Literatura

La ceiba de la memoria de Roberto Burgos Cantor: pensando en el otro

8 / 08 / 2019

A través de diferentes historias, La ceiba de la memoria no sólo narra un periodo difícil en nuestra historia, sino que también plantea una reflexión por el otro.

La ceiba. Ese árbol grande, de raíces tubulares y que en ocasiones tiene espinas en su tronco, enmarca los sonidos bestiales de una narración bizarra pero necesaria. Es un signo que representa la mudez de una época en la que parece que el hombre estaba libre de ataduras para castigar, pero ensombrecido para ser castigado.

La ceiba de la memoria, de Roberto Burgos Cantor, es un trasegar por lo hondo de la raza humana. Y digo hondo para encausar una barbarie, como un alegato contra la intolerancia y la descoordinación en la que se hunde el ser humano, es un grito lanzado al vacío por quienes, durante miles de años, no pudieron encarnar en un cuerpo que el otro estaba presente, que vivía y que tenía algo que contar.

Como narrativa contemporánea rescato muchos aspectos: la otredad desde la humillación, el desarraigo, el miedo y el dolor frente a una realidad evidente y que quizás nunca nos hubiésemos imaginado, la multiplicidad de voces que aun siendo dispares cuentan una misma historia y lo absurdo como eje fundamental de estos relatos; absurdo porque siendo tan doloroso y desgarrador debe ser contado, repetido y vuelto a repetir, para que esa memoria, esa ceiba que tenemos instalada en la cabeza, sea testigo de todo cuanto ha ocurrido. En estos cuatro relatos que conservan un mismo eje conductor, el de la otredad y su subvaloración, nos enfrentamos a lo más real que puede tener el hombre contemporáneo: callar las voces de los que no se asemejan a nosotros. La desazón producida por la esclavitud emerge de las cadenas que producen el oprobio y la insensatez del silencio impuesto.

Comencemos con el relato de Alonso de Sandoval. Este sacerdote evangelizador, quien vive en carne propia el sufrimiento del contagio de la peste y que lo conducirá probablemente hacia su paraíso, se nos presenta al mejor estilo gore para confesarnos una realidad a la vez cruda y dignificante.

 Portada de La ceiba de la memoria. Imagen tomada de internet.

Portada de La ceiba de la memoria. Imagen tomada de internet.

Sandoval, a quien le es imposible hablar debido a la inflamación producto de la peste, escribe para liberarse del tiempo y plasmar sus pensamientos; esos que lo agobian y lo ponen al mismo nivel de “los negros”, los esclavos que tanto quiso ayudar pero que poco pudo entender. Quizá ver a Alonso desde ese papel en el que el otro puede visibilizar a sus pares que están silenciados es necesario para entender la realidad de la esclavitud y todo lo que trajo consigo esa época macabra. Alonso, como evangelizador, quería impartir sus creencias, pasando por encima de otras que ya estaban tatuadas en una memoria colectiva, que tenían miles de años, con otros dioses y hasta con otra forma de pensar. El miedo, la rabia y el dolor que se contuvieron durante tantos años salieron a flote cuando la enfermedad infectó sus poros y, tras un asombro pre mortem, pudo cuestionarse sobre lo absurdo, sobre ese llanto acumulado y nunca explotado, sobre ese sinsabor que le generaba la humillación hacia otro ser humano. Encarnó una realidad vista desde otra esfera, se convirtió en ese negro al que sólo le ponía un nombre y rociaba agua encima de su cabeza. Era un cadáver que tan sólo podía escribir unos recuerdos vagos de una historia trágica.

Cuando vine. Cuando. Yo no vine. Me trajeron. A la fuerza. Peor que prisionera. Sin mi voluntad. Arrastrada. Me arrancaron. Me empezaron a matar. Mis palabras las perdí. Se escondieron en el silencio. O quisieron quedarse…” (Burgos, pg. 35). Palabras más, palabras menos, esto encarna una época sangrienta y desprovista de cualquier vestigio de humanidad. Analia relata el naufragio de los sueños, nos cuenta con exacta objetividad lo que significa la subjetividad del ser, del otro, del que pertenece a otra raza, a otro sexo, a otra creencia, a aquel que no es visibilizado como uno que es igual a cualquiera, sino que es inferior.

A través de su voz que se pregunta, que a veces calla pero que quiere gritar, podemos ver el fulgor de la esclavitud, de esas voces silenciadas, de la desmemoria y de un profundo desarraigo de todo cuanto pueda poseer un ser humano: su raza, su origen, su tierra y sus sueños, los mismos que encadenaron con grilletes y que fueron enclaustrados en cuartos oscuros de embarcaciones atestadas de otros como ella que quizá se hacían las mismas preguntas y que también estaban condenados al silencio. Analia es la portavoz de la amargura, pero también de lo que se pierde, de lo que es diferente, de lo que es discriminado, de lo que es condenado. Es una mujer perfectamente descrita desde su psique porque podemos hasta saborear su indignación, su miedo y su dolor. Es la viva imagen de esa cultura despojada. Por momentos, queremos ponernos su piel y sus cadenas, pero nos es imposible, es demasiado doloroso. Es por ello que estas historias deben ser relatadas con absurda exactitud.

Y para no ir muy lejos, Benkos Biohó, líder rebelde de los esclavos, quien portó el grito en sus venas, también nos sumerge en un mar de tristezas a través de sus palabras. Gracias a esos lamentos pudo retener en su memoria aquello que era conocido y familiar, a sus ancestros, a su familia, a su lengua, a lo que amaba y le producía felicidad. Pero a diferencia de Analia, Benkos nos ofrece una salida, un pacto sagrado con aquellos que también sufren la condena de la esclavitud.

Benkos quiere libertad y lo hace desde algo tan sencillo como sus palabras: “Gritar para que mi lengua espante el silencio, aprenda a hablar sola, despierte las palabras que quedaron prisioneras de las nuevas palabras, cercadas por su sonido y un significado que no pertenece a ninguno de nosotros” (Burgos, pg.47). Ese grito no es un simple lamento, es una declaración de rebeldía, es una invitación a un nuevo mundo. Ese grito nos muestra el alma de Benkos Biohó, alma torturada pero con una llama viva, un fuego abrasador que alienta y hace palpable una barbarie en la que muchos fueron enmudecidos.

Gracias a la novela podemos visibilizar este mundo que traía consigo la reprobación y el hostigamiento, en donde solo unos pocos eran dueños, amos y señores, donde el dedo de Dios era un simple guante que se podía poner y que estaba a disposición de cualquiera que quisiera jugar a ser él. Por ello nos topamos con historias de esclavos, de judíos, de homosexuales, de mujeres, de latinoamericanos, de niños, de putas y marginales que sufrieron y aún sufren el candor del rechazo. Esos gritos, encarnados en palabras de valientes escritores, son los mismos que Benkos quiso emancipar, los mismos que rompieron las cadenas y que aceptaban el amor pero no el consuelo, porque de ese no había, sólo quedaban cicatrices.

Roberto Burgos Cantor. Imagen tomada de Canal Trece

Por último, nos queda Dominica de Orellana, una mujer de otra tierra que viene a acompañar a su esposo al Nuevo Mundo y se encuentra con un panorama desolador, una agitación llena de dolor y angustia. Esta mujer es capaz de reconocer al otro que es diferente, vive en carne propia el desarraigo y también el silencio impuesto.

Sabía que la palabra era propiedad de los varones, de los loros, de las guacamayas. Y, sobre todo, de los varones blancos y con mando” (Burgos, pg. 41). Estaba sumida en un mundo de sombras donde se encontró con aquellos que tampoco tenían voz, los esclavos. Les ayudaba, les hablaba, los validaba, ese otro era visible. Podía reconocer que el esclavo era aquel que no tenía tierra, lengua y además poseía un nombre distinto. Dominica sentía compasión por aquel que era diferente, le preocupaba de sobremanera la condición humana. Aceptó su destino con sumisión, con esa condena que impone una época de agachar la cabeza y seguir al jefe de la manada, porque aún su voz no era lo suficientemente fuerte como alguna vez lo fue la de Benkos Biohó, quizá su sufrimiento era amañado, quizá lo aceptaba con resignación o tal vez nunca pudo entender que podía ser visible como lo eran los esclavos para ella.

A través de los ojos de Dominica, Benkos, Analia y Alonso, podemos entender el cuestionamiento que hace la novela hacia el sujeto y la alienación a la que es sometido, comprendemos vagamente esa realidad que circunda a las historias que se entretejen a punta de dolor y miseria, y que nos hacen entender que la esclavitud nos deshumanizó, nos hizo marginales, nos desvirtuó como seres pensantes.

Gracias a estos relatos recuperamos lo particular, lo singular, la aprobación que no está tan lejana, que es visible a diario, esa que se hace presente mientras recorremos una ciudad llena de personas que no conocemos y que nos molestan, nos invaden, nos hacen vulnerables. La novela plantea sobre la diferencia una base estratégica para entender una visión amañada de la historia, a un sujeto enmudecido y golpeado, porque vivimos en un mundo lleno de culturas, idiomas, razas, creencias y orientaciones que nos llevan a pensar en que el otro debe y tiene que hacerse tangible y real. No podemos olvidar quiénes somos y de dónde venimos. No podemos suplir más necesidades a expensas de aquel que es inferior. La memoria debe ser un relato que nos obligue a diario, como esa ceiba, a hacer visible tras el dolor y la aprobación al otro.