Literatura
Hilos de agua
2 / 04 / 2020
“El cuerpo se movía al ritmo de la corriente bajo el agua, como si fuera el corazón de la isla, y así el último hilo se confundió entre los matorrales”
Yo estaba pillando toda esa película desde mi cambuche, detrás de una columna y oía a ese pobre man llorando, rezándole a la virgen, rogándole a esos manes que no lo mataran, hasta que llega uno de ellos, un gordito y le dice: “Que va maricón, hijueputa” y tam, tam, tam. Ese man cayó ahí mismo y entonces lo arrastraron hasta el talud del río y lo empujaron y se fueron.
EL CONTRASUEÑO
Carlos Sánchez Ocampo
La caída de un cuerpo interrumpió el rumor de la quebrada. El reflejo de la luna agonizaba en la humedad de las piedras, mientras el agua recorría una aglomeración de casas y arrastraba el cuerpo con fuerza. Los hilos, que alguna vez le dieron vida por los teatros del mundo, continuaban amarrados a sus extremidades y volaban verticales por encima de la superficie. Pero ahora la corriente era quien sacudía los pies y sus manos en un movimiento continuo, como de danza alegre en su muerte.
La quebrada cruzó un barrio y arrojó el cuerpo al río. Dos niños que jugaban cerca de la orilla se sintieron atraídos por los hilos y los persiguieron. Al alejarse de sus casas lograron alcanzar uno de ellos: la fuerza del agua lo reventó y luego terminó dándole forma al esqueleto de sus cometas.
El río se oscureció. Alimentado por los vertederos de las fábricas, atravesó la ciudad en línea recta y enrolló el cuerpo por el lecho enmohecido. Al llegar a un suburbio entró a un túnel y surcó en paralelo el lugar donde alguna vez fue llamado por su nombre. Las ondas causaban muecas en el rostro, alumbrado por las fogatas de los indigentes. Uno de ellos sintió el roce de los hilos en la penumbra, tomó uno en su mano y lo cortó. Después lo enrolló para envolver una de las pacas de papel que vendía en las plazas de mercado.
Al salir por un desagüe continuó río abajo. La sonrisa en sus labios y los ojos tomaban la nitidez perdida en panfletos pegados a los postes y paredes de la localidad. Algunos hilos ya frágiles por la humedad, y uno de ellos terminó enredado en las ruedas de una carreta tirada por un caballo. El cuerpo devolvió su recorrido varios metros, haciéndose un pulso entre la fuerza del caballo y la resistencia del hilo hasta reventarlo. La carreta traqueteó hasta que se perdió entre el tumulto de la gente.
En las afueras de la ciudad se formaba una espuma contaminada a orillas del río que, sumada a la bandada de gallinazos en los árboles, le daba un aspecto sombrío al paisaje. Una anciana entre los matorrales alcanzó otro de los hilos, lo recogió y lo enrolló en una varita. Algún día le encontraría utilidad entre los cachivaches de su tugurio.
El río se escabullía como una serpiente entre los cultivos lejanos. Otro hilo se desprendió, enredado en la hélice de una barcaza que transportaba carbón desde el interior hacia el mar. El cuerpo había perdido sus vestiduras y flotaba sobre la superficie, acompañado por una multitud de peces.
Luego encalló. Comenzaron a florecer ramas de su carne de madera. Otras matas se le atascaban y formaron una isla habitada después por babillas, serpientes y otros animales. El cuerpo se movía al ritmo de la corriente bajo el agua, como si fuera el corazón de la isla, y así el último hilo se confundió entre los matorrales.
Días después, un viejo pescador remaba cerca y distinguió el hilo. Pensó que era un nylon de pesca, y tiró de él porque esperaba hallar un pez enganchado. La isla se desenmarañó, mientras las manos removían poco a poco el pantano que lo revestía, hasta que apareció el cuerpo entre la maleza. El viejo logró montarlo a la barca, que quedó ocupada por la cantidad de ramas que traía enredadas y lo invadió el vaho de humedad que produce la selva y el olor profundo del río.
Al llegar a su pueblo un joven pescador le ayudó a arrimar la canoa a la orilla, y le preguntó por el resultado de la pesca. El viejo le dio cuenta del cadáver encontrado. En la tarde se internaron en el monte con el cuerpo amarrado a un madero; luego cavaron una fosa mientras repetían algunas oraciones. Con dos palos hicieron una cruz y antes de depositarlo en la tumba se percataron del hilo enganchado en la mano izquierda. El más joven lo arrancó, y al soltarlo, se elevó por entre las copas de los árboles. ¿Cómo llamaremos a este?, preguntó después de tapar la fosa. Sin responder, el viejo se agachó y sobre la cruz escribió con letra de alumno de primaria un nombre que se diluyó con el tiempo.