Literatura

Juan Esteban Villegas, descubrir a Colombia en sus poesías y violencias

12 / 02 / 2020

A manera de reencontrarse con el país que dejó hace unos años, el doctor en literatura colombiana Juan Esteban Villegas se propuso estudiar la mirada que de los interminables conflictos en Colombia han hecho sus poetas.

Juan Esteban Villegas tenía 13 años cuando tuvo que irse de Medellín (Colombia) con sus papás. Eran los 90 y la crisis de la Unidad de Poder Adquisitivo Constante UPAC —sistema creado en 1972 con el propósito de otorgar créditos hipotecarios— había dejado sin vivienda a miles de colombianos, entre ellos los padres de Juan Esteban, debido al exagerado aumento en las tasas de interés. Además, el desempleo aumentaba a índices escandalosos y el conflicto armado estaba en su punto más álgido, por lo que la vida en el país, para muchos, dejó de ser una opción. Sin pensarlo mucho, la familia tomó la decisión de comenzar un nuevo camino en los Estados Unidos.

“Uno no tiene mucha consciencia del país en el que vive, uno está donde los papás estén. La consciencia social y política que tenga uno es casi que nimia”, recuerda bajo la sombra de un árbol en el campus de la Universidad Pontificia Bolivariana (UPB), sede Medellín, donde es profesor-investigador del programa de Estudios Literarios.

Se establecen en New Jersey, donde Juan Esteban terminó su educación básica y comenzó con los estudios en Literatura e Idiomas, con énfasis en Lengua y Literatura Inglesa, en la Montclair State University, a lo que le siguió la maestría en Literaturas Hispánicas en Rutgers, The State University of New Jersey (New Brunswick). Además, trabajó como periodista para varios medios hispanos, cubriendo la agenda cultural de las comunidades colombiana, peruana, dominicana y puertorriqueña del norte de New Jersey.

Pese a la distancia, el nombre de Colombia era como el de una vieja canción conocida y él trataba de estar al tanto de sus avatares, en parte por “ese síndrome de Ulises de que uno se va y vive más pendiente de las cosas de aquí que mucha otra gente”. Hoy no sabe si la lectura que hizo de la “realidad social y cultural” del país desde Estados Unidos fue certera o no, pero el estar lejos fue un pretexto para adentrarse en esa patria que había dejado atrás.

Durante la Maestría leyó a los autores colombianos con otros ojos y, más allá de las lecturas obligatorias del bachillerato pudo entender a Colombia a través de sus historias. En esa amplitud de horizontes jugaron un papel fundamental sus docentes, entre los que se destacan Marcy Schwartz, Karen Bishop y Jorge Marcone.

“Quizás las aproximaciones que tuve a la literatura colombiana no estuvieron marcadas por esa óptica exótica con la cual se tiende a ver casi siempre la narrativa o la poesía colombiana del siglo XX. Entonces fue chévere porque entré en contacto con ella, pero al mismo tiempo era un proceso simultáneo de leerlos y deconstruir esas visiones que por tanto tiempo se habían construido con respecto a la literatura colombiana. El ejemplo más paradigmático, y que ha estado bastante masticado, vendría a ser el de Gabriel García Márquez, o “García Marketing” como dicen algunos, que lo han querido ver como un brochure de turismo para la gente que viene aquí. Fue muy bacano verlo desde otra perspectiva, desde un punto mucho más universalista, y pensar que en realidad, como decía Germán Arciniegas, en la literatura no hay países subdesarrollados, sino que cada cual escribe desde su propia especificidad y retrata el entorno dentro del cual se gesta”.

Culminados sus estudios en New Jersey, Juan Esteban regresó a Colombia en 2014. El reencuentro con sus raíces no fue tan duro como temió en un principio y, para grata sorpresa, no sólo derrumbó algunos prejuicios que se había hecho a la distancia, sino que también se encontró con un país que resiste y ha dado pasos hacia la transformación. Esa visión se amplió al año siguiente con el Doctorado en Literatura que hizo en la Universidad de Antioquia, donde su curiosidad por las letras colombianas lo hizo redescubrir al país en sus matices y vicisitudes.

“Política y culturalmente hablando, siempre tendía a encajar o encasillar a Colombia bajo una cuestión muy homogénea donde todo el mundo tendía a pensar igual, o que la oferta cultural de Medellín no era tan extensa como yo estaba acostumbrado a tenerla en Estados Unidos, y me vi gratamente sorprendido en ver que no, que el país, pese a muchas otras cosas, sí ha logrado crear puntos de resistencia y de pensarse a sí mismo desde otras esferas, así que sí varió mucho. Sin duda alguna cuando comencé el Doctorado aquí se me abrió muchísimo la mente, empecé a frecuentar otro círculo de personas. Y cuando digo otro círculo de personas, no me refiero necesariamente a gente del ámbito intelectual, sino el hablar con gente del diario vivir que le da a uno otras visiones totalmente distintas a las que yo pensaba que existían. Yo sí me atrevería a decir que gran parte de la imagen que tengo de Colombia ha sido en un 60% producto de las lecturas que he hecho y otro 40% de las relaciones o interacciones que he tenido con la gente de aquí”.

Del periodismo, ejercido de forma empírica en Estados Unidos, pasó a la escritura de artículos académicos y crítica literaria, llegando a publicar en las revistas Estudios de Literatura Colombiana, de la Universidad de Antioquia; Perífrasis, de la Universidad de los Andes; Escritos, de la Escuela de Teología y Filosofía de la Universidad Pontificia Bolivariana; Tópicos del Seminario, de la Universidad Benemérita Autónoma de Puebla (México). Próximamente publicará en las revistas Anales de Literatura Hispanoamericana, de la Universidad Complutense de Madrid y Estudios Filológicos, de la Universidad Austral de Chile.

Además, escribió los capítulos Por una poética del desplazamiento forzado interno en la Colombia del Frente Nacional (1958-1974). Una mirada a ‘El callejón de los asesinos’ de X-504″, del libro Escrito en el agua. Textos sobre literatura colombiana y latinoamericana de Sílaba Editores (2018), en el que aborda este fenómeno durante el Frente Nacional a la luz de la poesía de Jaime Jaramillo Escobar o X-504, máximo representante del Nadaísmo; y Ecología, medio ambiente y literatura en la Colombia del posacuerdo en El malestar del posconflicto: aportes de la crítica literaria y cultural, publicado por el Instituto Caro y Cuervo (2019),  con el que propone “utilizar la literatura como un vehículo de reflexión para pensar la relación del hombre entorno a la naturaleza en un posible escenario de post acuerdo en Colombia”.

El año pasado junto al poeta, novelista, fotógrafo y gestor cultural ecuatoriano Fausto Romero Solórzano, publicó con la Editorial UPB el libro Países en paralelo. Repertorio de poetas colombianos y ecuatorianos. Con éste quisieron dar a conocer a poetas jóvenes y consagrados de Colombia y Ecuador, como Pedro Arturo Estrada, Sara Cano Zapata, César Eduardo Carrión y Ana Cecilia Blum; además de evidenciar las relaciones poéticas de dos países que, pese a los tejemanejes de la política, son hermanos.

Las preocupaciones históricas abordadas desde la literatura han alimentado su deseo de redescubrir el territorio nacional, el cual llevó más allá con su tesis doctoral Poesías y violencias en Colombia, 1920-1990, que examina cómo la poesía de entre 1920 y 1990 ha representado la violencia. La tesis, asesorada por el reconocido escritor Pablo Montoya, muestra cómo el discurso poético ha permitido categorizar y representar los diferentes tipos de violencia que ha vivido y padecido el país; además, examina sus “figuras retóricas, estrategias enunciativas y perspectivas temáticas” y evidencia cómo los poemas pueden ofrecer una lectura de la violencia en la que integra al ser humano y el medio ambiente en su “lógica destructiva”.

Respecto a su delimitación temporal, Juan Esteban explica que esta se debe a cuestiones históricas y estéticas, ya que a partir de 1920 se dejaron entrever los grandes conflictos relacionados con el despojo de la tierra a los campesinos (aunque estos vienen desde el siglo XIX con el modelo latifundista) y al mismo tiempo aparecieron las vanguardias estéticas que, de alguna manera, hicieron que los poetas se preocuparan más por la situación política e histórica del país. A partir de 1990, y ante la convocatoria a una Asamblea Nacional Constituyente que redactó la más reciente Constitución Política y la inclusión de sectores antes excluidos, la apertura neoliberal y el recrudecimiento de la violencia, se hizo necesario pensar el país desde otras aristas y estéticas, por lo que la poesía se tornó más reflexiva e intimista, sin desconectarse de las convulsiones de Colombia.

Dividida en cuatro capítulos —Violencia ecológico-ambiental, Violencia rural bipartidista, Desplazamiento forzado dentro del Frente Nacional y Violencia urbana— la tesis aborda a poetas como León de Greiff, Héctor Rojas Herazo, Jorge Gaitán Durán, Helí Ramírez y Mery Yolanda Sánchez; quienes desde su mirada personal han representado dichas violencias y aportado a una lectura más vivencial de las mismas.

Antes de encontrarse con estos autores y pasar por las estaciones de ese viacrucis llamado tesis, Juan Esteban tuvo que definir desde qué punto de vista, literariamente hablando, estudiaría a Colombia y su enfermedad crónica de la violencia.

“En primer lugar, y dejando de lado la cuestión de la poesía, era una preocupación netamente histórica. Es decir, por redescubrir el país. Me fui muy temprano, entonces siempre pensé que, si llegaba a hacer un doctorado, lo haría siempre pensando en un tema que me permitiese redescubrir, o mejor, descubrir por primera vez el país del cual me fui siendo muy pequeño. Y claro, qué mejor tema para pensarlo como país que esa enfermedad tan propia como lo ha sido la violencia.

Entonces, cuando ya claro que lo que quería hacer, a nivel académico, tenía que ver con Colombia, se presenta la gran inquietud, ya sí metodológica o conceptual: bueno ¿y a partir de qué, literariamente hablando, voy a estudiar a Colombia? Y lo que empecé a notar —y esto era algo que ya García Márquez había denunciado desde la década del 60— es que gran parte de los escritores colombianos, o más bien la literatura que había versado sobre la violencia en Colombia, había sido única y exclusivamente circunscrita al ámbito de la narrativa. Es decir: sí existían poetas que habían poetizado el conflicto armado, pero pocos habían sido los estudios críticos que recurriendo a la poesía estudiaran el fenómeno de la violencia. Para mí fue una sorpresa muy grata encontrarme con autores que, hoy por hoy, siguen ignorados por los cánones literarios. Un caso paradigmático podría ser Matilde Espinosa, una poeta del Cauca que escribió mucho sobre la violencia bipartidista en los 50 y la cual estudié en el segundo capítulo de mi tesis”.

Teniendo siempre presente a Hölderlin —para quien la poesía es el fundamento de la Historia— Juan Esteban pretendió mostrar que el texto poético, aun con sus limitaciones en extensión; y a pesar de que la novela y el cuento son los géneros que más han abordado el tema de la violencia, sí puede versar sobre el país que somos e incluso construir una de las tantas historias que se escriben alrededor del conflicto armado.

El primer paso fue estructurar la tesis en los cuatro capítulos que la conforman. Parte de la premisa que la violencia no es ese concepto monolítico y homogéneo, sino que está constituida por varias micro violencias que bastante daño le han hecho al país; como la violencia contra el medio ambiente, el desplazamiento forzado y la violencia urbana. A su vez, estas violencias se “remiten a una violencia mayor, pero nunca se ha entendido cómo abordarlas desde su propia especificidad”. Además, no hay una sola poesía colombiana, sino muchas manifestaciones poéticas de la misma y cada una, con sus particularidades, dan cuenta de esas micro violencias.

Es por eso que el primer capítulo, Violencia ecológico-ambiental, analiza cómo el proceso modernizador emprendido a inicios del siglo XX alteró la geografía, el paisaje y la cadena trófica de los territorios, a través de la obra de dos referentes de la poesía en Colombia: León de Greiff y Aurelio Arturo, así como de otro poeta poco conocido y estudiado en el país —dado que buena parte de su vida la pasó en México—, Germán Pardo García. Los tres representan una vanguardia que, aunque incipiente, generó ciertas rupturas en la poesía colombiana que Juan Esteban relaciona con las irrupciones generadas por dicho proceso modernizador.

“Hay dos cosas que me gustaría destacar: la vanguardia poética [que], justamente por ser un quiebre o una ruptura con la literatura del siglo XIX, se concibe a sí misma como un punto cero de la historia. Ellos quisieron destruirlo todo, comenzar desde cero en términos de experimentación literaria. Y los procesos de modernización económica en Colombia también se rigieron bajo la misma lógica: querían destruir todo lo que hicieron en el siglo XIX, o apartarse de esos modos de entender el mundo, y crear una especie de punto cero en términos de progreso. Entonces, lo que yo trato de analizar en ese primer capítulo es cómo ese mito histórico de los procesos de modernización económica converge con ese mito estético de las vanguardias, y que ambos están orientados hacia una irrupción absoluta con respecto a la historia y la evolución literaria. Si lo vemos de manera respectiva, yo insisto que León de Greiff sigue siendo el más avezado de los tres, en parte también porque vivió de primera mano estos procesos de violentación del paisaje, la flora y la fauna. Él fue director de obras del Ferrocarril de Antioquia entre 1926 y 1927, y yo me pongo a pensar: él, sentado a las orillas del Cauca, sabiéndose responsable o corresponsable de lo que estaban haciéndole al paisaje y también siendo poeta, lo que buscó fue retratar a través del lenguaje poético parte de la inconformidad, la insatisfacción o incluso la tristeza que le producía ver lo que estaba haciendo el hombre moderno, el hombre de ciencia y de progreso, con la naturaleza colombiana”.

El segundo capítulo, Violencia rural bipartidista, se ubica en el período conocido en el país como La Violencia (1948-1958), denominado así por las fuertes confrontaciones entre seguidores de los partidos Liberal y Conservador que provocaron miles de muertos y desplazamientos forzosos del campo a la ciudad. Este período, que marcaría profundamente la historia colombiana, es abordado desde dos tradiciones poéticas: una de corte más social representada por Carlos Castro Saavedra y Matilde Espinosa, y otra más vanguardista, cuyos exponentes son algunos poetas de la reconocida revista Mito, como Héctor Rojas Erazo, Fernando Charry Lara, Jorge Gaitán Durán y Eduardo Cote Lamus.

Con respecto a Carlos Castro Saavedra y Matilde Espinosa, Juan Esteban asegura que ambos representan la violencia desde dos puntos de vista completamente opuestos: Saavedra, por ejemplo, alude a “la crueldad auténtica, cómo puedo ser lo más fiel posible a los vejámenes, las torturas y las masacres de las que fueron víctimas los campesinos de la época” —visión con la que Juan Esteban, por cuestiones éticas, es bastante crítico porque, a pesar de que Saavedra estuvo firmemente convencido de que el lenguaje puede dar cuenta del dolor humano; “las palabras escapan para expresar el trauma que muchas personas pueden sentir”—; mientras Espinosa es más cautelosa y consciente de que “el lenguaje tiene ciertos límites”.

Al igual que con otros poetas de este momento histórico, la naturaleza juega para ellos un papel importante en tanto es testigo silencioso de la violencia bipartidista. Tomando como ejemplo la metáfora del río —especialmente los cuerpos desmembrados que flotan por las aguas del río Magdalena— Juan Esteban también quiere mostrar en este capítulo de su tesis que “muchos de estos poetas recurren a la sangre de los campesinos asesinados como si fuera un arquetipo fecundativo. Es decir, el campesino muere y en el sitio en el que muere florece una naturaleza nueva que da brillos de esperanza”.

No obstante, la manera con que Saavedra versa sobre la naturaleza se aleja de la de Espinosa, y frente a esto Juan Esteban tampoco deja de ser crítico:

“También soy crítico en cuanto a los modos en que Carlos Castro Saavedra lleva a cabo esa representación. ¿Por qué razón? Porque en su afán de querer mostrar que la naturaleza fue testigo de la violencia, lo único que nos hace ver es que la violencia sigue pensándose solo en términos de costos de vida humana. Es decir: en la poesía de Carlos Castro Saavedra no se ven los estragos de los cuales fue víctima la naturaleza en su propia especificidad; mientras Matilde Espinosa muestra el drama del ser humano, pero también de la naturaleza misma. Hay en especial un poemario de esa época que se llama Los Ríos Han Crecido, que da cuenta de ese ejemplo que mencionaba hace unos segundos”.

Por su parte los poetas de la revista Mito, normalmente catalogados como sui generis por sus experimentaciones con el lenguaje, también abordan la violencia bipartidista, solo que acuden al erotismo “para pensar la destrucción del otro cuerpo, que puede pensarse también en otro nivel mucho más macro social”.

Charry Lara y Cote Lamus se relacionan con la mirada de Castro Saavedra y Espinosa. Gaitán Durán y Rojas Erazo van más allá porque, mientras el primero trata el erotismo desde la pulsión de muerte y el instinto sexual está ligado a la destrucción —generando una reflexión en torno a la violencia— el segundo se preocupa por tratar el cuerpo, no necesariamente desde una perspectiva erótica, sino como un territorio en el que “se inscriben todas las violencias”.

“Esto se aparta mucho de los modos de representar la violencia que vemos en Matilde Espinosa y Carlos Castro Saavedra. Digamos que es otra manera paralela, aparentemente ajena o lejana, que sigue dando cuenta de una violencia, una violencia quizás más subterránea o subcutánea; pero que estuvo presente en esa época”.

Desplazamiento forzado dentro del Frente Nacional es el título del tercer capítulo. Se ocupa de un fenómeno complejo y desgarrador como el desplazamiento, desde la óptica de cuatro poetas que Juan Esteban denomina periféricos porque provienen de zonas distintas a la capital colombiana: Juan Manuel Roca (Medellín, Antioquia), Jaime Jaramillo Escobar o X504 (Pueblorrico, Antioquia), Carmiña Navia (Palmira, Valle del Cauca) y Helcías Martán Góngora (Guapi, Cauca).

Aunque no fueron víctimas directas del desplazamiento forzado, estos poetas sí presenciaron las tensiones propias del Frente Nacional, como el fracaso de la Reforma Agraria que provocó el éxodo de miles de campesinos a grandes ciudades como Bogotá, Medellín y Cali. Esta sensación de desarraigo la plasmó buena parte de la poesía producida entre 1958 y 1974 ya que, según Juan Esteban, un 65% o 70% de los títulos de libros de poesía son alusivos al viaje, la errancia o el éxodo; lo que da cuenta de un imaginario colectivo. Pero dicho imaginario “no se circunscribe únicamente a los títulos, porque si uno comienza a estudiar esos poemarios de manera más profunda, se va a dar cuenta de que sí hay una noción del tránsito, el movimiento de un espacio a otro”.

“Básicamente lo que yo propongo en este capítulo es que todos estos poetas hacen un mapeo social y también territorial. Es decir: nos muestran las geografías colombianas, el tránsito de un lugar a otro; pero también un mapeo social en el sentido de que nos ponen a pensar en torno a cómo estos sujetos de ciudad entraron en contacto con estos sujetos que venían de la periferia, cómo es ese choque de alteridad con respecto a otra persona que es distinta a mí, que viene de un lugar totalmente diferente al mío. Hay metáforas que se repiten mucho en estos poemas. Por ejemplo: la metáfora del caracol. Vos vas a encontrar el animal que literalmente carga con su casa a cuestas, y eso cuenta que hay una preocupación muy grande en los poetas del Frente Nacional por dar cuenta de ese fenómeno o ese correlato de la violencia y del conflicto”.

Por último, en Violencia urbana —entendida desde fenómenos como la urbanización masiva, el narcotráfico, el sicariato, la represión del Estado y el accionar de facciones urbanas de la guerrilla y los paramilitares—, Juan Esteban echa mano de la poesía de Helí Ramírez, Mery Yolanda Sánchez e Yvonne América Truque (exiliada en Canadá e hija del reconocido poeta Carlos A. Truque) para mostrar cómo plasman toda la convulsión de las ciudades y las profundas heridas que dejan en sus calles y habitantes. Cada uno, con su respectiva voz, se ocupa del lenguaje como resistencia a la exclusión, los desaparecidos y el afán de darles una identidad en medio del anonimato o la banalización de la violencia por parte de los medios de comunicación. Verdades que a secas son dicientes, y en verso son estremecedoras.

Así como hay diversas micro violencias, la poesía en Colombia las trata desde diversos puntos de vista. Hay poemas cargados de sangre que de inmediato conmocionan al lector, como si acabara de leer un diario sensacionalista, traspasando por momentos la delgada línea entre la denuncia y el panfleto. Hay otros que, sin ser explícitos, provocan un estremecimiento y hacen memoria del dolor. Esa diversidad de voces es la que sale a relucir en la tesis de Juan Esteban. Y en un país donde el silencio es casi que ley, la poesía se ha atrevido a decir lo indecible.

“Hay poemas que se convierten efectivamente en un inventario de sesos, entrañas y cuerpos desmembrados; y hay otros que no necesitan mencionar la palabra violencia para dar cuenta de algo violento. El caso más paradigmático vendría a ser el famoso poema de Fernando Charry Lara, Llanura de Tuluá: son dos cuerpos tirados a la vera del camino, parecen que están amándose [pero] han sido asesinados. Es esa mirada que desde lejos da cuenta de unos cuerpos que parecen erotizados, pero a medida que se acerca da cuenta de unos cuerpos sumamente violentados. El poema lo hace con mucho tacto, respeta el dolor ajeno. ¿Qué es eso? Es partir de la premisa fundamental de que el lenguaje, nos guste o no, no puede dar siempre cuenta del drama, del terror, del pavor y del dolor que causa la violencia. Muchas veces, el silencio dice muchísimo más que las mismas palabras, y yo creo que eso nos lo mostró mucho un poeta del Holocausto como Paul Celan, quien fue víctima directa de los nazis: sus papás murieron en campos de concentración y él mismo logró escaparse. ¿Y la poesía de él qué es? Un sinfín de silencios”.

Colombia aún no se cura de la violencia: los asesinatos de líderes sociales siguen en aumento; los recursos naturales son exprimidos en nombre de un progreso que beneficia a unos pocos; el desplazamiento, la extorsión, la desaparición forzada y los homicidios siguen haciendo insufrible la vida en muchas ciudades; y las heridas del conflicto armado aún no sanan, más cuando desde la misma institucionalidad se pretenden omitir los nombres y las causas que nos llevaron a este sinsentido. Aun así, el país sigue hablando a través de su poesía, y tesis como la de Juan Esteban hacen un llamado urgente a la reflexión, a leernos de otra manera y encontrarnos en el otro, o al menos, entenderlo.

Después de terminar su doctorado, y así sea lugar común decirlo, Juan Esteban no volvió a ser el mismo. Como el sujeto político que dice ser, se siente más consciente “de la coyuntura histórica en la que nos encontramos actualmente”, así ello signifique la amarga certeza de que la historia colombiana es “nauseabundamente repetitiva”. También se siente más consciente del papel de la academia al momento de crear una consciencia social e insiste en la urgencia de que ésta traslade su discurso a esferas más cercanas y reales, lejos de los entornos pedantes, pretenciosos y encumbrados de muchas universidades.

Al día de hoy, tiene más preguntas que respuestas. Pero eso no lo altera en lo absoluto, sino que lo motiva a llevar la reflexión en torno al conflicto armado a otro nivel, uno en el que las voces de los indígenas, negros, raizales, inmigrantes y demás comunidades marginadas por años sean tenidas en cuenta para construir un nuevo relato de este complejo país que es Colombia; el mismo que tuvo que dejar a los 13 años por las penurias económicas de sus padres, y al que regresó para redescubrirlo a través de sus poesías y violencias.

“Eso también es lo que deja la tesis, más preguntas que respuestas sin duda alguna. Pero ya está esta reflexión, cómo aterrizarla para que, de una manera didáctica, en las aulas de bachillerato o de primaria, podamos entrar en contacto con la historia colombiana a través del lenguaje poético y no a través, única y exclusivamente, de esas hojas áridas y extenuantes de la lectura propiamente histórica”.

La historia corre. Sin embargo, ahí está la poesía; bien sea para mirarnos en un espejo o para hacer un alto en el camino. Ese es el sentido —o el leitmotiv si se quiere— de la tesis de Juan Esteban, quien concluye la conversación con estas palabras:

“Como decía Octavio Paz: lo que la poesía hace es capturar el instante. Y muchas veces, en un país tan convulso como el nuestro, donde una masacre sucede a otra, capturar el instante y reflexionar de manera sesuda y juiciosa con respecto a un instante nos posibilita o abre las puertas a pensar de manera mucho más profunda sobre lo que somos como país. Es detenernos un momento, hacer un alto en el camino, y preguntarnos: bueno, hay una masacre y otra masacre, pero… ¿qué pasa en ese instante efímero donde una masacre toma lugar? ¿Cómo la viven aquellas personas directamente afectadas por la violencia, pero también nosotros como personas que no hemos sido, por lo menos en mi caso, directamente afectados por la violencia?”.