Literatura

Carta al autor angustiado, parte II

13 / 04 / 2020

“Un comentario marginal, como diatriba, sobre la epidemia y sobre los eruditos que le temen al hecho mismo de temer”.

Parte I

Se comienza a socavar, entonces, la dualidad positivo-negativa, porque el mero entendimiento, la mera toma de consciencia del exceso de actividad y de la necesidad de negarse a ese activo exceso (que hacen manifiesta la desafinación mencionada anteriormente, y que hay que pensar y repensar, contemplarle activamente para reabrir y ampliar la construcción de sentidos ante ella, casi como reflejando la voz interior de don León XII Loayza ante Florentino Ariza, ese “se dejó llevar por su convicción de que los seres humanos no nacen para siempre el día en que sus madres los alumbran, sino que la vida los obliga otra vez y muchas veces a parirse a sí mismos” en El amor en los tiempos del cólera de nuestro (hablando como colombiano) propio Gabriel García Márquez, otra lectura recomendada para la temporada epidémica)- es, en sí misma, una decisión y una actitud -como act-itud, la iteidad o quididad del acto, un acto óntico, un acto actualizado irruptivamente en lo real- que se toma y se ejerce activamente (y que da paso al socavamiento de la dicotomía activo-contemplativa analizada en la primera parte). Esa desafinación sirve como un puente, como un istmo que voluntariamente activa perceptibilidad (como quizás lo diría Ibn ‘Arabi) del ser que atraviesa la continuidad del sometimiento autónomamente decidido y ejercido y que impide el ahogamiento, bajo uno u otro lado de ese sometimiento agotador, de las posibilidades de un bienestar procurado solidaria y recíprocamente no sólo entre quienes se reconozcan como ejerzores, como actualizadores de agencia sometida a ese agotamiento; sino también en un medio que ejerce, que actualiza agencias ecosistémicamente interrelacionadas.

Esta no es una idea novedosa. El uso deliberado que aquí hago de la palabra “ecosistémico” está implícito en el sistema de pensamiento del racionalista tempranomoderno Gottfried Leibniz (de manera más bien protocientificista y con muchos puntos a reconsiderar en otra ocasión, valga admitirlo; sobre todo porque las opiniones políticas y morales de Leibniz contradicen muchas de las extensiones de su filosofía). Desde la noción de que todo actúa de manera tan íntima e imprescindiblemente interconectada, que tanto las leyes de la naturaleza como el imperativo moral del ser humano como criatura con raciocinio, interconectados a modo de componentes (de mónadas) de un macrosistema de realidad constituído como una síntesis procesal en continuo llevamiento al acto, a su vez conllevan a que todo abuso y desbalance en las relaciones que lo propician cause el detrimento de cada componente en su individualidad y de los vínculos que posibilitan esa individualidad.

Más recientemente, mediante una distensión reformulativamente ecologista del concepto de “agencia” y sus derivaciones políticas, la politóloga y filósofa neomaterialista Jane Bennett aboga por un más responsable y transigente entendimiento de las interrelaciones que tejen y a través de las que se ejecuta el mero hecho de la vida como un enorme ecosistema compuesto por agentes humanos y agentes no humanos (lo que tradicionalmente hemos referido por “naturaleza” desde el quehacer científico), cuyas facultades agenciadas emergen del hecho de que toda materia tiene principios de agencia que se manifiestan diferentemente, entre diferentes formas y especies materializadas. Es decir: la morfología de los procesos biológicos, físicos, químicos y atómicos, vista efectivamente como agencia performada y actualizada; a la que se le pueden estudiar sus cualidades y sus aconteceres desde las diferentes ramas del conocimiento.

Esto, a su vez, es reminiscente (aunque Bennett lo articula en mucho más detalle y cercanía con el vocabulario de la producción de conocimiento en el heterogéneo cuasicampo “posmoderno” de la modernidad, sin implicaciones ontoteológicas) de las ontologías normativamente descritas como «panenteísmo» de Ibn ‘Arabi y Baruj Spinoza (con las que comparto muchas afinidades, igual que con la de Bennett): el primero arguye una naturaleza (todo en el universo en este caso, todo lo que haya en la extensión total de Dunya, algo así como “plano de lo transitorio y/o perecedero”), una materialidad de lo natural siendo el lenguaje mismo de Allah y la materialización de los atributos de Allah mediante su agencia y la agencia humana (en que “lo activo” y “llevar al acto”, la actualizabilidad como ejercicio de agencia, tiene un rol imprescindible; porque Ibn ‘Arabi denota al agente como fa’il -“actor”, “quien actúa”, “quien activa” o “quien hace actos”- y a la agencia como fai’liyya -“facultad de actuar” o “de activar” que se desprende del actor-) que los seres humanos, siendo parte de esa materialidad, somos exhortados a estudiar y ayudar con su protección. Es decir: la morfología de los procesos biológicos, físicos, químicos, atómicos, sociales, políticos, emocionales y experienciales (incluso al reposar). Tomada como la conjunción de los vectores de las agencias en activo, una red de interrelaciones que conforma a la eco-sistemicidad universal, a la que se le pueden estudiar sus cualidades y aconteceres desde las diferentes ramas del conocimiento.

Mientras que el segundo elabora que la totalidad de las fuerzas y principios de la naturaleza (y no el nomianismo prescriptivo de los ritos a través de los que se perpetúa la moralidad normativa judaica, que él de todos modos no abandonó completamente) son donde moran los atributos de Yahweh, donde se encuentran activos agenciadamente. Es decir, de nuevo: la morfología de los procesos biológicos, físicos, químicos, atómicos, sociales, políticos, emocionales y experienciales (incluso al reposar). Tomada la conjunción de los vectores en que mora y se activa la agencia, una red de interrelaciones que conforma a la eco-sistemicidad universal, a la que se le pueden estudiar sus cualidades y aconteceres desde las diferentes ramas del conocimiento.

La oposición entre activo y contemplativo tiene una injerencia sociopolítica más explícita y directa. Se toma en cuenta la oposición que Han desarrolla, en el ensayo sobre la epidemia, entre las costumbres de la gente en las sociedades lejanoasiáticas y las de la gente europea (en la actual Europa, con su historia intelectual y colonialista de trasfondo muy palpablemente, más de lo que el mismo Han quisiera admitir), hablando de ello de manera monolitizante y paradójicamente cercana a como lo haría un orientalista. Y es que es muy conveniente que Han haya tratado de caracterizar la variedad de expresiones éticas y políticas en el imaginado microcosmos social de los países del extremo este asiático con la somera etiqueta de “confucianismo” y asociándolo directamente al autoritarismo.

Esto no quiere decir que las ideas, costumbres y actitudes convencionalmente agrupadas bajo esa etiqueta no existan y que no hayan estado directamente vinculadas a entes políticos autoritaristas a lo largo de la historia (porque sí existen, sí han estado vinculados y, como bien lo apuntó Han en el ensayo, influyen en las concepciones y experiencias de mundo de millones de personas que en su mayoría no se llamarían “confucianistas” a sí mismas; similarmente a lo que ocurre con la moralidad judeocristiana en otras sociedades). Es, más bien, que incluso la misma gente que las conoce desde adentro, bien sea porque las ha experienciado personal y habituadamente o porque se ha dedicado a estudiarlas interactivamente, tiende a evitar el uso de la palabra porque:

  1. Con ella se intenta homogeneizar un espectro de conocimientos muy heterogéneo en su práctica, historicidad e implicaciones por igual.
  2. Porque el qué y/o quién concretamente puede denominarse como “confucianista” es una muy agitada discusión de saberes y poderes, enardecida desde el período de la Revolución Cultural comandada por Mao Zedong debido al determinista y arcaizante lente con que el marxismo-leninismo maoísta tiende a evaluar la historia china (y en general a lo que sea que se califique como “tradición” o “religión”)
  3. Porque, aunque la historia de los sistemas de pensamiento en China está llena de autores y personajes que se han denominado a sí mismos como seguidores y/o afines a las enseñanzas atribuidas a la figura histórica de Confucio, la acuñación del específico vocablo “confucianismo” está estrechamente emparentada con el colonialismo y la evangelización europeos en Asia y sus consecuencias.

Debido a todo esto, por supuesto, no escribiré nada asumiéndome como vocero de cualquier posibilidad de verdad cerrada con respecto este campo de conocimiento. No cuento con tal vocería, contrario a lo que parece asumir Han sobre su propia opinión que, valga agregar, bebe conceptualmente de una vasta mayoría de autores europeos que asumen a Europa en el centro de la producción de conocimientos, cuestión que aún nos hace falta contrarrestar, tanto a nosotros como al mismo Han.

Las implicaciones que se pueden desprender de la crítica a la dicotomía inmunológica de Han tienen que ver directamente con, y continúan a su vez la crítica a la dicotomía entre la actividad utilitarista de la vita activa (que en los sistemas de pensamiento de Hegel, Marx y Heidegger equivale a la instrumentalización del medio y de uno mismo, y que profundiza la enajenación) y la pasividad creativa de la vita contemplativa (que, tomando de Marx, encuentra semejantes en los sistemas de pensamiento de Herbert Marcuse -mediante su “Gran rehusamiento”- y Mark Fisher -mediante su consideración de una clase trabajadora a la que no le guste trabajar por el mero hecho de trabajar-); en relación con la cautela que Han aconseja hacia la posibilidad de que la hipervigilancia estatal se exacerbe permanentemente debido a la contingencia epidémica. Y es que es muy comprensible el temor a la totalización de la vigilancia en cualquier contexto, que gradualmente se nos escruten y juzguen más detalles personales de manera más profunda e invasiva.

Pero clausurar el entendimiento de la experiencia traumática de una epidemia al afirmar que es un problema exclusivamente político (como Han lo insinúa en el ensayo y como Giorgio Agamben lo ha hecho explícita y desacertadamente en un par de textos que publicó recientemente sobre la epidemia), es peligrosamente cercano a las especulaciones desproporcionadas que los teóricos culturales usual y acertadamente le critican a los políticos y pregoneros religiosos. Cuando estos dirían algo así como “nO PoLiTiCeN [tal problema innegablemente político]”, Han y Agamben parecen estar escondiendo un “nO PaToGeNiCeN [un problema que es tan gravemente patogénico como político]” detrás de una romantización de la cultura burguesa de los citadinos europeos, que Agamben asume como las “condiciones normales” de vida y que Han defiende al suponer que la cultura política europea (otra vez, como si esta fuera homogénea) no se dejaría seducir por la plausibilidad de la hipervigilancia, que desde hace años el gobierno de la república popular ha estado tratando completar. Incluso, nada más el año pasado se aprobó una directiva de tributación sobre la autoría del contenido subido y compartido por internet, que efectivamente sirve para vigilar y controlar las interacciones digitales con base en su capitalizabilidad (traducido a una vigilancia y explotación ejercida desde su afinidad con la ideología de mercado de la Unión Europea -igual que en Hong Kong, Singapur, Corea del Sur y Japón-, contrario a su afinidad con la ideología de mercado y también estatal -de hecho, principalmente estatal- como ocurre en la China continental), directiva ampliamente criticada y rechazada; y cuando la misma Unión Europea postergó para el próximo año la discusión sobre ampliar de la capitalizabilidad de la información personal de los usuarios y los servicios de streaming.

El problema de la hipervigilancia está presente y sus implicaciones sobre los derechos civiles y límites del control estatal son ineludiblemente influyentes en cualquier prospecto de vida que nos imaginemos a partir de esta situación, particularmente porque significaría que la inmunización hacia lo orgánicamente perjudicial para el sometimiento disciplinario volvería a ser el paradigma prevalente, y que las personas médicamente más vulnerables serían de nuevo las más sometidas biopolíticamente. Incluso así, no debería ocupar toda la atención de la producción de conocimiento humanístico, porque eso equivale a la conservación y contemplación de un único enfoque sobre el horizonte de construcciones de sentido en torno a ello; además de pasar por alto deliberadamente el hecho de que la epidemia misma hace peligrar la salud de las agencias mediante las que se construye ese sentido (y de modo más inmediato y desconcertante, tu salud y la de tus seres queridos). Esto nos exige pensar y enfrentar la cuestión de manera holística, siempre teniendo presente que, aunque la retórica y la gnoseología formalizada discursivamente nunca alcanzan a cubrir y significar la extensión total de las experiencias de mundo aglutinadas en esta contingencia, la insistencia en el mero intento de hacerlo es necesaria para socavar y purgar -como quizá dirían Deleuze y Guattari- todos los microfascismos a nuestro alcance, todas las violencias, todas las intransigencias y agresiones que propician y agravan la capitalizante, instrumentalizadora y paranoidizantemente patogénica incertidumbre que en este momento nos obliga a distanciarnos mutuamente.

Si hay algo que los humanistas deberíamos escrutar con respecto a todo esto (resignificando nuestro lugar de humanistas y activamente transformando, reformulando sus implicaciones políticas para cortar con la contemplación del humanismo clásico, en que se privilegia gnoseológicamente al raciocinio humano como soberano -ya que han hace énfasis en esto en su ensayo sobre la epidemia- sobre el aprendizaje y ejercicio de agencia de lo ecosistémico), es cómo las diferencias entre las reacciones al COVID-19 en diferentes partes del mundo (y sobre todo en los países en que no tenemos la cobertura de planes de salud y frente contingencias patológicas que sí tienen -por ejemplo- las Chinas, Singapur, Corea del Sur y Japón) son la conjunción acelerada de todas las perjudiciales consecuencias ecosistémicas (lo ecosistémico siendo donde convergen lo orgánico, lo ambiental, lo social y lo político) del capitalismo como ontología prevalente, actualizadas mediante expresiones propias de cada contexto sociocultural y sociopolítico inmerss en éste, y mediante las reacciones idiosincráticas de la biodiversidad particular de cada región ecosistémica intervenida e instrumentalizada mediante esa ontología.

Es literalmente (como bien ha construido en su caso ambientalista el periodista Jim Robbins desde hace años) que los seres humanos nos entendernos no como soberanos sobre los ecosistemas que habitamos, sino precisamente como agentes-componentes (“agente” en el sentido de “agencia” antes desglosado en esta misma pieza) en necesaria y condicionada interrelación con los demás agentes que componen los ecosistemas que habitamos, como agentes-componentes de la biodiversidad que dependientemente habitamos para vivir; para estudiarla más por recíproca comprensión y comprehensión, y menos por utilitarización. Y eso incluye a todos los patógenos que usualmente asumimos disociados y no influyentes en nuestros modos de vivir por encontrarse “a la intemperie”, como los que se pueden diseminar en nuestro organismo por, por ejemplo, la cacería y el consumo de carne de especies de animales silvestres con una inmunidad que los seres humanos no hemos desarrollado, de antemano exhaustivamente investigada y advertida al gobierno de la república popular.