Mancha negra y furia

Para enmendar el camino

18 / 05 / 2020

“El planeta ya no soporta nuestra milenaria codicia ni el peso de una superpoblación que se muere de hambre, por nombrar solo un par de atrocidades que nos unen en la misma zozobra”.

Estaba equivocado, mas los astros giraban.

Gabriel Celaya

Ahora que los límites entre realidad y ficción parecen haberse borrado, ¿para qué dar largas en un discurso que sabe lo que se espera de él? Sus palabras no son, de todos modos, lo que deberían ser, porque siempre algo queda atrapado en el silencio.

Los dueños del poder se adiestran en soltar mentiras bien maquilladas —a la medida— y medias verdades que desinforman sobre lo que realmente ocurre en el mundo, y debemos actuar para que esto no sea el pan diario en nuestras mesas. Apagar la televisión, leer un libro. Dibujar y escuchar música. Tejer o hacer ejercicio. Sembrar.

Por no estar enterados de lo que sucede día a día, no dejará de pasar lo que ha de pasar.

Pero no es un secreto que nos quieren aislar: quieren robarnos el sentido profundo de la vida y darnos una aparente tranquilidad que coarta nuestra humanidad. Nos quieren extirpar de la memoria el amor que hemos dado y recibido, poco o mucho, obligando a nuestro ser sensible a endurecer su piel y sus ideas.

Nos cambian baratijas por los sueños que hemos tenido desde niños y nos inducen a consumir basura vestida de felicidad, de libertad y de justicia. Nos aplastan, nos niegan la entrada y sellan las salidas. Nos imponen una seguridad manida que no sostiene lo insostenible.

Algo te habla por dentro: una corazonada, una intuición que se va desdibujando con las noticias y su manipulada versión de las cosas. Sabes que así es.

Al no haber un conocimiento absoluto, al ser el conocimiento una bitácora de viaje que también compromete, que no se da sin peligro (debo recordarte que las ciencias son falibles y proceden con el método del ensayo y el error, además de estar internamente manipuladas), se debe acentuar la vigilancia de sus palabras, de sus conceptos, de la realidad que se hace a partir de sus revoluciones. No las que se manifiestan en la masa desorbitada en las calles, sino en los pensamientos que sin escrúpulos se convierten al credo de sus insinuaciones y eternas contradicciones, aceptando lo que dicen sin pensar en lo que podrían traer a nuestras vidas.

Soren Kierkegaard, un filósofo y teólogo danés de principios del siglo XIX, afirmaba: “hay dos maneras de estar engañados: la primera, creer en todo lo que es mentira. Y la segunda, negar todo lo que no lo es”. Una sentencia que cobra actualidad, como los libros sobre pestes y confinamientos.

Estar despiertos nos obliga a soñar con los ojos abiertos y poner atención a los pasos que damos. ¡Quimeras salen de debajo de las piedras!

Al haberse expandido la prohibición del contacto, al habernos despojado de lo que somos, o de lo que antes creíamos ser, las cosas —y nosotros con ellas— se van desdibujando y perturbamos la adecuada comprensión de lo aprendido. Entonces, al no tener pruebas fehacientes del origen de esto o de aquello, jugamos al demiurgo con una insatisfecha voluntad de saber lo que catapulta nuestro instinto devorador.

Eso nos obliga a perder de vista el lugar de partida. Significa que se nubla el lugar hacia el que nos dirigimos. Y nos vemos impelidos a continuar el camino hacia ninguna parte. Aunque el camino esté precisamente aquí, en el sitio donde nos hallamos: ondeando con orgullo una humanidad azarosa y llena de imprecisiones.

El planeta ya no soporta nuestra milenaria codicia ni el peso de una superpoblación que se muere de hambre, por nombrar solo un par de atrocidades que nos unen en la misma zozobra. Esto no pide grandes argumentos: el hambre es un negocio, nos vuelve esclavos de un sistema asesino, duro de vencer.

Un enemigo que controla la salud y percibe millones de millones de dólares. ¡Haz cuentas!

La biodiversidad —en estos días de “pandemia”— nos ha dado una claridad, nos ha devuelto una conciencia que se posa sobre nuestros hombros: la vida no nos necesita.

Pero queremos seguir. No admitimos que se acabe la especie, el “encantador” viajecito por la evolución.

Entonces, ya no se piensa en revertir el daño que hemos causado, sino en salir a una incierta aventura por las estrellas y encontrar un astro propicio que pueda ser habitado por quienes puedan llegar a su superficie. Y para ello, se exige dejar atrás todo y a todos.

Decía, al no haber conocimiento absoluto, al relativizarse su contraste y el margen de sus relaciones con nuestras maneras de proceder, las cosas se han vuelto banales y parece que cualquier afirmación es válida, sin importar la boca de donde provenga.

Precisamente ahora que medimos las cosas por su cuantía, por el dinero que “invertimos” en ellas, la felicidad va quedando rezagada mientras crece nuestra intocable economía, el falso progreso que nos ha venido a robar el tiempo —exista o no— y la posibilidad de una vida real.

Entonces nos damos cuenta de la exagerada aceptación que le hemos obsequiado a las formas de ver el mundo y a las teorías que las sostienen: además de haber omitido la duda, hemos coincidido con la invención que la memoria trae entre sus bastiones de olvido. Y le apuntamos a la manera errónea como hemos respondido a las viejas preguntas que se nos ponen en frente y que no sabemos cómo tratar.

Y descubrimos que no somos propiamente “humanos”, que estamos lejos de ser racionalmente racionales, sensiblemente aptos para recoger los frutos de la razón. Y vemos con dolor que carecemos de solidaridad; que primero está nuestra hambre y luego las cosechas ajenas, por si nos da hambre de nuevo. Y si el dueño de la huerta no acepta dárnoslas, las robamos o lo matamos o lo mandamos a matar, que es más cómodo. Y esos espacios comunes que nos brindaban algún tipo de empatía, ahora no coinciden o no queremos que coincidan y entramos en pugna y nos vamos destruyendo uno a uno por igual.

Extraña paradoja para una especie que quiere sobrevivir y llegar lejos.

Pero bajar la cabeza ante los anuncios de lo sagrado, ante las sabidurías ancestrales que tenían a la Tierra como madre y Diosa y por tanto ejercían el bondadoso cuidado de sus dones; esto es, que respetaban sus maravillas, sus dádivas y no pisaban donde no se debe, está fuera de foco para la economía que sostendrá el nuevo orden mundial.

¡Preparemos el estómago para la embestida de su plan siniestro!

Sé que la naturaleza, en principio, no piensa del mismo modo que nosotros, porque somos diferentes y además tenemos otras intenciones, malas intenciones. Mas hay que tener presente que la Tierra nos hospeda, nos ha permitido que vivamos en ella sin muchos titubeos. Pero, pese a no hablar como nosotros, demuestra su cansancio y tiene cosas por decir. Y ya es hora de prestarle atención.

Si no despertamos con propuestas humanitarias de respeto y cuidado por el planeta y por nosotros mismos luego de esta actual y difícil situación, será una funesta confirmación de que nos hemos equivocado y no somos dignos de continuar.

Ya no habrá probabilidades para sostenernos en pie, y esta Tierra adolorida hará lo que ya varias veces ha hecho: estremecerse y destruir lo que le hace daño. ¡Nosotros!

Y la Tierra girará, seguirá girando.

 

VÍCTOR RAÚL JARAMILLO

Medellín, al día 30 de abril de 2020, en cuarentena.