora Arango. Tomada de internet.

Existen confusiones de fechas, lugares, nombres que apenas se pudieron reconstruir de manera verbal por la artista, una vez se levantó la censura social. Según los testimonios recogidos por algunos biógrafos de la pintora, como Santiago Londoño Vélez, el afán de moralidad no dejaba ver la realidad del Medellín de la época: una prostituta por cada 40 hombres, proliferación de enfermedades venéreas; “en 1928 existían 800 cantinas en la ciudad, una por cada cien habitantes. El bar y el burdel eran sitios importantes de socialización masculina”; la sífilis hizo de la suyas en una ciudad alcohólica; las “buenas costumbres y la moral” paisa se alborotaban en los pliegues de la falda de la prostitución porque a las señoras del marido no se les hace lo que a las rosas de los burdeles. “La obra de la pintora antioqueña hizo visible, por medio de una elaboración pictórica personal, una realidad social sabida pero ocultada por los códigos vigentes del decoro”.

Un cuadro como Friné o trata de blancas, creado en 1940, no podía menos que lacerar ampollas. Es un cuerpo en primer plano, con los senos al aire; una falda medio levantada, que deja entrever “las partes nobles” de la mujer, provocadora, lasciva, pecadora. ¡Se enloquecieron los falos de la perversidad porque no podían poseer a Friné y sus carnes pecaminosas!

Friné o trata de blancas. Pintura en acuarela de Débora Arango. Tomada de internet.

Recitativos: 70 años de una obra histórica

En este país, en el que la hipocresía y la falsedad se entronizaron como deporte favorito, se cumplen 78 años de la mítica exposición en Bogotá, realizada en 1940 por gestión de Jorge Eliécer Gaitán, Ministro de Educación de la época. La inquisición verbal comandada por el periódico El Siglo, tribuna de nadie menos que Laureano Gómez, en cuya espalda reposa una de las épocas más oscuras y sangrientas de nuestra endémica violencia, calificó el asunto de extrema gravedad y aprovecharon para golpear sin miseria no solo a la artista, sino a Gaitán, que ya tenía a esta sociedad envalentonada con su pensamiento liberal. A éste le costó la vida en el doloroso episodio que se conoce como El Bogotazo. A Débora no le dispararon, por fortuna, con arma de fuego, pero sí intentaron quemarla en la pira de una anodina moralidad. Y recitaron, sin piedad, su torpeza, su falta de habilidad, de talento y su mal gusto por el cuerpo.

El quimérico pudor se rasgó las vestiduras en su código de buenas costumbres y descalificó la obra de la pintora. ¿Cuál es el miedo que esta sociedad colombiana le tiene al cuerpo, templo sacrosanto del placer, de lo divino, lo místico, lo más humano y hedonista que tenemos?

De ese acontecimiento, que partió en dos la historia de Colombia, Débora Arango Pérez dejó su testimonio con la pintura La masacre del 9 de abril, una pintura que recrea el levantamiento del pueblo colombiano, en 1948, ante el asesinato de Gaitán, quien fue el que le abrió las puertas del arte en Bogotá.

La masacre del 9 de abril. Pintura en acuarela de Débora Arango. Tomado de Colarte.

Halim Badawi, en la Revista Arcadia, recrea este cuadro de la siguiente manera: “presenta a la mujer como participante protagónica de los acontecimientos al ubicarla, con los senos visibles, en el punto de mayor jerarquía de la composición, en el centro de la torre de la iglesia, batiendo las campanas y llamando a la revuelta. Mientras tanto, un sacerdote escondido y solapado intenta detenerla. Las monjas tratan de esconderse en el campanario de la iglesia, y los liberales y conservadores, armados con machetes y cuchillos, protagonizan la trifulca en primer plano. A un costado, los militares reprimen al pueblo y asesinan a dos personas con su escopeta”.

El Partido Conservador y Laureano Gómez tenían que estar muy resentidos con Débora. Fue tanta la vergüenza de este personaje que renunció a la Presidencia de la República, en medio de los escándalos que suscitó su gobierno. Algo que ahora debiera de hacer más de un “líder” político en este país. La pintora inmortalizó ese momento, que quizá no se repita en nuestra historia, en La salida de Laureano, en 1953.

La salida de Laureano. Oleo sobre lienzo de Débora Arango. Tomado de Colarte.

Para Sven Schuster este cuadro es uno de los más emblemáticos de Débora. Se centra en el corazón de la violencia bipartidista que tantos muertos puso en Colombia. “La obra es una especie de elegía al general Gustavo Rojas Pinilla quien tomó el poder el 13 de junio 1953 mediante un golpe militar. Con la culata de su rifle está aplastando uno de los sapos en la calle, los cuales parecen seguir al “gran sapo” que por su parte, es llevado en una litera por cuatro chulos (gallinazos). Como se puede ver fácilmente, el sapo gordo representa a Laureano Gómez, también identificado por la faja presidencial. El líder de esta procesión bizarra (caricaturesca) es, sin embargo, un esqueleto que agita una bandera de calavera, conduciendo a sus seguidores hacia un mar de llamas. Al lado izquierdo encontramos una multitud y un cura que aplauden al general. Los cañones y soldados en fila remiten a la fuerza ordenadora y la nueva disciplina impuesta por el ejército, con Rojas Pinilla como su máximo representante”. La bizarría siguió en Colombia con peligro de ser eterna.

Arias: la corrupción y la República en su salsa

Los arrestos de esta mujer, de familia católica y quien recibió educación en instituciones religiosas, no se amilanaron a la hora de ser crítica de la época que vivió. No le tembló el pulso para guiar su pincel por los tortuosos caminos de la justicia en un país inmoral como Colombia. En 1957, año en que terminó “la dictadura” de Gustavo Rojas Pinilla, produjo La República, que dice textualmente así la reseña de Leticia Copete Cifuentes:

Esta obra retrata la violencia desgarradora que ha vivido el pueblo colombiano. Muestra a una Colombia carcomida por las aves carroñeras de la corrupción y de la violencia, con un ser supremo en forma de paloma blanca como espectador, que al parecer es el presidente, que ve todo lo que pasa, pero no hace nada para detener la matanza de las aves carroñeras a la República”.

La República. Pintura en oleo de Débora Arango. Tomada de Colarte.

¿Se parece a esta época? ¿Quiénes han sido, en los últimos años, esos seres espectadores, promotores, financiadores,  accionantes y cómplices de la violencia en Colombia y que hacen parte de los gobiernos? ¿Quiénes de nuestros gobernantes y funcionarios públicos han sido esas aves carroñeras de la corrupción? ¿Con qué criterios morales y éticos criticaban a Débora Arango?

El remate de la ira santa contra la creadora fue Rojas Pinilla, acuarela que no tiene fecha y donde demuestra la insidia y el zoológico que han sido los gobernantes en este país. Sapos, culebras, esqueletos aparecen allí en una danza macabra que refleja muy tristemente qué hemos sido y qué seguiremos siendo. En medio de la avaricia, aparece la bandera de Colombia, arriada por la corrupción que endémicamente ha derruido nuestro tejido social.

Rojas Pinilla. Pintura en acuarela de Débora Arango. Tomado de Colarte.

Coros: el morbo de la lubricidad

Fueron los poderosos paisanos de Débora quienes más la atacaron. De acuerdo con Londoño Vélez, hace 76 años, la andanada feroz provino del Concejo de la ciudad, esa célula legislativa a la que nadie en la actualidad se atreve a ponerle el cascabel al gato por sus ejecutorias poco ortodoxas al aprobar acuerdos que han beneficiado más a los intereses particulares de sus corporados y donde está prohibido hablar de “mermelada”. A ellos se les acrecentaron los báculos de la moral  que llevan cubiertos entre sus braguetas, pues la Revista Municipal de Medellín se atrevió a elogiar a la pintora. No dudaron en tildar a la revista de “publicación inmunda” y le reprocharon a la artista que se complaciera “en propalar a los vientos el corruptor e inelegante morbo de la lubricidad”, con sus desnudos.

¿El corruptor e inelegante morbo de la lubricidad? ¡Qué tan finos para ocultar sus propias flatulencias! ¿Quiénes realmente han sido los corruptos y lúbricos con el dinero, el poder, la mafia y las orgias en yates, fincas, islas y apartamentos? ¿Acaso una parte de la clase dirigente de este país no se ha entregado impúdicamente y de manera lujuriosa al dinero corruptor y lúbrico de las mafias organizadas?

Por esa falsedad e hipocresía, Porfirio Barba Jacob, otro condenado por el Sistema,  cantó en coro con Débora: “hay días que somos tan lúbricos, tan lúbricos, que nos depara en vano su carne la mujer, tras de ceñir un talle y acariciar un seno”.  Era indebido en ese tiempo como hoy decirles la verdad a esos dirigentes descarados y de doble moral.

Interludios: las urgencias de la denuncia social

Esquizofrenia. Pintura de Débora Arango. Tomada de El País de España.

A pesar de su condena y de los esfuerzos de la sociedad por callarla, Débora, en su silencio, siguió pintando. Se enfiló con más ahínco hacia la denuncia social. Estaba convencida de que a este país había que enfrentarlo desde sus propias desventuras. De esa cosecha es Esquizofrenia, una pintura que cumple 78 años de haber visto la luz pública. Dura, insurrecta y con las piernas abiertas sin pudor ni moderación, el rostro de la muerte y la fuerza de sus músculos nos envuelve en la esquizofrenia y la impotencia colectivas que ha sufrido Colombia y que hoy día sigue sufriendo, por culpa de unos amigos del poder que se atornillan en las sillas de sus puestos para seguir saqueando el erario.

Muy fácilmente ese óleo, pintado en 1940, es la representación simbólica de lo que Colombia es hoy. Se ha instaurado una especie de esquizofrenia colectiva en que la violencia arrecia en las calles y los disparos certeros cobran vidas juveniles en una danza macabra que no parece detenerse. Adicional a esto, el fuego de la pasión nazi se encuba en los corazones y se manifiesta en una peligrosa esquizofrenia en que eliminar el otro es la victoria sobre el diferente.

Y la Madona del silencio, silenció a más de uno. Esa mujer en su infortunio, en su soledad, en su inopia parece gritarles ¡bandidos! a todos aquellos que han amasado su fortuna a costa de la necesidad de la inmensa mayoría. Es un óleo que molesta la vista por la desgracia humana, por la niñez de este país, sin futuro ni ley para los poderosos ni castigo para los bandidos de cuello blanco. Expulsado al mundo, el niño muerde el polvo de la indiferencia y ella, en silencio, trata de detener la vida que se va y llega con él.

Madona del silencio. Oleo sobre lienzo y hard-board de Débora Arango. Tomado de Colarte.

Por su pensamiento y por su legado, Débora Arango Pérez no estaba hecha para su época. Fue una adelantada; fue heredera y estandarte de la confrontación política de un momento de nuestra historia; una heroína que encontró en el arte una manera de retratarnos en nuestra pequeñez social e infeliz desnudez.

Hoy, más que nunca, es vigente lo que la pintora antioqueña plasmó en sus lienzos. Una Colombia donde aflora la mafia, la mentira, el saqueo a los recursos públicos, que sin recato apoyamos desde las urnas. Un país famélico en educación, en criterio y en opinión. Un país que cree en “líderes” levantados a punta de encuestas por los medios de comunicación, proclives a los “carismáticos” y oscuros personajes que encarnan la maldad; una sociedad que ve con buenos ojos la justicia privada; un país que se recrea con la muerte de los líderes de las causas sociales y apoya a sus verdugos; un país de funcionarios insaciables que a pesar de llevar muchos años saqueando, expoliando y asesinando, quieren perpetuarse en el poder desde la espiral de la violencia y la intimidación.

En las diminutas manos de Débora se dibujó este país, de hipócritas, culebreros y de falsos salvadores, que no ha sido capaz de levantarse de las cenizas de la ignominia. Débora desde siempre lo supo y así se dejó reflejar en la amena conversación que se prolongó por más de dos horas. Allí sentada, con su voz pausada y su sonrisa de niña ingenua, sentía que la vida le había dado su recompensa. Quienes estamos en deuda con ella somos nosotros. Esa imagen de mujer valerosa es la que he retenido y retendré de quien desafió la institucionalidad.

Como en el poema de Pablo Neruda, Arena americana, solemne, la obra pictórica de Débora clamó por una mejor sociedad pues en sus manos tuvo “la fuerza pura para atravesar el silencio y germinar en las tinieblas”, de una sociedad que no le alcanzará la historia para agradecer su legado.