Estilo de vida
Memorias atemporales. O cómo experimentar la felicidad renunciando al salario mínimo
16 / 08 / 2017
En algún momento hay que empacar maletas. Esta es la crónica de un viaje de Medellín a Buenos Aires, pero también de un proceso de autodescubrimiento.
En un principio quise ser buena y seguir los sabios consejos de mis abuelos, pero cuando vi la desaprobación en sus caras al decirles que quería estudiar música, filosofía, artes o literatura comprendí que La Máquina me estaba expulsando. No había un orden en el que yo pudiera seguir atrapada en la idiosincrasia colombiana. Tenía que largarme lejos, a resolver qué carajos iba a significar para mi eso tan grande e ignorado que es la vida, en si misma. Tras un par de años de luchas y desprendimientos lo conseguí.
El viaje se haría por tierra y estaba calculado para llegar a Buenos Aires (Argentina) en dos meses. En total duró seis meses, y exactamente a dos meses de llegar, di a luz a un hermoso varón en perfecto estado de salud.
En mi suelo natal, como dice el refrán, venía criando cuervos que me sacaban los ojos. Las apuestas contra mi embarazo y mi maternidad eran de 10 a 1. Todos me preguntaban por mi hábito de beber y drogarme. Les alimenté la perversión respondiendo que me inyectaba un cóctel de todas las sustancias propuestas con el desayuno. La gente de la noche… ¡Qué manga de hipócritas! Cuestionando en la franja para adultos la ética y la moral de una mujer en edad reproductiva.
Así que me fui: empaqué mi amor, mis ambiciones, mi fetito y mi gata Botón. Dejé guardado todo lo que había escrito y me desprendí de todo lo que alguna vez se opinó o se sufrió por mi causa. Quise buscar un lugar en el que no me conociera nadie para poder conocer a todo y a todos. Así me embarqué con el Bluesman, que ahora es mi compañero de vida, y su hijita, por quien me convertí en madre oficialmente antes de parir por primera vez. Se viaja y se crece, también desde afuera hacia adentro.
¿Por qué alguien haría eso? ¿Por qué alguien, en lugar de pagar por Netflix, se lanza en bus Andes abajo a conocer otros montes, selvas, mares y desiertos, el cielo nocturno sin alumbrado urbano y el vasto silencio, como la gran verdad? ¿Por qué hacerlo embarazada, con una niña de tres años, un gato de ocho kilos, y la módica suma de $300.000 en el bolsillo? Tenía toda probabilidad en contra, habiendo conocido al hombre del que me enamoré y con quien viajé tan sólo año y medio atrás.
Bueno. Lo hice porque soy artista y creo en la magia. La misma vida con la que la gente se pelea todos los días es mi materia de trabajo y obra literaria favorita. Cuando esté vieja y me parezca más a un sauce llorón que a una Suicide Girl tendré anécdotas increíbles para mis nietos biológicos o adoptados. Es algo así como el síndrome de Bilbo Bolsón, creo. Me atrevo a subir la apuesta: si no hay nietos, si no hay un humano, mascota o planta que mueva la cola o me dé un abrazo tras contarle un cuento, quedará mi propia senil conciencia dando gracias por el minuto de vida que me fue encomendado.
Recordaré, por ejemplo, la lista de canciones que hacíamos a guitarra y armónica en dos tandas de a cuatro horas, todos los días, que nunca me gustaron pero que siempre me dieron de comer. También pagaron el hospedaje, los tiquetes y los certificados veterinarios de mi gata. Recordaré la sorpresa que me produjo recibir la ayuda de artesanos borrachos y las amenazas de policías limpios y almidonados. Gatos lamiendo las cabezas de pollos muertos a la venta para el consumo humano. Serpientes y moluscos en bandejas. El calor y el frío y sus distintas humedades, la absurda diferencia entre pesos, soles y dólares. La forma que tienen algunos de bajar la voz para mentir y el escándalo con el que el resto te blasfema en la cara. El olor del mar, del que usamos la arena para la caja sanitaria de la gata y del que nos robamos un par de pinzas de cangrejo. La indiferencia humana, contra el ojo infinito de la tierra. Cada una de las especies de mosquitos que me picaron y no me transmitieron nada.
¡Regocijo para los sentidos de una hembra nómada y su clan, moléculas inquietas! Mi preñez afinó mi olfato y preparó mi gusto para los estímulos del mundo y sus rituales. Recuerdo una sopa de pescado y tomate servida con crispetas sin azúcar ni sal, pero que me comí con más gusto que si hubiesen sido unos Ferrero Rocher.
Nunca sentí asco por nada ni por nadie. Quise que lo primero que aprendiera mi hijo fuera el respeto por el orden natural del mundo al que vino, en el que no existe la inmunidad que te venden el Clorox, el Lysoform y el Raid.
¿Por qué todo tiene que ser brillante o esponjoso para hacerte feliz? ¿Por qué todo lo que te hace sentir seguro o atractivo cuesta una fortuna? ¿Por qué nos desesperamos cuando se cae el WiFi? ¿Quién nos dijo que al vivir sin los papás se aprende en una universidad de los veinte a los treinta? ¿Por qué como mínimo tenés que sacar un crédito en Flamingo por el plasma o la moto? ¿Estás seguro de que sos así de alérgico, así de cómodo o así de asustado para ser por toda la vida el empleado de algún imbécil con dinero? ¿En serio querés esperar a la jubilación para empezar a vivir, cuando en todo el continente la posponen por igual, bajo las órdenes de un mismo Sauron secreto vestido de traje?
No soy ni más ni menos que nadie. En el rango de la eternidad esas diferencias son irrelevantes. Soy un humano más, rotulado y numerado, tomando decisiones. Emocionada al éxtasis porque mi hijo Mateo aprendió a tocar guitarra y batería antes de hablar. Ya sé hace tatuajes. Pasó por veinte ciudades de Colombia, Ecuador, Perú, Chile y Argentina sin pasaporte. En el trabajo de parto, no haber sido anestesiada gracias al plan de salud pública y gratuita que me atendió me puso en la circunstancia idónea para escuchar a Dios, que me mandó agradecer a diario por ser una bruja feliz, amante y madre.
No conservo una sola foto. Bueno, tengo la ecografía del séptimo mes hecha en Perú y un par de fotos en la casa de un amigo en Santiago. Nunca busqué sugerencias de hoteles en Trivago. Sentada en los parques aprendiendo a tocar tangos era yo la atracción del turista anglo. ¡Ah, pero cuánto aprendí! Seguro más de los que se aprende en el Turibus mirando a donde se te señala para que calculés el monto de la excentricidad ajena.
Voy a cumplir treinta. Y cuarenta, y sesenta y cuatro, y setenta y dos y ochenta y siete. Me voy a arrugar, todos a mi alrededor irán desapareciendo, se me caerán los dientes y mi único deseo para ese momento será mojar los pies en el mar, como la primera vez.