Literatura

El señor de los paraguas

26 / 09 / 2017

Hay coleccionistas de todo tipo, hasta de paraguas. Y las historias de cómo los consiguieron son tan delirantes como sus trofeos.

Esta historia me la contó su propio protagonista, un amigo mío. Y aunque todavía me queda una pequeña sombra de duda, pensé que tenía algún mérito para ser escrita, fuese real o no, fuese que mi amigo esté implicado más de lo que me dijo o no. También me arriesgo a que la ejecución le quite la gracia que tenía al ser narrada por él. Me la compartió el mismo día en el que inaugurábamos su nuevo apartamento con una fiesta entre pocos amigos, hace un par de días.

Pero antes, debo contarles que al Ciudadano, como le decimos por ser el único abogado entre nosotros, le gusta coleccionar paraguas. No se podría decir que es un coleccionista clásico (si acaso los hay con esa categoría), porque ese gusto viene acompañado de una peculiaridad: cada paraguas cuenta la historia de un robo pequeño o de algún descuido. Yo mismo he sido testigo de esto un par de veces: la primera fue en el Parque Lleras, donde conocimos a dos alemanas. Una, la más agraciada, hablaba conmigo; y la segunda, estaba seguro, no entraba entre los gustos de mi amigo, tanto así que ahora que la recordamos nos referimos a ella como “la Merkel”. Sin embargo, él se veía muy entretenido con ella, y no me demoré mucho en entender que el Ciudadano no miraba a los ojos claros de la extranjera, sino al paraguas que le colgaba de su muñeca izquierda. Después, al despedirlas poco antes de las tres de la mañana en un taxi, vi que mi amigo les hacía adiós con una mano mientras con la otra, en la espalda, parecía esconder algo: un paraguas que, al abrirlo, desplegó una imagen estampada de Lady Gaga. En otra ocasión, salíamos de un café y un empleado bastante despistado lo llamó. “Señor, se le iba olvidando algo”, le dijo al tiempo que le extendió un paraguas azul. El Ciudadano, con una mirada indiferente, le respondió con un sí tan casual, que más se escuchó como un “jé”; y luego siguió con ese aire de buen señor que se pueden dar los hombres de contextura redonda y mejillas coloradas como él, apoyándose en el paraguas a cada paso con toda propiedad.

Durante la fiesta, yo miraba sus “trofeos” dispuestos en la sala, al lado de la estantería de libros. Uno de ellos, que jamás le había visto, me llamó particularmente la atención. Cuando le pregunté por éste, el Ciudadano sólo sonrió y arqueó las cejas por encima de las gafas de marco metálico, mientras giraba la cabeza en un gesto negativo. Ante la insistencia mía y de otros, respondió que lo había comprado, pero no recordaba dónde. La respuesta me dejó inconforme y él lo notó, porque después aprovechó un momento en el que me encontraba solo y me dijo:

–Si querés escuchar la historia, te toca esperar a que todo el mundo se vaya.

No me quedó más que esperar a que, uno a uno, nuestros amigos se fueran. Por fin, a las dos de la mañana, nos sentamos en el balcón a rematar la última media de ron y la última cajetilla de cigarrillos.

Entonces, comenzó el relato con ese don de lenguas natural, elocuente y rítmico que pretende tener:

<<¡Ay, hijo! Ya verás por qué ésta no se la puedo contar a todo el mundo.

Fue hace cinco días. Mi mamá me pidió que la acompañara al apartamento de un obispo amigo de la familia. Yo me acuerdo que hace tiempo ya lo había visitado, cuando me llevaron para ayudar con el exorcismo de una prima, hace como tres años. Pero ahora íbamos porque el obispo estaba vendiendo una medicina gringa y había hablado con mamá para darle algo para su problema de los riñones. El edificio donde vive su Eminencia queda por todo Sucre, una cuadra arriba del Parque de Bolívar, por donde hay varias ópticas, en la esquina con Perú. Oiga, qué belleza de edificio. Se nota que es como de mediados del siglo pasado. Una araña de luces amarillas estaba colgada en el vestíbulo; el ascensor marcaba los pisos con una aguja como de reloj; y cerca de la recepción, había una fuentecita de mármol pintado con dos ninfas. Hasta el portero tenía su gracia, parecía de esos viejos que no quieren jubilarse. Eran pasadas las dos de la tarde. El Eminentísimo nos abrió la puerta del apartamento. Apenas crucé el umbral, me quité el bombín negro que llevaba y él me lo colgó detrás de la puerta.

Yo no me acordaba muy bien del tipo. Era más alto que yo, de unos sesenta años, un poco más trigueño, más calvo, gordo y con una hijueputa papada como de sapo. Claro que yo no me quedo atrás, pero su Eminencia no tenía cara de santo, sino de buda. El lugar era tan humilde que daba pesar mirarlo: en la sala, cuadros de santos al óleo y telas bordadas con inscripciones en latín colgaban de las paredes; en las mesas y repisas, habían porcelanas chinas; en un estante de cedro, había un volumen también en latín, con pasta de carnero. Todo velado con una luz amarilla que se filtraba por las cortinas del balcón, y rebotaba rojiza en unos biombos de seda. Pero no te he contado la cereza del pastel: yo no seré muy culto, pero que me quiten el diploma si lo que se escuchaba no era Bach, y en clavicordio para acabar de ajustar. Creo que unas sonatas alternadas con unos cantos gregorianos. Se supone que yo no soy creyente, pero qué atmósfera tan pesada se sentía, hijo.

En fin, el obispo le entregó las pastillas a mamá, le explicó cómo debía tomárselas y con qué comidas debía acompañarlas. Tenía un verbo de culebrero. Después, cuando mi mamá le preguntó cuánto le debía, el muy avispado va saliendo con una perla:

–No, ¿cómo se le ocurre? Primero vea los efectos, y luego viene a pagarme.

Incluso nos invitó a unas cervezas que le había traído otro obispo de Nueva Orleans. “Ya verá cómo le sienta de bien la cerveza”, le dijo a mamá. De repente, seguí detallando la sala, cuando miro donde estaba colgado mi sobrero, y justo debajo habían varios paraguas arrumados. Y a la vista, me enamoré de uno solo, uno que tenía el puño en marfil, con flores de lis talladas y pintadas de dorado, las puntas del esqueleto terminaban en pequeñas pepitas del mismo material y la capota era negra.  Yo había escuchado en las noticias que en la tarde iba a llover, y comencé a cruzar los dedos a ver si por fin los del clima acertaban y ocurría el final feliz: –Este aguacero como que no piensa dar tregua, monseñor; y nosotros tenemos que irnos ya –diría mamá. –Ni más faltaba, mi señora;, yo les presto un paraguas –respondería el obispo. Y yo cogería, entre todos, sólo ése de puño de marfil. Después me inventaría cualquier excusa, compraría uno parecido si fuera el caso, porque ya era objetivo militar. Entonces me dediqué a alargar la conversación, y aunque yo no conocía mucho el tema, comenzamos a hablar de derecho canónico, de las complicaciones que tienen las parejas que se casan por la iglesia; y luego, al disolver el vínculo por la vía civil, no se consideraba estrictamente como un divorcio, sino como “una cesación de efectos civiles”. También hablamos de los indultos que sólo el Papa podía aprobar, incluso por encima de las legislaciones de un país. Mejor dicho, el obispo estaba fascinado, aunque a veces no estábamos de acuerdo. El problema es que mamá y yo teníamos que estar a las cuatro donde una tía que vive por Laureles, y a las tres y cuarto ella comenzó los preparativos de despedida. Su Eminencia se notó decepcionado de que la charla se acabara tan rápido, y si vieras la cara que puso cuando yo le dije a mamá que me quedaba “si monseñor lo permitía”, pero él ni corto ni perezoso dijo que no había problema y mamá se fue.

Después, mientras él fue a la cocina por un vino, yo intenté adivinar qué decía en el volumen de carnero con mi deficiente latín. Era una Biblia, y no precisamente abierta por el salmo 91, sino a todo el inicio del Cantar de los cantares. Lo que quería decir, mi querido amigo, que al viejito le gustaba la acción. Ya sé qué estarás pensando, pero yo sólo pensaba en ese paraguas.  Cuando regresó con la botella y dos copas, me preguntó si me gustaba el fútbol; y apenas le respondí que sí, fue a la cocina y puso la final de la Copa del Rey en un televisor pequeño, a alto volumen. Salimos al balcón y le pregunté por el libro en el que estaba abierta la Biblia, mientras miraba al cielo y me animaba saber que cada vez aparecían más nubes grises. Escuchamos el partido y hablamos sobre la pasión que había sentido Salomón al escribir el Cantar de los Cantares, y yo le expuse las razones que me hacían pensar que una mujer había colaborado en ese proceso de escritura. Su Eminencia, muy a mi sorpresa, no se sobresaltó con esa herejía, ni cuando le mencioné el evangelio de María Magdalena. Terminado el partido, nosotros ya teníamos a la cuenta una botella de vino tinto. Los dos, gracias a nuestra gran capacidad de almacenamiento, teníamos buena resistencia al licor; así que apenas si nos notamos más habladores, hasta que, por fin, el obispo me dio pie para hablar del paraguas: me comentó lo elegante de mi bombín, a lo que yo le respondí que se vería mejor con su paraguas de puño blanco, o que de cualquier modo podríamos hacer un canje.

–No, joven; ese paraguas cuesta un poco más, sin ánimo de ofender. Me lo regalaron el día de mi ordenación de sacerdote –me dijo al salir hacia la cocina, por una segunda botella de vino.  Al volver, lo descolgó y me lo trajo. Me explicó que la pintura dorada, en efecto, era oro; y su madre le había bordado sus iniciales en una pequeña parte de la capota negra. “B.G.”, ¡igual que las mías! ¡Era el destino, hijo!

–Yo creo que este paraguas no se hizo para andar en Medellín –dijo y me lo prestó.

–Tiene razón, monseñor –le contesté y lo contemplé tanto como podía contemplarlo cerrado, porque no me dejó abrirlo.

Volví a tocar el tema de un posible negocio, e incluso, ahora con más vino por la sangre, hasta pensé ponerle un precio. Pero él insistía en que el paraguas era muy importante para él, y que no lo daría por cualquier precio. –Cuesta mucho –volvía a decir, pero ahora lo decía como retorciéndose, conteniéndose con esos modos con los que uno evita que le hagan cosquillas. Era una lástima: al parecer el paraguas costaba más que dinero, y ya me sabrás entender.

En ese momento, se escuchó el citófono. Lo contestó en la cocina, y desde mi lugar se podía ver que la llamada lo había perturbado. –Dígale que siga –respondió, y se puso nervioso. Eran más de la cinco y había comenzado a tronar y a caer una lluvia menuda. Colgó, comenzó a tronarse los dedos pensativo, ansioso, y por fin me preguntó si fumaba; y al responderle que sí, me comentó que él no debía, pero que quería fumar, y que por qué no salía yo a conseguir una cajetilla de lo que fuera. Pues yo no era ningún bruto para saber que su Eminencia quería recibir una visita indeseada en privado y que no se demoraría. Tomé mi bombín, y al abrir la puerta para salir, el obispo me dijo que la dejara abierta. En el pasillo me encontré con un tipo joven, con un corte argentino, de gorra, pantalones anchos y camisa tipo polo, que me miró muy feo. Mientras esperaba el ascensor, escuché la frase con la que el obispo lo recibió: “ya te dije que no me buscaras acá”. Mi hipótesis es que se trataba de su querubín rebelde, digamos; el que le parte las hostias en las misas privadas. Yo bajé hasta una cigarrería que hay al lado del Teatro Lido, me tomé mi tiempo y volví sin afán. Todo común y corriente. Y al parecer, fue el tiempo justo y necesario, porque volví a encontrarme al tipo en el vestíbulo, otra vez de salida. Subí los cinco pisos y encontré la puerta abierta. Hasta ahí todo normal, de no ser porque a su Eminencia lo habían lacerado con la daga del destino en el estómago y ya no tenía señales de vida, desparramado en el mueble grande de la sala. Yo, con la poca sangre fría que tengo, llamé a la policía y me quedé a esperar desde el umbral de la puerta.  No se demoraron más de media hora. El C.T.I. llegó poco después. Y no, hijo; a mí no me podían sindicar de nada, porque no me habían cogido en flagrancia. Sólo me tomaron la declaración, hicieron el levantamiento y listo.   Al final, uno de los investigadores me preguntó si se me olvidaba algo.

–Ah, jé, qué pena, se me olvidaba mi paraguas –le dije y salí como si nada.>>